Infancia 1981-1992

September 1988

El 2nd Grade comenzó con dos acontecimientos en el St. Clare’s Home, lo que para mí supondría un cambio drástico en el trato que se me había dado hasta ahora.

Lydia, que había sido mi compañera de juegos hasta entonces, había conseguido una familia de adopción durante el verano y ya no volveríamos a vernos ni a estar juntas, dado que también dejaba el St. Francis School. Reconozco que fue una difícil pérdida y para mí fue algo inesperado. Era mi único apoyo para aceptar mi situación y que no considerase mi estancia en el St. Clare’s como una pesadilla.

Con ella me entendía bien. No me importaba tanto jugar con sus juegos de niñas, aunque ello no hiciera que me olvidase de los niños. Tenía alguien con quien estar los días en que hacía mal tiempo; compartía mis horas de estudio y a veces los castigos, dado que, en su caso, sus travesuras eran con intención mientras que yo tan solo llamaba la atención.

A ella se la llevaron y yo me quedé. Casi estuve a punto de pensar que tan solo las niñas que se portan mal encuentran una familia que las adopté y mi primer impulso fue un mayor trato con los niños, una mayor identificación con éstos, de modo que no hubiera pelea en la que no estuviera involucrada ni día en que no volviera al St. Clare’s con alguna herida.

El contraste a esa mala noticia llegó con el cambio de las tutoras, se marchó la que había sido mi tutora hasta aquel momento y por la que no sentía demasiada simpatía Mrs. Doris Alexis Johnson y llegó Ann Josephine Catcher, para sustituirla, una chica joven y dispuesta a no ser tan condescendiente conmigo ni con el trato que se me había dado hasta entonces. Recién licenciada por Tufts University y que, además, en alguna ocasión ya había trabajado como voluntaria en el St. Clare’s, aunque no de una manera directa conmigo.

Le pidió que todo el mundo la llamara y conociera como “Ana”, sin formalismos. Eso de ser “Mrs. Catcher” le sonaba muy raro, mientras que lo de “Ana” le resultaba mucho más familiar y cercano, de ahí que casi prefiera que su apellido no se pronunciara y lo supieran tan solo las chicas mayores.

Pretendía que, sin dejar de ser una de las tutoras del St. Clare’s, la considerásemos como una amiga, que de algún modo hubiera una ruptura en esa jerarquía. Tampoco es que pretendiera rebajarse a nuestra altura, más bien, que perdiéramos el miedo a hablar con ella sobre cualquier cosa, aunque todo dentro de un orden y a su debido tiempo.

A diferencia de Mrs. Johnson, Ana no venía de lejos ni se incorporaba con intención de que su criterio se impusiera al de nadie, respetaría la autoridad de Monica, como directora del St. Clare’s y, en lo que ésta le permitiera, aplicaría sus propias técnicas educativas para que su presencia resultara de ayuda para todo el mundo.

No se conformaría con que se garantizase nuestro bienestar, si ello no incluía alguna medida correctiva frente a los problemas individuales de cada una de nosotras. Venía con un planteamiento distinto, pero sin que ello supusiera una oposición al criterio ni a la autoridad de Monica. Tan solo traía una nueva mentalidad que facilitara la vida y la convivencia.

Quiso que con su presencia y trato conmigo se llenara ese vacío que hasta entonces había en mi vida. Lo asumió como un reto personal, aparte de que fuera su trabajo. Se acabaron las amenazas con el cuarto de castigo, en el sótano, cada vez que mi comportamiento no fuera el adecuado.

En realidad, su intención fue enmendar todo aquello que mi anterior tutora me había consentido en exceso. Casi desde el primer día me hizo que comprendiera que la lista de todo lo mejorable superaba las expectativas más pesimistas. Quedó claro que eso no se solucionaba con una hora de reflexión en el cuarto de castigo ni con catorce ejercicios de Matemáticas; una redacción sobre la historia de Massachusetts o escribir mil veces “I will be one good girl”.

Ana quiso tener conmigo una postura más sutil, más cercana, que le escuchase cada vez que hiciera algo que no le parecía correcto y, sobre todo, que me pensara dos veces lo que hacía antes de hacerlo.

Una de las primeras cosas que quiso que cambiase fue mi empeño por parecer un niño y comportarme como éstos. Objetivo que asumió se le presentaba como una ardua tarea, dado que comprendió que había algo más de trasfondo en todo aquel tema.

Su táctica comenzó por no llamarme por mi nombre, me empezó a llamar “Puppy”, dado que, si no era una niña, tenía que ser un perrito, porque en St. Clare’s no se admitía a los chicos. Además, como sabía que me molestaba ese apodo, porque me lo hacía en tono de provocación, me corregía cada vez que se me pronunciaba mi nombre en su presencia.

No quería que me hiciera gracia ni me lo tomase como una broma de complicidad entre nosotras; esperaba que me hiciera reaccionar y le demostrase que era una niña como cualquier otra.

Cuando veía que su actitud me molestaba lo acentuaba más porque con mi enfado y malestar no era bastante, tenía que querer ser una niña. Pronto comprendió que mi cabezonería era mayor que su paciencia y, aunque ella no estuviera dispuesta a ceder un ápice en ese empeño, la táctica no obtenía los resultados inmediatos que esperaba, ya que me reafirmaba en mi postura e incluso me escapaba a jugar al parque con menos remordimientos que antes.

En medio de esa lucha tácita entre las dos, en donde Ana sabía que los progresos eran más firmes y menos evidentes que la sucesión de fracasos con que le correspondía cada día, creo que fue ella quien primero se dio cuenta de que, a pesar de mi actitud fría y rebelde; de que en algún momento le hubiera pedido que se olvidara de mí, porque era la peor tutora que había tenido o me hubiera escondido en el rincón más absurdo del St. Clare’s para que no me encontrase; a pesar de las apariencias, se ganaba mi confianza, lo que quizá hasta entonces ninguna otra tutora del St. Clare’s había conseguido.

Se dio cuenta de ello porque mi rebeldía se convirtió casi en una llamada de atención centrada en ella, en un modo de poner a prueba su paciencia conmigo y evaluar así la firmeza de su interés. Mientras que la anterior tutora me habría respondido con severidad o total indiferencia, Ana se planteó aquello como un juego, un modo de poner a prueba la complicidad que surgía entre las dos, de tal modo que, si algún día regresaba al St. Clare’s más tarde de la hora fijada, no era tanto por fastidiarla, sino por acaparar su atención durante los cinco minutos que durase la reprimenda