Ana. Silencio en tus labios (1)*2

Cuando me quise dar cuenta, el grupo de gente que se había concentrado allí tras la misa por uno u otro motivo quedó reducido a lo mínimo. Yo me había relajado porque la conversación resultaba amena y, en cierto modo, prefería desentenderme ante el hecho de que mis amigas se habían marchado y, hasta que no regresaran a por mí, no me movería de allí, aparte de que el hecho de que se me considerase la responsable de mi grupo hacía que me sintiera alguien en quien se habían puesto muchas confianzas y no quería que los de Consejo se vieran defraudados, aunque en mi foro interno considerase que era una responsabilidad que me superaba y que había gente de la parroquia más cualificada y en mejores circunstancias personales que la mía, pero que no se encontraban allí en aquellos momentos. La conversación era una distracción mientras hacía tiempo. Las expectativas que se me planteaban cuando tomé conciencia de la situación no resultaban muy alentadoras, ante la expectativa de que Manuel y yo nos quedásemos solos, dado que él tampoco se había marchado todavía, lo que de algún modo desmentía las buenas sensaciones que me había causado durante la comida, como si entonces le hubiera dado apuro reconocer su culpabilidad y en aquellos momentos no desaprovechase la ocasión porque me sintiera más indefensa y él más seguro.

Nos habíamos quedado en un pequeño corro y creo que alguno retrasaba su marcha ante la expectativa de lo que hicieran los demás, aunque era evidente que no había intención de que aquella reunión continuase en ninguna otra parte y tanto unos como otros esperásemos que alguno tomase la iniciativa y diera por concluida la charla. De los presentes, y por lo que les conocía, quien menos motivos tenía para seguir allí era Manuel. De hecho, era extraño que se hubiera quedado hasta tan tarde, aunque su casa estuviera cerca y, en cierto modo, ello le justificase. Era quien tenía menos prisa y menos planes para aquella noche, por lo cual, de manera sospechosa, apuraba hasta el último momento, sin que yo le hubiera insinuado que le incluyese en mis planes o tuviéramos algo de lo que hablar, por lo cual no comprendía muy bien sus motivos. Era algo que me preocupaba ya que el tiempo corría en mi contra y cuanta más gente se marchaba, más solos nos quedábamos. Hubiera preferido ver cómo se alejaba, pero sus pies se habían clavado al suelo y no le movía de allí ni el temor de que yo me incomodase y ello estropeara el buen entendimiento que habíamos recuperado.

Estaba claro que la reunión se daba por concluida y que la única con motivos para no moverme de allí era yo porque había quedado con las amigas, pasarían a recogerme de un momento a otro, aunque no sé si me incomodaba más que éstas se retrasaran o el hecho de que Manuel no se marchara, aunque hiciera la intención, pero se lo pensaba, como si ello le crease un cargo de conciencia. El caso es que para que nadie se sintiera obligado por mí, me aparté del grupo, como si fuese a llamar por teléfono y avisar de que pasaran a por mí. La gente captó la indirecta y el grupo se redujo de manera paulatina con las despedidas, de los siete iniciales, se marcharon dos, después otros dos y al penúltimo no le vi porque estaba de espaldas, me hice la desentendida, como si no me afectara lo que ellos hicieran o dejaran de hacer, con la esperanza de que cuando me girase allí no quedara nadie conocido. Sin embargo, cuando me giré, me encontré con que Manuel seguía allí y no parecía muy dispuesto a marcharse, aunque el gesto de su cara delataba que era tan consciente como yo de lo absurdo y comprometido de la situación. ¡Qué no hubiera escogido peor momento para una estupidez tan considerable como aquella, que en principio no implicaría nada bueno!

Sus primeras palabras, su manera de que iniciásemos una conversación y quizá que ello justificase más su presencia allí, fueron para decirme que hacía frío, a lo cual le respondí con silencio e indiferencia. En el fondo me alegraba que no se hubiera marchado, porque ello aliviaba mi sensación de abandono y desamparo, pero él sabía que su compañía no contaba entre mis preferencias en aquellos momentos y que tampoco había nada de lo que hablar entre nosotros porque estaba todo dicho y era mejor que la situación no se torciera. Aun así, reiteró su comentario como si pensara que no le había oído o esperase alguna reacción distinta por mi parte, cuando era evidente que no tenía el menor interés por él, al menos no el que esperaba que le demostrase en aquellos momentos y circunstancias, aunque en el fondo fuera yo quien más lamentaría su marcha y su compañía mientras esperaba la llegada de mis amigas, dado que, si se esperaba que aquello fuese una especie de cita o el comienzo de algo, se equivocaba por principio, a pesar de que fuese la ocasión que  había deseado alguna vez para decirle lo que me callaba y liberarme de mis agobios. Él se debía de sentir afortunado porque no me sentía tan desanimada como para desahogarme contra él.

