Sábado, 14 de diciembre, 2002
Por cuestiones de salud y trabajo, aparte de que tampoco encontré a nadie del grupo que se animara, falté al retiro de noviembre. Incluso a mis padres les pareció un poco imprudente que mi objetivo fuera no faltar. Al final las circunstancias les dieron la razón, pero me quedé con un mal sabor de boca, con un pequeño remordimiento, aunque comprendiera que los demás tenían razón. No tenía demasiado sentido que hiciera un viaje tan largo todos los meses. Sin embargo, para mí era un modo de evadirme de los problemas. Reconocía que la asistencia a los retiros era algo que me llenaba de vitalidad, que al menos ese año le encontraba un mayor sentido, como si quisiera dejar atrás el pasado y me sintiera un poco más adulta y responsable con mi vida. Como alguno me llegó a insinuar, aquella actitud eran los restos que aún me quedaban del verano, porque la verdad es que tampoco estaba menos parada en mi implicación con las actividades de la parroquia ni del grupo. Supongo que no quería que las buenas expectativas de Carlos con respecto a su vida fueran un motivo para que me cohibiera, más cuando lo único que conseguía era que mis circunstancias personales no me encerraran en casa.
Cuando llegó la fecha del retiro de diciembre, me encontré con que la gente del grupo estaba ocupada y poco dispuesta a emprender el viaje, ni el sábado ni todo el fin de semana, para que no se hiciera tan pesado, mientras que por parte de mis amigas de Toledo la postura era muy diferente, insistentes en que no me lo pensara demasiado y acudiera porque no me faltaría de nada durante mi estancia. Si de ellas hubiera dependido, habría tenido alojamiento para toda la semana e incluso hasta final de año, oferta que no se planteó y que hubiera rehusado desde un primer momento porque no era muy prudente que abusara de su amistad ni de la hospitalidad, ni aún en el caso de que quisieran que correspondiera de igual modo, cuando en mi casa mi madre nunca ha sido muy partidaria del acogimiento de los amigos y tampoco le pondría en ese compromiso, si no había motivo para ello. El caso es que ante la falta de un compañero de viaje, y a pesar de los recelos que mi madre tuviera contra mi osadía, me animé a ir por mi cuenta, confiada y segura de que no habría ningún problema porque me encontraba en buen estado de salud y la idea de ese viaje me ilusionaba lo bastante como para que no me retuvieran en casa, salvo que no quedara otro remedio. Tal circunstancia no se planteó y llevé mis planes a delante.
Cuando llegué a la iglesia el retiro ya había empezado, estaban en la primera meditación y ya había bastante gente. Entré junto con los rezagados, por lo que tal vez mi llegada pasara más inadvertida, como si fuese una más dentro de ese grupo. En un primer vistazo localicé a mis amigas y fue un alivio descubrir que había sitio en el banco, que no me quedaría aislada ni obligaría a que éstas se movieran. En realidad, me hubiera dado igual un sitio u otro, pero mis preferencias estaban más o menos definidas. Como ellas ya sabían que iría al retiro no les sorprendió mi llegada, pero se alegraron cuando vieron que me sentaba con ellas. Resultaba un motivo de alegría que hubiera hecho sola el viaje, casi era una heroicidad, para mi madre la estupidez de una hija que no tiene dos dedos de frente y no entra en razón, pero esta reflexión para mis amigas era lo de menos. Quizá lo único que convenció a mi madre de lo sensato de mi hazaña fue mi compromiso de regresar el domingo, en realidad era la excusa perfecta para que el día no terminara demasiado pronto. Por la mañana el retiro y por la tarde de fiesta con las amigas, para recuperar la complicidad del campamento y de los últimos meses, sin que la distancia fuese un obstáculo.
