Sábado, 11 de enero, 2003
Para el retiro de enero fueron las amigas quienes me convencieron. Mi idea era no aparecer por Toledo en una larga temporada, hasta que la situación y mi trato con Manuel se hubieran enfriado y normalizado. Mis amigas me dijeron que fuera y dejara en casa la tontería que me había entrado, que me demostrase a mí misma que aquel tema estaba superado y no me tenía acobardada. No me ayudaba en nada que me dejase coaccionar por un chico ni por nadie. Es más, aseguraban que, si no me sentía con ánimos y no acudía al retiro, la siguiente ocasión me costaría más. De hecho, alguna se ofreció a venir a buscarme para que no hiciera el viaje sola, en caso de que no encontrase a nadie de mi grupo que me acompañase. Debía olvidarme de mis miedos y de esa absurda idea de que todas las veces que fuera al retiro o me acercara a Toledo viviría una pesadilla, cuando lo importante era el retiro, el trato con los hermanos y la relación con las amigas, que ningún chico se merecía que me mortificase de aquella manera tan tonta. Si me escondía en mi casa, sería como si le diera la razón a Manuel y éste creyera que todo eso me afectaba, cuando lo mejor era ignorarle y, en todo caso, no tenía por qué culparle ni responsabilizarle de mis decisiones, ya que, en realidad, no había sucedido nada.
Fui al retiro el sábado por la mañana y con idea de regresar a casa esa misma tarde, aunque tampoco descartaba muy en serio que no me dejara convencer y quedase hasta el día siguiente, pero no fui muy motivada en ese sentido. Tras la convivencia de Navidad me sentía mucho más animada, pero mantenía la prudencia con respecto a lo que pasara. Creo que en el fondo mis miedos eran reflejo de mis propias inseguridades, que, aunque los demás me vieran como una chica muy segura, la realidad era esa, no era tan perfecta y me hundía ante las dificultades porque no encontraba el apoyo que necesitaba. Yo misma me sorprendía ante el hecho de que mi noviazgo con Carlos hubiera durado tres años y, en cierto modo, tampoco me sorprendía el desenlace. Él había sido mi apoyo, mi mejor amigo, hasta que la madurez le trajo una mayor independencia, mientras que yo me mantenía con mi vida tranquila. Casi tenía la sensación de que mi cambio de actitud tras la ruptura era la que ocasionaba todos aquellos problemas, que me engañaba a mí misma y culpaba a Manuel de todos mis defectos, aunque ello no le eximiera de responsabilidad por el interés que demostraba por mí y al que le había respondido más por impulso que con la cabeza.
En cuanto entré en la iglesia, y me reuní con mis amigas, centré toda mi atención en el retiro. Me olvidé de cuanto sucediera a mi alrededor y, sobre todo, en lo referente a Manuel. Ni tan siquiera me molesté en buscarle con la mirada cuando me levanté del banco para ir a confesar, aunque creo que quedó patente que mi frialdad no era demasiado natural y no fui muy consciente de que él se encontraba allí hasta que no regresé al banco con la conciencia un poco más limpia y tranquila, con la sensación de que no tenía ningún problema con nadie. Me sentía recuperada de todas mis penas, aunque tres confesiones en menos de un mes evidenciaran que bien del todo no estaba o tenía tan asumida la importancia de la confesión que me tomaba muy en serio la recomendación de que ésta fuese frecuente. En el fondo lo que buscaba y necesitaba era consejo espiritual porque me sentía demasiado tensa, nerviosa ante la situación a la que me enfrentaba y para la que no encontraba una solución fácil. No quería que mi relación con el Movimiento se viera afectada o condicionada por un asunto que no deseaba y en el que me había visto envuelta sin pretenderlo.
Durante el tiempo de la comida, a mis amigas y a mí se nos acabaron los temas de conversación antes que los bocadillos. Supongo que, de un modo u otro, todas nos sentimos un poco culpables y yo más que ellas porque nos escondíamos del resto. De manera casi premeditada nos habíamos ido a un rincón por el que Manuel no se acercase y ello nos había aislado de los demás. Fui yo quien rompió aquel silencio, comprendía sus buenas intenciones, pero nos comportábamos de una manera un tanto estúpida. Mi presencia en el retiro, aparte de por las mismas razones que todos, que era lo importante, era el convencimiento de que mi vida y relación con el Movimiento no se viera afectada por mis problemas. Mis amigas me habían convencido para que no me escondiera en casa, pero nos refugiábamos en aquel rincón. Lo mejor para superar los problemas era que me enfrentara a ellos, por lo cual el grupo se trasladó hasta donde se encontraba Manuel, donde la gente con la que estaba nos inspiraba toda confianza y cuya compañía afianzaba esos buenos sentimientos entre todos. Eran gente con la que se podría mantener una amena conversación y dejar los problemas a un lado.