Pasados unos cinco o diez interminables minutos de silencio y nerviosismo por parte de los dos, durante los cuáles Manuel no dijo nada, pero se mantuvo expectante a lo que yo hiciera o dijera, consideré que la situación en la que estábamos no tenía ninguna lógica, que era mejor que hablásemos de cualquier tema intrascendente que hiciera más llevadera la espera antes que soportar aquel silencio que me ahogaba. Se me ocurrió preguntarle si esperaba porque también hubiera quedado allí con alguien e incluso le insinué la posibilidad de que entrase en sus planes salir con mis amigas y conmigo, porque se hubiera enterado de que habría más gente del grupo. A mí nadie me había hecho ninguna insinuación en ese sentido y lo cierto es que sorprendía que tuviera una ocurrencia como aquella cuando nadie contaba con él. Como tal, dado que saldríamos en plan de amigos, seríamos gente del Movimiento, no había problema en que se uniese, pero resultaba un tanto chocante que se apuntara en el último momento y por iniciativa propia. De hecho, por lo que yo sabía de su relación con la gente del grupo, se incomodaría por la presencia de alguna que otra de las chicas.

Como era lógico, no tuvo reparo en confirmarme que nadie le esperaba ni él se lo había planteado. A mí me llamaron más la atención sus excusas que sus palabras, el hecho de que compartiera conmigo aquellas confidencias. Tan solo me dio excusas que no creo que ni él mismo se creyera cuando el verdadero trasfondo de todo aquello es que no se sentía cómodo, que, como consecuencia de su manera de ser y de los romances imposibles que se creaba, se sentía marginado por todo el mundo, aunque no fueran más que apreciaciones suyas, ya que, por poco que pusiera de su parte, se daría cuenta que la gente del Movimiento tenía mejor opinión de él de la que se suponía, que la única recriminación que unos y otros le hacían se refería al hecho de que siempre fuese por su cuenta y no se contara con él para casi nada. Con que pusiera un poco de su parte, por poco que cambiara su actitud y se abriera a los demás, se daría cuenta que le recibirían con los brazos abiertos y nadie le miraría mal ni le rechazaría, a pesar de sus peculiaridades. El caso es que cada cual tiene sus manías y él no era diferente en eso.

Tampoco me convenció ni pareció creíble que me dijese que en el grupo que seríamos aquella tarde, la mayoría iría en pareja o en grupos de amigos y él se sentiría un tanto desplazado porque no estaría con nadie y tampoco quería que se sintieran obligados. Nadie le esperaba y todos daban por sentado que después del retiro se marcharía a casa y no se sabría de él hasta la siguiente reunión. Es más, para dar más sentido a sus argumentos, me puso como ejemplo, lo cual no creo que fuera con más intención que esa. Yo estaría con mis amigas, más o menos tenía mis planes y se contaba conmigo desde el principio, mi presencia era una razón más para que la gente se reuniera aquella noche, mientras que él iría solo; nadie le daría conversación y sería una carga, dado que no entraba en sus expectativas quedarse hasta muy tarde e ir con la mochila cargado todo el día suponía un inconveniente. La mía se quedaría guardada en el coche de mi amiga. Si no hubiera sido por mi charla con los miembros del Consejo, también me hubiera marchado tras el retiro y tenido tiempo de asearme. Si él se marchaba a casa, sería con intención de no moverse de allí en lo que restaba de día.

