Ana. Silencio en tus labios (1)*2

Quien llamaba me confirmó que, debido a un despiste de última hora, a una falta de entendimiento por parte de unos y otros, se habían olvidado de mí y creado la expectativa de que acudiría por mi cuenta al punto de encuentro, sin que mi aclaración supusiera un motivo de alivio, dado que seguía donde me habían dejado y con las ideas algo confusas con respecto a cómo se llegaba hasta ese sitio. Me sentía perdida, aunque, como me dijeron, tampoco me encontraría con demasiadas dificultades, ya que no estaba tan lejos y en caso de apuro me darían las indicaciones que necesitara por medio del teléfono, a pesar de que salir a mi encuentro resultaba descartado porque el problema se agravaría, en caso de que no nos cruzásemos. Cuando me preguntaron si estaba con alguien que me hiciera de guía, al principio no supe qué responderles, ya que ignoraba si Manuel se mostraría muy dispuesto a ello, pero en aquellos momentos se convertía en mi única opción y, en cierto modo, me sentía obligada a agradecerle la compañía y que aguantase aquel rollo, a pesar de que dicha gratitud incluyese aquella trampa, que pusiera en práctica todo cuanto le había recomendado y empezase ese cambio de actitud con mi rescate.

Se lo propuse con toda cordialidad y normalidad, como si se lo hubiera pedido a cualquier otro amigo de confianza. Creo que saqué mi faceta de víctima desamparada en contraste con la impresión de seriedad demostrada cinco minutos antes. Aludí al hecho de que no estaba segura de dónde era el sitio y no tanto al hecho de que me asustara que fuera sola, dado que aquella avenida parecía bastante concurrida y, por las indicaciones que me habían dado por teléfono, el restaurante se encontraba bastante cerca, sin que aquel se considerase un barrio peligroso. Incluso se lo pedí casi como una invitación a que me acompañara y no se limitara a dejarme delante de la puerta. El hecho de que le vieran conmigo sumaría muchos puntos a su favor y desmentiría esa impresión equivocada que la gente se hubiera creado de él. Es más, después de los problemas surgidos entre nosotros, que nos vieran juntos dejaría patente que aquello ya estaba superado y sin secuelas por parte de ninguno. Ya no sería Manuel el chico torpe o solitario del grupo, sino un chico más. Ganaría en autoestima y quizá la siguiente vez que se diera un paseo con una chica esta correspondiera a sus sentimientos o no temiera que estos aflorasen.

Su excusa para rehusar mi petición me dejó de piedra por inesperada, por el hecho de que me rechazase cuando le daba la oportunidad de que diéramos juntos aquel paseo, cuando quizá lo lógico, desde su punto de vista, hubiera sido que me mostrase más reacia y recelosa ante esa posibilidad. Aludió a mi supuesto novio y a lo que éste supondría cuando nos viera juntos, aparte de la impresión y el precedente que ello causaría para los demás, quienes hasta entonces tan solo habían oído habladurías sobre nuestras diferencias que se contradecían con las evidencias. Por lo que entendí, suponía que aquel paseo se interpretaría peor que lo sucedido en el Encuentro Diocesano y demás tropiezos habidos en los retiros posteriores. Casi me daba a entender que después de aquel paseo él no estaba muy seguro de que no pensaran que hubiera algo más entre nosotros y prefería que esa situación no se presentara porque la relación entre nosotros ya estaba bastante tensa.

Ante tales excusas, le advertí que no tenía ningún reparo en mandarle a hacer gárgaras por la cantidad de estupideces que se inventaba. La verdad es que consiguió que me sintiera ofendida por el mal concepto que se había creado de mí, por ese juicio de valor para el que no tenía argumentos porque no me conocía lo suficiente. ¡Estaba en Toledo porque había ido al retiro invitada por mis amigas y él no era quién para que le diera explicaciones ni de mi vida social ni de mis posibles amores, que le dejé bien claro que no tenía! Para que se le bajasen esos humos de grandeza o de tontería que de pronto le habían salido, le dije que hablaba con todos los chicos del Movimiento y con otros que no lo eran, por lo que él no era el único y por supuesto tampoco estaba peleada ni me sentía enamorada con ninguno. Creo que mi respuesta y reacción le dejó tan cohibido que ya no encontró motivos para no acompañarme, porque entendió que lo hubiera perdido todo y deseaba una buena relación de amistad y fraternidad conmigo, como la tenía con todo el mundo o se le suponía.

