El folio es un espejo de fiebre

Recuerdo una tarde de invierno, hace años. La luz de la calle era de un gris metálico, casi líquido, y yo llevaba horas sentado frente a la misma frase. Era para un relato. Una frase corta, simple en apariencia, pero se negaba a respirar. Cada vez que la escribía, se convertía en un pequeño cadáver de tinta sobre la pantalla.

Me levanté, preparé un café que no necesitaba y me asomé a la ventana. Vi a la gente pasar, abrigada, cada uno un pequeño universo en movimiento, ajeno a mi minúscula guerra. Y entonces lo comprendí: no estaba luchando contra la frase. Estaba luchando contra el silencio que vendría después. El silencio que me obligaría a preguntarme: ¿y ahora qué? ¿Esto es todo lo que tienes?

La mentira elegante

El mito nos habla del «miedo a la página en blanco», como si el folio fuera un desierto ártico, un vacío que nos intimida. Qué mentira tan elegante. La página nunca está en blanco. Es un espejo de fiebre, un agua quieta que refleja no la ausencia, sino el exceso.

Está sobrecargada con el eco de los poetas que leímos de noche y que nos hicieron sentir pequeños. Está manchada por la urgencia de demostrar algo, a alguien, a nosotros mismos.

La multitud interior

En su superficie parpadea el fantasma de la obra maestra que soñamos y la sombra de la mediocridad que tememos ser.

No tememos al vacío. Tememos a la multitud que habita en nuestro interior y que puja por hablar, a menudo a la vez. Tememos no saber a quién cederle la palabra.

Tememos no saber a quién cederle la palabra. Tememos descubrir que la idea que nos parecía tan brillante se disuelve en el aire al intentar teclearla.

El acto de confesarse

Aquella tarde de invierno, volví a la silla. Borré la frase muerta. Y en su lugar, escribí sobre la luz gris, sobre la sensación de ser un extranjero mirando por la ventana. No era lo que el relato «necesitaba», pero era lo único verdadero que podía ofrecer en ese momento. Era una confesión.

El miedo a escribir no es más que el miedo a confesarse. A admitir que no tenemos el control, que no somos genios susurrados por musas, sino artesanos torpes que intentan dar forma a un material frágil y volátil: la propia vida.

El ritual de la rendición

Por eso, el único ritual que funciona no es la disciplina, sino la rendición.

  • Rendirse a la torpeza.
  • Escribir la frase que tiembla,
  • Aceptar la metáfora que cojea, el pensamiento que parece un balbuceo.
  • Dejar que el espejo muestre la fiebre, el cansancio, la duda.

Porque solo cuando dejamos de luchar contra nuestro propio reflejo, la escritura deja de ser una batalla y se convierte en lo que siempre debió ser: una forma de volver a casa.

Origen

  • Reflexión personal
  • Manus.im/app