Durante la comida, unos y otros me preguntaron por la gente de mi grupo, no tanto para que justificase que no me hubieran acompañado como la curiosidad por saber cómo se encontraba cada uno, dado que se consideró que estaba allí en representación de todos. De igual modo que traía saludos de su parte, me los llevaría para ellos, aparte de las cartas del mes y todo lo que se considerase. Tampoco me había presentado en el retiro con las manos vacías, traía una invitación para quien la quisiera, la posibilidad de que se apuntaran a las convivencias que mi parroquia organizaba en Navidad, en caso de que el Movimiento, como tal, no hubiera previsto nada o hubiera quien buscase una alternativa. Estaba casi convencida de que alguien me tomaría la palabra y se apuntaría. Ya había escuchado algún comentario con respecto a que el Movimiento organizase alguna convivencia en la Casa de Ejercicios a la que acudiese la gente de la zona y quien quisiera. La invitación que yo traía era por parte de mi parroquia, pero se hacía extensiva a todo el mundo, limitado a la capacidad de alojamiento del edificio.
Como es costumbre en el retiro de diciembre, aquel año también se repartieron papeletas para la rifa, como excusa para recaudar fondos para los gastos del Movimiento, como una excusa más para compartir entre todos, porque, según me explicaron, la gracia de la rifa residía en eso y no tanto en los premios, sobre lo que destacaba un jamón. Me contaron que hubo un tiempo en que toda la cesta era para un único afortunado, pero que ya llevaban varios años con un mayor reparto, aunque lo menos relevante era el valor material o la utilidad de los objetos, en cualquier caso se procuraba que fuera del agrado de todos y en un ambiente distendido. El precio de las papeletas era de 50 céntimos y dependía de la generosidad y del bolsillo de cada cual las que se compraran. En mi caso, y sin muchas esperanzas en que la suerte me sonriera, me gasté 15 euros.
Para la distribución de la reunión por grupos, para que ésta fuese al azar, nos mezclásemos todos y no hubiera demasiado amiguismo por parte de unos y otros, se optó por la costumbre de numerarse, lo que para todos suponía que se estaría con gente distinta a la del grupo de comida, lo que tampoco suponía mayor problema, salvo por la sorpresa e incertidumbre que conllevaba que se juntase la gente y descubrir quiénes formaban cada grupo, aparte de que algún que otro despistado se fuera con el grupo menos numeroso o por la preferencia por cierta persona. A mí me dio un poco de pena la separación de mis amigas, pero me lo planteé con optimismo, porque sería durante un rato que pasaría en un abrir y cerrar de ojos con poco que la reunión se animara, que la gente hablase. Aquello era como la reunión semanal con el grupo de cada uno, pero con la diferencia de que estábamos mezclados y en un ambiente más distendido, comparable a las reuniones de grupo de los campamentos o de otras actividades de ese estilo.
Aproveché aquel desbarajuste inicial, mientras se formaban los grupos y fui al servicio, segura de que ello no me ocasionaría mayor problema, una vez que sabía en dónde se reuniría el grupo 3. Mi sorpresa fue mayúscula cuando acudí al salón y me encontré con Manuel, a quien había ignorado a lo largo de toda la mañana y ni tan siquiera me había preocupado por si estaba allí, aunque estaba casi segura de que sí. No es que me hubiera forzado en pasar de él, pero había tenido otras preocupaciones en la cabeza. Él tampoco había sobresalido demasiado dentro del grupo, mi atención había estado en la conversación con mis amigas. Me di cuenta de que después de todo lo habido entre los dos era la primera vez que coincidíamos en un grupo, en algo organizado por el Movimiento, el hecho en sí era toda una novedad y un motivo de inquietud por parte de los dos. Hasta entonces no habíamos compartido ese tipo de confidencias ni vivencias, por lo cual me sentí un poco cohibida. Mi empeño porque hubiera una cierta distancia entre los dos se desvanecía porque no había estado atenta, sin que por ello pensara que él hubiera sido más astuto que yo, aunque lo pareciera en ese caso.