Mientras participaba en la conversación del grupo, de la que no quería que me marginaran ni que la presencia de Manuel me cohibiera, como no lo había hecho en diciembre durante la reunión de grupo, yo misma me sorprendí ante el impulso de mirarle de reojo, de comprobar su reacción ante mi presencia con la expectativa de que me confirmase que nuestras pequeñas diferencias estaban superadas. Como me había sucedido en el bar, a raíz de aquel desacertado emparejamiento, busqué su complicidad, que entendiera que era así como quería que fuera nuestra relación dentro del grupo, sin que ninguno se molestase ni inquietara por la presencia del otro. Si él aceptaba aquella normalidad, por mi parte estaba dispuesta a que todo quedase en el olvido y a no considerar que él fuera parte de mis males y pesadillas. Mientras le echaba alguna de esas miradas de reojo, con toda discreción, también me sentí observada e incluso descubrí en sus ojos un sentimiento de resignación e impotencia, pero a la vez que se mostraba de acuerdo conmigo en que aquello era lo mejor para los dos. De hecho, descubrí en sus ojos su propia incomodidad, como si se sintiera atrapado y sorprendido por mi comportamiento, confundido porque éramos mis amigas y yo quienes nos acercábamos a donde él estaba.
Esa vez no coincidimos en la reunión por grupos, dado que la numeración se produjo cuando estábamos juntos, lo cual para mí fue un motivo de alivio y descanso, aunque me sintiera bien por dentro, animada, convencida de que había superado todos mis problemas y recuperado la normalidad, a pesar de que tuviera mis temores con respecto al planteamiento de Manuel, pero ya no le considerada un inconveniente para acudir a otros retiros o actividades. En todo caso, como mis amigas me propusieron, si ello me agobiaba, lo oportuno sería que preguntase a los responsables de las actividades y que éstos me confirmasen si Manuel estaba apuntado o no. Si me causaba a puro esa indiscreción, ellas se harían cargo por tener más confianza y más contacto, cuando no era alguna de ellas la responsable. En cualquier caso, estaba claro que mi vida no dependía de lo que hiciera o dejara de hacer Manuel en su relación con el Movimiento. Además, por lo que mis amigas sabían de él, era poco probable que éste se animara a alguna actividad fuera de la ciudad.
A la hora de la misa fueron mis amigas quienes escogieron el banco y yo quien me di cuenta de quién estaba en el banco de delante, lo cual al principio me inquietó un poco; me pareció que aquello era un exceso después de haber compartido el rato de la comida, pero no quedaban muchas alternativas y lo asumí con la normalidad pretendida. Todos mis problemas y malentendidos con él se habían iniciado a raíz del nerviosismo cuando se colocó detrás de mí para comulgar y aquella era una situación con bastantes similitudes. Lo entendí como una manera de que se cerrara el problema, sin que ello fuera motivo para que Manuel sacase conclusiones equivocadas, dado que mis sentimientos hacia él no habían cambiado y después de la carta que le había enviado en Navidad, suponía que eso le había quedado claro. En todo caso, aquel acercamiento era una manera de aliviar la tensión por si en mi carta me había mostrado demasiado brusca o poco conciliadora.
Llegó el momento de darse la paz y primero se la di a mis amigas, después a los que se encontraban en el banco de atrás, a los que el brazo me alcanzaba y por último a los del banco de delante, a aquellos que me tendieron la mano, ya que tampoco era cuestión de perder mucho tiempo con ello, la misa continuaba. Cuando llegué a Manuel, éste, en un primer momento, se mostró indiferente, como si no lo esperase, de manera que mi mano quedo tendida durante un instante de indecisión. Por mi parte no había motivos para no darle y desear que hubiera paz entre los dos, así se lo demostraba, aunque mantuviera mis reparos y recelos, pero no que aquello nos afectase más de lo debido. Cuando tomó mi mano su cara me mostró un gesto de gratitud y, en cierto modo, sentí que valoraba aquel gesto de manera diferente a los demás, que de verdad esperaba y quería que no hubiera malentendidos entre nosotros, pero también reconocía su propia impotencia, como si esperase un poco más de comprensión por mi parte y no me tomase sus torpezas como una tragedia, porque compartía mi deseo de que lo superásemos.