Me salió de manera tan natural que no pensé en ello, pero el caso es que le llamé “tonto”. Fue lo único que se me ocurrió como respuesta a sus excusas y justificaciones. Con toda franqueza creo que fue lo más suave que salió de mis labios, tampoco es que el resto fuese con intención de ofenderle, pero me resultaba tan ilógico cuanto me decía que no me quedé callada. Que si en Navidad me había desahogado con aquella carta, aquella tarde que le tenía delante y no había nada que me frenase o me cohibiera. No quise humillarle, tan solo que me escuchase, que se diera cuenta de que todas esas veces en que los demás le habían llamado la atención o corregido algo, había sido con intención de que reaccionase y no para que se escondiera o pensara que se le echaba del grupo, como así parecía que se lo planteaba. Le dejé claro que era alguien con suerte porque vivía en Toledo y tenía a la gente del Movimiento casi a la puerta de su casa, mientras que yo dependía del coche y del teléfono, que si la gente no contaba más con él era porque había optado por una postura cómoda y pasiva. Incluso le insinúe que por poco que cambiara su actitud más de una chica correspondería a esos romanticismos que él se imaginaba, dado que, aunque esa no fuera su intención, espantaba a cualquiera que se le acercara lo más mínimo.

Como hablaba sin mucha reflexión, fue inevitable que aludiera a nuestras pequeñas discrepancias, a sus expectativas conmigo, tuve un arranque de sinceridad y le reiteré lo que ya le había dicho por carta y suponía alguien más le habría aconsejado a cuenta de esa cuestión, aunque en aquella ocasión me mostrase mucho más conciliadora y comprensiva que en mis cartas, porque considere que por parte de los dos el asunto estaba aclarado y superado. Tampoco es que comparase las que consideraba eran sus expectativas con lo que había sido mi relación con Carlos, sin que le diera demasiados detalles, porque no resultaba muy prudente. Quise que entendiera que no tenía ninguna posibilidad de que entre nosotros hubiera algo más, que, antes de que pensará que le correspondería, habrían de cambiar y mucho sus circunstancias y personalidad. Creo que me mostré tan exigente y escéptica con ese utópico enamoramiento entre nosotros, que yo misma me daba cuenta de que mis argumentos no tenían ninguna credibilidad, pero importaba más la intención, el sentido de mis palabras.

Mientras de mi boca salía toda aquella sarta de incongruencias cargadas de buenas intenciones, él se mantuvo en silencio. Me escuchó con atención; le veía en actitud reflexiva a cuanto le decía y no creo que su autoestima aumentase lo más mínimo. Lo lógico hubiera sido que se defendiera, que me demostrase que me equivocaba y que me había creado una imagen equivocada de su persona, que mis opiniones eran demasiado subjetivas y carentes de fundamento. Padeció aquel insufrible rollo sin interrupciones, como si le hubiera dejado indefenso y desarmado, como si después de aquello hubiera comprendido que estaba muy lejos de que le considerase alguien con un mínimo de interés por mi parte. Deduje que de mis palabras él entendió que prefería la pena por la ruptura con Carlos antes que ese afecto sincero que él me profesaba, que, aunque no llevase a nada, al menos evitaba que me sintiera como si nadie me quisiera o hubiera perdido mi encanto. Lo cierto es que me tenía idealizada y mejor opinión de mí que yo misma, pero también demostraba que no me conocía lo suficiente como para ser muy objetivo en esas apreciaciones.

Fue el timbre del teléfono lo que me cortó el rollo y propició que me diera cuenta de que hablaba por hablar, porque me asustaba la idea de que Manuel se marchara y me dejara allí sola. Quizás, si me hubiera encontrado en circunstancias más favorables, me hubiera cohibido y mostrado menos habladora. De algún modo, tuve la impresión de que esa llamada de teléfono para él suponía un motivo de liberación, la excusa perfecta para que aprovechara que estaba entretenida y se escapara antes de que ello le causara algún remordimiento. Pero mientras mantuve la conversación él se quedó allí, indeciso, y quizá con la sensación de que la situación se volvía más comprometida por momentos, que, si no se libraba de mí, sería difícil que me mostrase condescendiente con sus impulsos y se lo permitiera. Se acentuaba más esa sensación de desamparo y el hecho de que me encontrase en una ciudad que era extraña para mí, que no tuviera a nadie que me hiciera compañía más que él. Para él la única tabla de salvación era que mis amigas se presentasen allí, me recogieran, pero no había el menor rastro de éstas y el hecho de que sonara mi teléfono no aportaba nada bueno al respecto.