Como la reunión se centró en cómo pasaría cada uno la Navidad, cuando me llegó el turno, porque la verdad es que los demás no parecían muy animados a compartir ni parecía que tuvieran nada nuevo que aportar, superé mis reparos iniciales y les conté los planes y todo lo que se preparaba en mi parroquia por esas fechas. No hablé sin más porque estaba implicada en esas cuestiones de una manera más o menos directa, sobre todo ilusionada con que los jóvenes del barrio entendieran el verdadero sentido de esos días y no lo vivieran sólo como unas vacaciones más o una excusa para el intercambio de regalos. Por supuesto, en ningún momento me atribuí el mérito, porque como tal no tenía ninguno, pero quise que comprendieran que aquel año la Navidad se viviría de una manera especial, en la que se implicara a cuanta más gente mejor. Mientras hablaba comprendí que quizá hubiera quien pensara que estaba tan comprometida con los preparativos porque no tenía otros compromisos, pero mi ventaja estaba en que las circunstancias me eran más favorables. Es más, les comenté que me había apuntado a la convivencia y ello me tendría apartada de la vida de la parroquia como tal varios días, de tal manera que mi aportación quedaría un tanto diluida, que era justo lo que esperaba.
Manuel no aportó nada a la reunión. Como había sucedido con el campamento y, por lo que sabía de su participación en las actividades del Movimiento, no me pareció que planeara nada especial ni con su grupo ni por su cuenta, que aquella sería una Navidad más en familia, lo cual me resultó un poco triste, aunque temí que él pensara justo lo contrario de mí, que estaría tan implicada en esas actividades que encontraría poco tiempo para la familia. Sin embargo, en mi caso y en mi casa desde hacía algún tiempo no había mucho ambiente ni ánimo para muchas celebraciones. Mi hermano José casado y más comprometido con la familia de su mujer; mi hermana desaparecida por discrepancias con nuestros padres y yo sin cuerpo para muchas alegrías tras mi ruptura con Carlos y la sensación de que ese tipo de decisiones favorecían poco el buen entendimiento en casa. Para vivir y disfrutar de las fiestas era mejor el ambiente fuera, con los amigos.
Una vez finalizada la misa, en uno de los salones de la iglesia se procedió a la rifa y desde el primer momento la expectación estuvo en el jamón, en que éste se sorteara, pero primero se hizo con el resto, lo que justificó las ilusiones de unos, las desilusiones de otros y la incredulidad del afortunado que había llegado al retiro con las manos vacías y se volvería a casa con una tableta de turrón, un chorizo o un cubo de fregona. Para mí cualquiera de esas expectativas me creaba un problema, dado que esa noche me quedaba en la ciudad y aquellos regalos estarían todo un día de un lado para otro. En cualquier caso, no me hacía menos ilusión la posibilidad de que a mi madre se le pasara el susto de mi marcha, si a la vuelta le llevaba el jamón o cualquier cosa, la intención sería lo que tendría en cuenta más que el detalle.
El jamón se premió con el número 05432, de mis treinta papeletas y trescientos números, el que más se aproximaba fue el 05149. Sin embargo, me alegré tanto como aquel que tenía el número y me sentí compensada porque no se trataba de Manuel y, en cierto modo, las penas compartidas son menos dolorosas. Lo que me llamó la atención fuera que él tan solo llevaba cinco o seis papeletas, aunque hasta casi el último momento, antes del inicio de la rifa, se había dicho que aún quedaban papeletas sin vender y la expectativa era que se vendieran todas. Lo cierto es que me pareció que estaba poco confiado en que aquella tarde le sonriera la suerte. Es más, me planteé que quizá se considerase tan humilde que se conformaba con cualquier pequeño acontecimiento que hubiera en su vida y no tanto el hecho de que se pusiera de manifiesto su situación económica poco destacable. En cualquier caso, los dos terminamos la rifa con las papeletas en las manos y sin ningún premio que llevarnos a casa.