Lo que me había esperado como un día de pesadilla, de esos que es mejor no recordar, no vivir, después de aquella paz, creo que cobró todo el sentido, que fue el día y el momento que los dos necesitábamos. Quizá él soñase con un final distinto a nuestras discrepancias, pero ese gesto de paz era lo que más nos convenía y necesitábamos. Por otro lado y visto desde un lado un poco más pícaro, nuestros distanciamientos se solventaron con aquel roce de nuestras manos. Tampoco es que hubiera temido por mi integridad ni por las pretensiones que Manuel tuviera sobre mí, pero sin duda se había buscado algo que no creaba mayor recelo por parte de los dos, dado que, por supuesto, mis confianzas con él no pasarían de ahí. Por descontado no me planteé aquel instante como el principio de nada, sino, más bien, como el final de nuestro conflicto, que desde ese momento entre Manuel y yo habría un trato de cordialidad, como lo manteníamos con el resto de la gente del Movimiento y éstos con nosotros. Era un pasar página a algo que jamás se debió insinuar por parte de nadie.
Lo que estropeó aquel clima de optimismo con el que salí de la iglesia no fue por culpa ni en referencia a Manuel ni a mis diferencias con él, dado que éste se desentendió de mí, al menos mantuvo las distancias y una cierta frialdad conmigo; entendió que mi interés y atención se centraban en mis amigas o que quizás tuviera mis planes de los que él se sentía excluido desde el principio. Lo que sucedió es que alguien, sorprendido por mi presencia en el retiro quiso conocer mis motivos. Lo planteó dentro de ese buen ambiente y sin intención de que sus palabras resultasen una ofensa. Me hizo la típica pregunta que se le hacía a aquellos que no eran de la ciudad y cuya presencia en los retiros destacaba por su frecuencia. Esa pregunta, en este caso, fue referente a la posibilidad de que tuviera novio en la ciudad, entre los chicos del Movimiento, lo que en algunos era lo acertado, el retiro era una excusa más para que los novios se vieran y ese amor no quedase escondido. Por supuesto no era mi caso y tras mi noviazgo con Carlos, yo era más partidaria de que esas citas se produjesen en mi ciudad, que mi relación fuese con alguien más cercano a mi ambiente y que no fueran encuentros tan ocasionales.
Sin que aquella pregunta me molestase, lo cierto es que me incómodo, lo entendí más como una acusación y no tanto como que se destacase una virtud o mi mayor implicación con las actividades del Movimiento. De algún modo avivó mis dudas y supongo que la de quienes escucharon aquella conversación, como si no fuera tan sencillo que hubiera una explicación más lógica a mi asistencia al retiro, como la ocasión de reunirme con las amigas o que sirviera de enlace entre la gente de Toledo y la de mi parroquia, aparte que en lo que iba de curso tampoco había ninguna razón para que nadie pensara que yo tenía pareja, porque tampoco se me había visto con ningún chico, ni tan siquiera mis discrepancias con Manuel tenían esa interpretación subjetiva, cuando era al primero a quien había dejado claro que mi interés por él no iba más allá de mi relación con el Movimiento y la necesidad de que sus sentimientos por mí quedasen en el olvido para que no nos perjudicasen a ninguno. Algunos de los presentes sabían cómo había sido mi trato con Carlos y era evidente que no mantenía esa complicidad con ningún otro ni tampoco la buscaba.
En vista del panorama, y como tampoco me apetecía que el día se estropeara más, consideré que era mejor que me marchara a casa, me esperaban dos horas de coche por delante y no ganaba nada, si me quedaba allí hasta el día siguiente. Era preferible que me tomase el domingo como día de descanso, sobre todo para que reflexionara respecto a mis planteamientos y valorase la conveniencia de acudir a los retiros, que recapacitara sobre sí me merecía la pena a nivel personal que el coste del trato con las amigas conllevara aquella tensión con los demás, cuando en mi parroquia mi implicación ya me comprometía bastante, aparte que los viajes en coche repercutían en mi estado de ánimo y en mi salud, por el agotamiento. Lo cierto es que estaba casi convencida de que tardaría algún tiempo en volver a los retiros. Quizá, si me lo pensaba mucho, acudiera al de junio, por ser el más relevante de todo el curso o, en todo caso, mi próxima actividad no sería hasta la Pascua, en el mes de abril.