El paseo hasta el restaurante chino no duró más de quince o veinte minutos de auténtico silencio por parte de los dos. Él no parecía muy animado a darme conversación porque su silencio era la manera en que expresaba su malestar ante mis presiones y lo comprometido de la situación, mientras que por mi parte tampoco me sentía con ánimo para que habláramos después de las excusas que me había dado. Quien nos viera pensaría que éramos dos extraños que coincidían en el sentido de sus pasos, porque lo demás destacaba por su ausencia. Hubo un momento en que pensé que casi hubiera sido mejor que le hubiera dejado que se marchara, que me dejara sola y ya encontraría el restaurante cómo pudiera. Sin embargo, no estaba dispuesta a que de nuevo surgieran discrepancias entre nosotros por otra tontería. Confiaba en que antes o después nos reiríamos de todo aquello. En cierto modo, aquella situación era comparable a mis peleas y los desencuentros de pareja con Carlos, con la diferencia que de aquel me había sentido enamorada y mis sentimientos hacia Manuel resultaban mucho más confusos. Me dolía más la expectativa de que aquello fuera otra pesadilla que el hecho de perderle de mi vista.

Cuando llegamos, dejó que pasara yo delante. Supuso que sabría quién nos esperaba y se quitó protagonismo, aunque descartase la huida, porque hubiera sido más humillante que aquel encuentro con la gente, ya que no le esperaban. Incluso es posible que la situación le acobardara ante la impresión que causaba que entrásemos juntos. A mí también me preocupaba esa primera impresión después de los rumores que había escuchado aquella mañana y no me hacía ninguna gracia que se pensaran que entre Manuel y yo hubiera algo, aunque quizá aquella fuera la ocasión perfecta para desmentirlo y que nadie pensara en nosotros como una nueva pareja dentro del Movimiento. Yo me sentía muy a gusto y libre en mi casa, con dos horas de viaje en coche entre una ciudad y otra, por lo cual en principio no había motivos para que cambiara de parecer, aunque tal vez, después de los acontecimientos de la última hora, cupiera la opción de que no estuviera tan segura de esa convicción. El hecho de que recordase mis peleas con Carlos, que se reavivarán en mí aquellos sentimientos, no me dejaba indiferente, pero, por otro lado, esa posibilidad me resultaba demasiado remota.

Las dos sillas que quedaban libres en aquella larga mesa preparada para veinte personas se encontraban juntas, en una zona intermedia, entre mis amigas y otra gente del grupo, por lo cual tampoco se nos dejaba mucha elección sobre dónde sentarnos y hacia allí nos dirigimos con paso decidido y toda tranquilidad, aunque supongo que Manuel también sintió sobre sí las mismas miradas de atención y de sorpresa que yo, por lo que no tuvo nada de particular que les asaltasen las dudas y alguno encontrase valor para hacernos la oportuna pregunta al respecto, sobre si éramos novios, por lo que, en tal caso, no desentonaríamos porque no seríamos la única pareja del grupo, tan solo la novedad del momento. Yo no contesté, pero Manuel no se cohibió, como si sintiera la necesidad de justificar su presencia allí y que nadie le relacionase conmigo, aunque admitió que me hacía compañía después de que todo el mundo me hubiera dejado sola en la iglesia. No aludió a nuestra conversación ni al hecho de que hasta nuestra entrada en el restaurante el trato entre nosotros había sido tan frío que aquella tarde de febrero resultaba cálida.

Como la cena era por parejas o tríos, para compartir gastos, dada la abundancia de la comida y que a esas horas no teníamos tanto apetito, aunque mi atención y conversación se centrase en mis amigas, no puse reparo en que Manuel y yo compartiéramos, sin que ello significase que él invitara, tan solo que pediríamos lo mismo para los dos y cada cual pagaría su parte cuando llegase la cuenta. La verdad es que, aclarada la cuestión de la comida, me desentendí de él, como si no estuviera allí. No me sentía con ánimos para que acaparase mi atención, cuando necesitaba de la complicidad de mis amigas, intrigadas porque les explicase los últimos acontecimientos de mi vida y que me pusiera al corriente de los suyos. Quizá, si hubiéramos estado en un ambiente un poco más privado, sin la presencia de oídos demasiado cotillas, me hubiera sincerado más, hubiera compartido confidencias con éstas, pero la proximidad y presencia de Manuel era motivo para que midiera mis palabras y me cohibiera. De hecho, era tal el estado de ánimo en que me encontraba que en algún momento me olvidé de dónde estaba y confundí a Manuel con Carlos, aunque por suerte no creo que éste se diera cuenta porque rectificaba a tiempo.

Manuel estaba allí, en mitad del grupo, tan pendiente de la conversación que tenía a un lado y al otro como en frente. Alguna vez que miré de reojo le encontré pensativo, como si analizara la situación, se encerrase en sus propios pensamientos y buscase la manera de integrarse en el grupo, cuando hubiera bastado que se centrara en una de las conversaciones y de vez en cuando participara. Incluso en alguna ocasión tuve la impresión de que las miradas de la gente se dirigían hacia nosotros, como si no se hubieran creído las explicaciones de Manuel y supusieran que habíamos evitado sincerarnos porque aún eran los comienzos de ese supuesto noviazgo que se nos atribuía y era mejor que no nos precipitásemos con las noticias. Por la expresión de algunos se deducía que no todo el mundo se mostraba muy en desacuerdo ante esa posibilidad, mientras que otros no salían de su asombro e incredulidad. Entre mis amigas también descubrí alguna que otra mirada de complicidad y aprobación, sin que mi cara se mostrase muy clara en uno u otro sentido, aunque fuera más partidaria del desmentido tajante. Sin embargo, si hubiera tenido que escoger a alguno de los chicos como pareja para aquella cena, sentía que no tenía prisa por un cambio.