Tras la rifa, si mi intención no hubiera sido quedarme, hubiese tardado poco en despedirme de las amigas y cogido el coche, pero aquella tarde no tenía ninguna prisa ni a donde ir por mi cuenta, de manera que dependía de lo que hicieran mis amigas y éstas se quedaron allí, en la entrada, aprovecharon hasta el último momento antes de que se plantease una alternativa. Lo cierto es que, como en ocasiones anteriores, siempre había alguien con quien no hubiera hablado o quien tuviera algo que comentar, por si me daban algún mensaje para la gente de mi parroquia o en aquella ocasión demostraban interés por la convivencia de Navidad, dado que la invitación era para todo el mundo, pero limitado a la capacidad de alojamiento de la Casa de Ejercicios y a que ya había bastante gente apuntada, pero aún se admitía a algunos más. De hecho, durante el retiro ya eran varios los que se habían mostrado interesados y se me planteaba la duda de que tal vez no hubiera sitio para todos y alguno se frustrara, pero se agradecía el interés.
Fue uno de los chicos quien se quejó del frío y propuso que nos fuéramos a algún sitio. Quedábamos un grupo pequeño y se presuponía que, como tal, cabríamos en cualquier bar sin problemas. Ante esa llamada de atención, me fijé en quiénes quedábamos allí, y para mi sorpresa, Manuel se encontraba entre éstos, lo cual me resultó un tanto extraño. De hecho, tampoco demostró demasiado interés en irse una vez que se hizo aquella sugerencia, porque con ello concluía la reunión en la calle y quienes quedábamos nos moveríamos más como un grupo de amigos que como si fuera una actividad añadida al retiro. En realidad era una excusa para que la despedida se alargase y, en cierto modo, creo que por mí, ya que todas mis amigas querían hacerme compañía, pero tan solo una de ellas me había ofrecido alojamiento en su casa. Era demasiado pronto para que nos dispersáramos, aparte de que nuestra reunión se alargaría hasta que las costumbres o las fuerzas lo permitieran. La cuestión es que la actitud de Manuel me dejó un poco inquieta, como si su presencia allí no se debiera tanto a la relación con el grupo como al hecho de que yo me encontrase entre ellos. Por prudencia me hice la indiferente, no se pensara que ello me afectaba.
El momento más tenso de aquella tarde fue a raíz de un inoportuno comentario, de una observación inocente por parte de uno de los chicos, porque mientras nosotras conversábamos sobre temas de chicas, ellos hacían lo propio, sin que como tal hubiera un distanciamiento ni una separación, pero mis amigas estaban más interesadas en que nuestra conversación fuese más distendida y destacase el hecho de que me hubiera quedado tras el retiro. Creo que a los chicos también les llamó la atención esta circunstancia y divagaban sobre mis motivos, sin que ninguno tuviera mucha idea al respecto. El comentario se refirió a la posibilidad de que tal vez me buscase pareja, dado que en mi ciudad no la había encontrado. En realidad, la conversación derivó en la paridad del grupo y en que a cada chico le correspondía una chica, sin que hubiera nadie sin pareja. No fue una ocurrencia humillante, más bien, simpática y dentro de ese clima de amistad, porque al igual que ellos se atribuían una posible novia entre nosotras, les correspondimos sin que los emparejamientos por su parte o la nuestra coincidieran en todos los casos. La coincidencia más destacable se refirió a Manuel y a mí.
Mis amigas ya sabían algo de lo habido entre Manuel y yo no era un tema que les hubiera ocultado porque a principio de curso me había sentido afectada por ello y suponía que los chicos tampoco eran ajenos a esa cuestión, en particular él. El caso es que cuando los chicos plantearon que tal vez Manuel y yo formásemos una buena pareja, mis amigas y yo no nos quedamos calladas, se pusieron los mismos reparos que con el resto. Mi interés en que esa cuestión quedase clara estuvo en que Manuel no entendiera en ello un motivo para reavivar cuestiones que habían quedado en el olvido. Como tal no se inició ningún debate, tan solo se desmintió esa posibilidad, aunque por parte de mis amigas a alguna se le escapase una sonrisa sin mala intención y a mí me dejase un poco helada, hasta el punto de que no me cohibí y propuse otra pareja para mí, a uno de los chicos de quien sabía ya tenía novia y no entendería mi alusión como algo distinto. Todos sabían que había salido de una relación y, en consecuencia, me sentía algo dolida cuando se aludía a ello.
