Versión de Manuel
Comienzo de la novela. Capítulo 1
Mi silencio ha de cerrar tus labios, porque no sé cómo hablar contigo, llevo tanto tiempo hablando solo, que ya no tengo nada que decir, ya no escucho a quien me habla, porque nadie habla ya conmigo, mi silencio es lo único que oigo, lo que ahora siento y a nadie digo.
MANUEL PELLICER SOTOMAYOR
(1995) Ruido en el silencio, 1º estrofa
DEDICATORIA
A todos aquellos con quienes he compartido mi Asperger cuando no sabía que lo tenía. En especial en quienes me he basado para crear los personajes de esta novela
Aclaración:
Todo lo que se relata en esta novela es ficción.
Sábado, 7 de octubre de 2000
A media tarde, tras la misa, finalizado el retiro, se produjo la habitual dispersión. Unos que regresaban a sus pueblos de origen, otros que se marchaban a casa, que habían quedado para verse después o que ya tenían otros planes para la noche, y el reducido grupo de los indecisos o porque esperaban para apuntarse al plan de los demás, y, ante el hecho de que no tenían prisa por ir a ninguna parte, se quedaban frente a la puerta de la iglesia, alargaban aquella última conversación lo más posible, para no despedirse tan pronto, como si aquella reunión no tuviera que acabar nunca o no hubiera dado tiempo a comentar y compartir todo lo que traían consigo; se habían centrado en las actividades del retiro y no tanto en tener un trato tan directo con esos hermanos, considerando que quienes allí se quedaban estaban en la misma situación y, por lo tanto, no les importaba quedarse hablando u organizando algo que hacer, eligiendo un sitio donde continuar aquella reunión para no quedarse en la calle, en caso de tardar en marcharse a casa.
Fue en esas circunstancias cuando me presentaron a Ana, cuya presencia a lo largo del día tampoco me había pasado inadvertida del todo, más cuando no era extraño el retiro, o en cualquier otra convivencia organizada por el Movimiento, en que no hubiese alguna cara nueva, sino para la mayoría, para la minoría que no tenía un trato tan continuado con quienes hubieran invitado a esa persona. En mi caso, respecto a Ana, reconocía mi pertenencia a la minoría, ya que Ana no era como tal nueva en el Movimiento, tan solo procedía de otra ciudad y aquel era el primer retiro al que acudía, de igual modo que yo no había participado en otras actividades a las que ella había acudido, como el campamento de verano de aquel año, donde se había reafirmado en su implicación personal en el Movimiento.
Es decir, a pesar del tiempo que uno y otro llevaba como miembro del Movimiento, aquella era la primera vez que coincidíamos o, al menos, en la que éramos conscientes de ello, ya que el Movimiento, como tal, también participaba de otras actividades, a nivel diocesano, nacional e internacional, donde la presencia de participantes se contaba por cientos o miles y no por decenas, como aquella tarde, con el aliciente de que nosotros no éramos de la misma provincia. Tampoco fue cuestión de ponerse a buscar esas otras coincidencias, porque no era importante, aunque tras aquella presentación pudiéramos decir que se sentaba un precedente de cara al futuro.
Como ella misma me explicó meses después, cuando ya tenía la suficiente confianza conmigo, había acudido a aquel retiro, no sólo por tener el sábado libre o por la oportunidad de venir a Toledo desde tan lejos, sino también, porque era miembro del grupo parroquial dentro del Movimiento y quería participar en una de las principales actividades mensuales del curso, aparte de pasar el día con los hermanos, entre los que por aquel entonces se contaba su novio, a través de quien había entrado en contacto con el Movimiento. Los dos eran catequistas en su parroquia y lo uno había llevado a lo otro. Aquel noviazgo había supuesto su inicio en el trato con el Movimiento, una reafirmación en sus creencias, vividas más en fraternidad y no sólo a nivel parroquial o individual, y así poco a poco se había incorporado al grupo que el Movimiento había formado en su parroquia.