Casi al final de la cena, la gente empezó a comentar lo que haría después, unos dijeron que se marchaban a casa porque era tarde y otros que continuaríamos con la diversión porque aún era pronto y el cuerpo aguantaba. Manuel fue de los primeros que se contó entre los vencidos por el cansancio y, aunque fuera cierto, me pareció que lo consideró una oportunidad para que no le retuviera más tiempo o para que su presencia no fuese razón para que yo me incomodara, dado que me marcharía con mis amigas. Aquello volvió a provocar que me acordase de Carlos, de las veces en que había sido yo quien me había marchado a casa y le había dejado solo con la diversión; otra de las muchas razones por las que aquel noviazgo se había quedado en nada. Aquella noche, ante aquella separación, más que remordimientos por el pasado, me sentí abandonada, impotente, que, si me hubiera dado ocasión, le hubiera pedido que se quedara conmigo, pero no quise que se sintiera presionado; no me pareció prudente aquel impulso. Retenerle a mi lado hubiera sido como si admitiera que no era una chica tan fría ni insensible como me había mostrado aquella tarde o en mi carta de Navidad. Hubiera sido una declaración de amor para la que nadie me había preguntado y tampoco tenía una respuesta.

Salí con él, seguida de mis amigas, fue algo que no pensé, pero estaba confusa. Eran demasiados pensamientos y sentimientos los que se cruzaban por mi cabeza, muchas disyuntivas e incoherencias. No quería que se marchase sin más. Necesitaba un último momento de complicidad entre los dos, algo que diera sentido a todo lo ocurrido entre nosotros, a aquel cúmulo de acontecimientos, aunque no esperase un arranque de romanticismo ni nada por el estilo, pero al menos algo que justificase mi regreso a Toledo en el siguiente retiro o me retuviera en mi casa, a pesar de la insistencia de mis amigas en que mi encierro carecería de sentido. Por absurdo que aquello me pareciera, hacía que todo dependiera del comportamiento de Manuel, que, si el día antes había ido con la idea de que huiría espantada, aquella noche mis sensaciones parecían en sentido contrario. No tenía la impresión de que me hubiera enamorado o superado mis recelos a esa posibilidad, tan solo que algo había cambiado entre nosotros y era para mejor; quizá tan solo la satisfacción personal de haber contribuido a que él se integrase más en el grupo y la necesidad de que aquel primer paso no se quedara en nada. Sin embargo, tampoco me parecía correcto que me implicase en su vida, ni aunque ello fuera un motivo para que me interesase por él.

Antes de la dispersión uno de los chicos me repitió la pregunta sobre mi relación con Manuel, como si esperase que todos oyeran la respuesta de mis labios y confirmase lo que éste ya les había dicho, como si no tuviera la misma credibilidad que yo, a pesar de que se hubiera contradicho con versiones anteriores. Lo fácil hubiera sido una negativa. Sin embargo, no respondí, no me pareció prudente. Tan solo fijé mis ojos en Manuel, como si esperase que éste respondiera por los dos y me salvara de aquella situación comprometida, pero no se dio por aludido, aunque se diera cuenta de ese cruce de miradas, que era consciente de que tenía puesto sus ojos y atención en mí, como si necesitara un último recuerdo antes de la despedida o quizás que ésta fuese un poco más cálida que en ocasiones anteriores, a pesar de que por mi parte lo descartaba. Tampoco es que su actitud provocase que me sintiera indefensa ante las insinuaciones de los demás o agredida por sus miradas, pero no encontré el apoyo que necesitaba en aquellos momentos. En todo caso, fue un alivio que él tampoco respondiera a esa pregunta y con ello evitó suspicacias innecesarias.

Cuando se marchó se despidió con un adiós en general y yo le respondí con un sentido “hasta luego”. Me salió tan natural que en aquellos momentos no hubiera negado el hecho de que esperaba que nos viéramos de nuevo y a no tardar mucho. Algo bueno había surgido entre los dos, que entonces no supe explicar y para lo que tampoco encontraba mucho sentido. Fue la pena e impotencia por la separación y tal vez el remordimiento por todo lo que habíamos hablado aquella tarde y que, en realidad, le había dicho más con la cabeza que con el corazón. Tampoco es que considerase que me rendía a sus encantos ni pretensiones, porque, como le había dicho, había demasiados inconvenientes para que aquello se planteara en serio, a parte que tampoco me consideraba en condiciones de iniciar una nueva relación con nadie porque me sentía limitada por mis problemas de salud, por esas cuestiones que no comentaba con todo el mundo porque lo consideraba una cuestión privada, quería que se me considerase por mí y no por mis circunstancias, que nadie se sintiera obligado conmigo.