Cuando miré a Manuel, con la esperanza de que ello bastase para que me confirmara que había entendido que aquello no era más que una broma, un reflejo del buen entendimiento y complicidad entre todos, me sentí observada, como si él se hubiera refugiado en su silencio y en su cabeza aflorasen pensamientos y sentimientos que poco o nada coincidían con la realidad, como si de nuevo se avivara ese flechazo que yo no sentía ni compartía. Había demasiados motivos para que entendiera que esa historia no tenía ninguna lógica. Lo cierto es que no sé si me molestó más que se aludiera a nosotros como pareja o el hecho de que se produjese aquel cruce de miradas, como si de pronto sintiera la necesidad de que hubiera un cierto grado de complicidad entre los dos, como lo había tenido con Carlos, en que nos bastaba una mirada para entendernos. Era un momento que desde el principio evitaba con Manuel, pero aquella tarde me sentía impulsada a ello, a que de su mirada saliera la confirmación de que lo nuestro estaba olvidado, pero me encontré con lo contrario, un sentimiento reprimido, que no acallaba, como si me prefiriera como un amor platónico antes que darse por vencido y poner sus miras en otra chica.
Cuando aquella noche, en casa de mi amiga, comenté con ésta lo sucedido con Manuel, ésta tampoco me dio una respuesta clara. Ella no tenía constancia de que éste hubiera comentado nada sobre mí en los meses anteriores, pero tampoco éste era alguien que se contase entre los chicos con quienes tenía más trato. De hecho, me confirmó que Manuel era un chico que iba por libre, que se juntaba con la gente sólo cuando se le convocaba y en muy contadas ocasiones cuando se organizaba algo en plan de amigos. También destacó su sorpresa de que éste se hubiera quedado tras el retiro, lo que a las dos nos llevó a la conclusión de que había encontrado en mí la excusa, posibilidad ésta que no contaba con mi agrado. Sin embargo, hubiera sido poco correcto que le hubiéramos pedido que se fuera. Tan indiscretas no somos y ello hubiera dado pie a que destacasen en exceso mis discrepancias y recelos hacia él.
Cuando regresé a casa, tras una ducha, cogí un par de folios con intención de que Manuel supiera lo que pensaba y no se obsesionase conmigo, por si con la primera carta no hubiera bastado. Reconozco que estaba algo nerviosa y de nuevo me sentía perjudicada por toda aquella historia. Tampoco es que fueran palabras de desesperación ni de desahogo; intenté ser seria, pero firme a la vez, darle mil y una razones para que me olvidase sin que ello implicase que ninguno se distanciara del Movimiento, pero no me quería sentir culpable por ello, ni que él lo fuera por mí causa. Además, le planteé todas las objeciones posibles a ese hipotético noviazgo entre nosotros, sin que hubiera en esa historia nada que lo hiciera viable, ya que por supuesto no habría un cambio de parecer ni de sentimientos por mi parte. Si mi historia con Carlos se había terminado, a pesar de que no vivíamos tan lejos el uno del otro, en su caso las distancias eran mayores.

Cuando cerré el sobre me quedé con la sensación de que hubiera necesitado de un tercer folio, pero me pareció que tampoco había motivo para que dijese nada más cuando aquella carta suponía un distanciamiento definitivo entre los dos. Después de esto confiaba en que Manuel guardase las distancias conmigo, sin que se rompiera nuestra relación dentro del Movimiento.
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