Por lo que me contaron de ella, por aquel entonces se lo tomaba muy en serio, dado que no había supuesto un gran cambio en su vida, tan sólo le daba un sentido más pleno, asumía que aquello no era ningún comecocos ni como tal una llamada a la vida religiosa; cada uno tenía su vocación y no se imponía. La experiencia en el campamento de aquel verano, el primero al que había ido, le había dejado marcada para el resto de su vida; se había dado cuenta que se la consideraba como una más y no sólo como la novia de uno del Movimiento. Su nombre había estado en la lista junto a los demás, sin ninguna reseña especial en cuanto a su situación sentimental. Se había contado con ella para colaborar en la organización. No es que hasta entonces no hubiera sido consciente de esa consideración personal, pero, en aquel campamento, lo había apreciado de manera más clara, más madura. No era una novata, sino alguien que llevaba mucho camino andado y se había sentido en la necesidad de no caminar sola.
Ana y Carlos, su novio, hacían una buena pareja. Lo decían todos y entonces no lo desmentían, aunque aquel sábado por la tarde todos ignorásemos que sería el principio del fin de su relación. No sé si fue la providencia divina, el destino o descubrir que a veces las apariencias engañan y el tiempo pone a cada uno en su sitio de manera casi irremediable. En cualquier caso, no fue algo previsible ni premeditado por parte de nadie. Tan solo fue la confirmación de que los dos se debían dar cuenta que no estaban realmente hechos el uno para el otro, sin necesidad de que hubiera interferencias por parte de terceras personas. El amor, como la vida, está lleno de baches y aquel, cuando se les presentó, resultó demasiado difícil de superar, a pesar de que su ruptura no fuera tan lenta como sus comienzos, pero, si cabe, más dolorosa, porque dejaban atrás lo que sentían el uno hacia el otro y, más aún, viendo su propia impotencia ante la frialdad surgida entre ellos y que descargaban contra sí mismos.
El hecho es que aquella tarde nos presentó Carlos, su novio, a quien ya conocía porque había coincidido con él en otras ocasiones y a quien aquel día había visto de lo más atento y enamorado, siendo correspondido por Ana en todo momento, aunque, tanto él como ella, hubieran mantenido trato con los demás. Ella se había mostrado como una chica bastante sociable con quienes más conocía. Sin embargo, en aquellas horas de la tarde resaltaba más esa complicidad, el hecho de que hubieran venido juntos como pareja y no sólo porque fueran de la misma ciudad, parroquia o grupo. En consecuencia se volverían juntos y tal vez se sintieran más reafirmados en su relación después de haberla puesto de manifiesto en medio de los demás, como cualquier otra pareja con vocación al matrimonio, aunque por entonces aún fuera pronto para pensar en boda, se encaminaban hacia ello, ya que en principio no había nada que objetarles, si los dos sabían a lo que se comprometían y estaban dispuestos a asumirlo en su plenitud. El tiempo demostró que no lo estaban.
Era absurdo que se planteara la posibilidad de que aquella tarde hubiera surgido el flechazo entre Ana y yo. Ella estaba allí con su novio y a mí nunca me ha dado por ser el tercero en conflicto en una relación, más cuando no fue esa la causa de su ruptura ni yo tuviera como tal una implicación directa, por mucho que al final Ana y yo acabásemos juntos. Los problemas surgieron entre ellos sin que ninguno fuera más culpable ni responsable que el otro. Sencillamente se terminaron dando cuenta que no se entendían, aunque hubiera quien lo atribuyese más a la actitud de Ana asustada por la idea del compromiso, porque Carlos se lo tomaba en serio, mientras que ella se lo planteaba con más calma; un noviazgo sin implicaciones personales ni planes a largo plazo. Cuando él más quería compartir, más fría y distante se mostraba ella, no encontraba un término medio, más cuando su pertenencia al mismo grupo parroquial en principio había supuesto un aliciente y al final se convirtió en un obstáculo, porque complicó la convivencia tras la ruptura.
Aquella tarde sólo nos presentaron, en todo caso, nos dieron una excusa para echarnos un vistazo y crearnos una primera impresión fraternal, que la siguiente vez que nos viéramos recordásemos que ya nos conocíamos, al menos de vista, si no lográbamos recordar los nombres. En mi caso fue una primera impresión un tanto indiferente o fría. Era sólo una chica más, alguien nuevo en el Movimiento. Para mí, ella era una chica que había ido al retiro en compañía de su novio y que, debido a lo lejos que vivían, sería difícil que nos viésemos mucho más que hasta entonces. Siendo algo más subjetivo y sincero tal vez debiera reconocer que no me desagrado del todo lo que descubrí, pero esa subjetividad pronto quedó en el olvido. Ana ya tenía novio y era ilógico pensar que se fuera fijar en mí, más bien, demostraría el mismo interés que el resto.