Daddy’s home

“La casa de Daddy” (Desde la voz de Jessica)

Friday, June 23, 1995. Vuelo BOS-PHL 1779 (02:50 PM)

Me gusta pensar que Daddy tiene una casa donde siempre brilla el sol, aunque afuera truene o el cielo se enfade. En mis sueños más tercos —esos que vuelven una y otra vez, incluso cuando ya me he quitado los zapatos de la esperanza—, esa casa me espera como si me conociera, como si hubiera aprendido mi nombre en silencio, a escondidas del tiempo, aunque yo nunca haya cruzado su puerta.

Tiene un porche amplio de madera blanca, con una mecedora que cruje suave, como riéndose bajito con cada vaivén. Lo imagino ahí, sentado al atardecer, con los pies descalzos, mirando un horizonte que no se acaba, con la certeza tranquila de que algún día volveré a casa. No una casa cualquiera: la nuestra. Esa que aún no pisé, pero que ya me sabe.

La casa soñada por Jessica// Copilot designer

Las estanterías están llenas de libros. No son nuevos ni viejos, son libros que huelen a nosotros. Algunos están subrayados con lápiz, con frases que tal vez Daddy creyó que me harían sonreír. Hay uno que se abre solo por la mitad, de tantas veces que lo hojeó pensando en mí, como si leyéndolo pudiera inventarme. Algunos tienen mi nombre en la primera página, escrito con letra bonita y un poco torpe, como si él me los hubiese comprado sin saber cuándo ni cómo los leeríamos juntos.

El salón soñado por Jessica// Copilot designer

Mi habitación está arriba, justo donde la casa respira más hondo. Tiene paredes color lavanda y una ventana gigante por donde entra la luz como si viniera a despertarme con besos. Sobre la cama hay una colcha hecha a mano, con retazos de tela que parecen susurrar historias: un suéter viejo que seguro olía a él, una camisa de cuadros con olor a otoño, un vestido de flores que quizás fue de alguien que me quiso antes de que yo naciera. Todo ahí cuenta algo, aunque nadie lo escuche.

Dormitorio soñada por Jessica// Copilot designer

En la mesita hay una foto mía —bueno, una que me invento, porque nunca la tomamos—, pero está enmarcada, y eso basta. Junto a ella, una lámpara de sal que nunca se apaga, como si Daddy supiera que a veces los miedos se cuelan por debajo de la puerta.

En esa casa, Daddy no pregunta por qué lloré. Solo me abraza, despacito, como si supiera desde siempre cómo hacerlo. No hay relojes que nos apuren, ni llaves que cierren las puertas. Solo está él, con su voz grave y bonita, diciendo: “Te estaba esperando”. Y yo, que por fin lo encuentro, me olvido de todo lo que dolió antes, como si el mundo empezara otra vez desde ese abrazo.

Aunque nadie me crea, yo sé que esa casa existe. Tal vez no en el plano que usan los arquitectos, pero sí en el profundo y vibrante mundo de los sueños. A veces, me encuentro cerrando los ojos con una fuerza descomunal, susurrándole a la almohada con la esperanza de que Daddy escuche mis anhelos desde su porche. Quizá me responde en silencio, o escribe cartas llenas de amor que se desvanecen en el viento antes de llegarme. Pero eso no importa. Lo fundamental es que yo sigo esperando con el corazón ardiente. Y, mientras tanto, su casa vive dentro de mí, en mi pecho, como una luciérnaga resplandeciente que jamás se apaga.

Cada vez que me preguntan por él, no digo que no lo conozco. Digo: “Todavía no he llegado a casa”.

Y cuando imagino el lugar donde se encuentra esa casa, siempre aparece «Toledo». Pero no Toledo (España), ubicado y localizado en el mapa. No. El mío es un Toledo utópico, tejido de promesas. Tiene calles con nombres inventados, como «Avenida de los reencuentros» o «Callejón del abrazo eterno».

Por allí cruza un río, por el que navegan las barcas y cuyas aguas brillan más, como si se rieran con los peces, y hay cigüeñas que vuelan lento para que nadie llegue tarde a los sueños.

En el jardín de nuestra casa, crecen margaritas y jazmines —porque las margaritas sonríen y los jazmines huelen a madre, aunque no recuerde la mía—. También hay una fuente pequeña con peces naranjas, y Daddy la cuida con ternura, porque sabe que me gustará ver cómo se mueven cuando les doy de comer. A veces pienso que los peces también sueñan conmigo.

Dentro, hay una cocina que siempre huele a algo rico, con cortinas de cuadros que bailan cuando se abre la ventana. Una olla burbujea cosas deliciosas, y me gusta imaginar que Daddy cocina bien, que tiene recetas que aprendió de una abuela invisible y que las guarda en una libreta solo para mí. En la mesa para dos, siempre hay servilletas de tela y una vela encendida, por si alguna vez apagamos las luces y solo hablamos. Sin ruido. Sin prisa. Como si no existiera el mundo.

Y aunque a veces me duela el pecho de tanto imaginarlo, también me crece por dentro una alegría suave, como si cada palabra que invento sobre él fuera una piedra más en el camino que me lleva a su casa. A nuestra casa.

Porque a veces, soñar es también una forma de recordar lo que todavía no ha pasado.

Y yo… yo lo sigo esperando.

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