Ana. Silencio en tus labios (1)*2

Navidad 2002

En aquel estado de ánimo fue como acudí a la convivencia de Navidad. Había perdido todas las ilusiones y me sentía frustrada, dolorida por lo sucedido en el retiro, mal conmigo misma, mi reacción, y quizá por la incertidumbre de que durante aquellos días previos me había obsesionado demasiado con la idea de que quizá Manuel respondiera a mi carta o quizá la suya se cruzase con la mía por el camino, incluso con el temor de que quizá Manuel se hubiera apuntado a la convivencia en el último momento, con la intención de que encontrásemos un momento para que se aclarara todo aquel tema, dado que a mis amigas les había avisado de que aún quedaba sitio para más gente, sin que dicha invitación fuera en alusión ni exclusión de nadie en particular. Mi preocupación, en todo caso, estuvo en que me dijeron que había un grupo que vendría en el día, que no se quedarían a dormir, que fue la opción que había animado a más de uno, sin que la idea del viaje les asustara. Temí que ante esa posibilidad Manuel se lo pensara dos veces y se presentara allí en plan conciliador o de víctima ante unas acusaciones que quizá para él tenían menos justificación que para mí.

Mi primer motivo de inquietud cuando llegué a la Casa de Ejercicios fue la presencia de Carlos y su novia, lo cual en principio no tenía que haberme afectado, dado que ya lo tenía superado, pero no estaba con el mejor estado de ánimo y me encontraba bastante susceptible con todo. Verles a ellos era como si se acentuara mi propia impotencia, dado que tras la ruptura yo había tomado una actitud un poco más activa, que era justo lo que Carlos me había echado en cara mientras fuimos pareja. En cualquier caso, mi atención se centró por entero en la llegada de la gente de Toledo, en el temor no confirmado de que Manuel se encontrase entre ellos. El hecho de que éste no apareciera por ninguna parte fue un motivo de alivio, pero mis amigas se dieron cuenta de que estaba algo nerviosa y me sinceré con ellas, aunque aquel fuese un tema que de un modo u otro afloraría en nuestras conversaciones de aquellos días, porque ellas eran mi mejor apoyo y razón para que no me distanciara del Movimiento. Que no hubiera recibido carta de Manuel para ellas suponía que era un asunto que éste ya tenía superado y yo me obsesionaba sin motivo.

Mi último desahogo y ocurrencia tras la convivencia fue enviarle un email a mi amigo de Internet. Me sentía mucho más descansada y relajada, en cierto modo, arrepentida por mi reacción tras el retiro y con el impulso de enmendarme. Comprendí que hubiera sido una torpeza que le hubiera enviado otra carta a Manuel y me hubiera disculpado por mi actitud, de manera que mi anónimo amigo de Internet me pareció que era mejor candidato. Me senté delante del ordenador y me puse a escribir, pensando cada palabra y cada frase, cuidé cada detalle para que se viera que estaba tranquila y me sentía relajada, en paz conmigo misma, optimista con respecto a mi vida. A grandes rasgos le comenté mis últimas torpezas y le aclaré que ya estaba todo superado, que me tomaba en serio los buenos propósitos de año nuevo.

Tal vez lo que más destacaba y consideraba de ese amigo anónimo fuera que no respondía a mis mensajes, como así lo habíamos acordado en su momento, porque de otro modo creía que se hubiera estropeado esa amistad, cuando había encontrado en él justo lo que necesitaba, su discreción o, más bien, su indiferencia conmigo, como si no leyese ninguno de mis mensajes porque le parecían tonterías de una chica un poco alocada o confundida con la vida. Su silencio para mí era un motivo de alivio. Aunque no supiera quién era ni lo que pensaba de mí o de mis cartas, me alegraba tener a alguien así en mi vida, con quien compartir confidencias sin que ello me creara ningún conflicto. Llegué a pensar que tal vez se hubiera aburrido de mí desde el momento en que le propuse que no respondiera a mis mensajes, salvo que le dijera lo contrario, porque, de hecho, por su parte no recibía ninguno, como si en su vida no sucediera nada de lo que quisiera escapar. Para mí era un modo de mandar a Manuel lo más lejos posible de mi vida, sin que ello me causara remordimiento y sin que me culpasen. Tenía un amigo secreto del que no hablaba con nadie por temor a que me dijesen que cometía una estupidez.

No sé si fue o no una torpeza por mi parte, pero aproveché aquel mensaje para compartir con éste mi opinión sobre los hombres en general; resalté mi buena relación con él, como una manera de agradecerle que no me hubiera mandado a la porra después de mis primeros mensajes, ya que en alguna ocasión había temido que su respuesta hubiera sido que le olvidara porque no le interesaban mis historias ni quería que le involucrase. Sin embargo, los comienzos de nuestra amistad habían sido un tanto fríos, apenas nos habíamos dado datos personales el uno al otro, pero yo tenía la sensación de que él aceptaba que le contase lo que fuera, porque tampoco entraba en muchos detalles ni daba nombres. Como le escribía, a veces tenía la impresión de que le escribía a alguien a quien conocía de toda la vida y me daba un poco de apuro que conociera mi identidad, ya que por poco o mucho que le contase, si me conocía, no tendría dificultad en reconocerme. En todo caso, confiaba en su discreción y que se mantuviera el anonimato por parte de los dos.