La mirada del Cristo

Leyendas de Toledo. La mirada del Cristo


Por Juan Luis Alonso

Como sabéis las leyendas se han transmitido tradicionalmente de forma oral, de padres a hijos, lo que ha permitido que en la ciudad de Toledo se conserven cientos de ellas (en “Rutas de Toledo” tenemos registradas ya más de 300 leyendas sólo en la ciudad de Toledo). A continuación compartimos la leyenda que Juan Álvarez nos ha hecho llegar (gracias), sin que olvidemos recomendaros que la mejor forma de escuchar estas leyendas es en las ubicaciones originales en las que sucedieron en las calles de Toledo, que todavía existen pues Toledo prácticamente no cambia.

En muchos rincones de Toledo encontraréis cruces de madera… Como cualquier callejón, monumento, -incluso algunos dicen que- cada piedra, tiene su leyenda en esta ciudad. La nueva que hoy presentamos narra por qué estas cruces, en su mayoría, no tienen un Cristo:

Iglesia de San Miguel

La noche se me hizo eterna (y eso que en verano duran poco). Las primeras historias que había estado leyendo aquella noche eran de Cristos… “El Cristo de la calavera”, “El Cristo de las cuchilladas “ (cuando acababa de empezar “El Cristo de las aguas” me quedé dormido) así que, al despertarme, dí un salto desde la cama y, recuerdo, ir gritando el nombre de mi abuelo por toda la casa.

– Vaya, ya se ha despertado el dormiloncete.
– Sí abuelo. Venga, vámonos…

– Tranquilo, primero vas a desayunar un poco para coger fuerzas, la mañana va a ser muy larga hasta la hora de comer. Por cierto, ¿qué estuviste leyendo anoche?
– ¡Uy, abuelo! Una leyenda muy bonita de unos espadachines que van a batirse en duelo a la luz de una vela que iluminaba un Cristo y que, cada vez que golpeaban sus espadas, la vela se apagaba….

– ¡Ah! ya, El Cristo de la Calavera de Gustavo Adolfo Bécquer
– Y otra historia –esta vez fui yo quien interrumpió a mi abuelo- tambien de duelos, espadachines y un muro de una iglesia que se abre. ¡Ah! ¿y que estaba escrito en verso!

– Muy bien Juanito, El Cristo de las cuchilladas en la versión de Federico de Mendizábal. ¿Qué te parece si esta primera historia de hoy, también va de cristos?
– Pues me parece estupendo, abuelito. Ya he desayunado. Salgamos a la calle en busca de aventuras.

Comenzamos a andar por las calles de Toledo que, ¡gracias a Dios por su estrechez! nos permitían caminar a gusto entre las sombras de sus antiguas casas, mansiones, iglesias, conventos…, el día se aventuraba francamente caluroso.

– ¿Te has dado cuenta, Juanito, que en las paredes de muchas calles de Toledo, hay cruces de madera?
– Si, abuelo.

Cruz en la calle, Toledo

– Estas cruces suelen estar en la parte exterior de los ábsides de algunas iglesias o de algún convento para recordarnos que, detrás de esos muros, hay un lugar sagrado, casi siempre un altar o una capilla dedicada al santísimo, otras cruces están colocadas en lugares donde se supone hubo algún hecho milagroso…, pero bueno, esto que te estoy contando se desvía un poco de la verdadera historia que quiero contarte, en esas cruces… ¿no notas nada extraño, Juanito?
– Pues, la verdad… abuelo… no sé qué decirte –dudaba, no quería ofender a mi abuelo con una respuesta tonta, y al final, fue eso lo que hice- ¿Qué son, muy viejas y sucias?

– No hombre, no. ¿Qué les falta a todas las cruces que, por ahora, hemos visto?
– ¡Ah! –exclamé- ¡La figura del Cristo!

– ¡Exacto! -dijo mi abuelo sonriente- Pues la historia que hoy voy a contarte, hace alusión al por qué no hay imágenes de Jesús en esas cruces.
– Comienza abuelo, esta historia promete ser interesante. Y ¿de qué va? De aventuras, de misterio…

– ¿De amores prohibidos?
– ¡Jo! ¡qué royo! Pero, en fin, empieza abuelito.
– Pues verás…

“Hace muchísimos años, vivía en Toledo un corregidor…

– Abuelito, ¿Qué es un corregidor?
– El representante del rey en la villa, como el alcalde ahora. Pero no me interrumpas más veces hasta que acabe con la historia porque si no, conociéndote, se va a hacer eterna –dijo mi abuelo en un tono un poco malhumorado-
– ¡Valeee! Continua, abuelo.

Pues como te decía, vivía en Toledo un corregidor avaro, casquivano y mujeriego que, amparándose en su alto cargo, hacía lo que le venía en gana. Era tan viciosa y alocada su vida que no reparaba en lo que hacía y su maldad llenaba de temor a los buenos habitantes de Toledo.

Por muchas quejas que le llegaban al rey, éste solo estaba preocupado por sus guerras en Europa y sufragar los gastos que éstas le ocasionaban y, como el citado corregidor, además de ser de noble linaje y alta cuna, aportaba a las arcas reales su buen dinerito…. pues el rey hacia caso omiso de las quejas que recibía sobre el pérfido corregidor.

El malvado personaje estaba, secretamente, enamorado de una doncella toledana, doña Leonor de Acuña de familia noble venida a menos y mucho más joven que él. Don Lope, que así se llamaba el infame corregidor, pretendía a doña Leonor con oscuros e innobles deseos pues, aunque la prometía desposorios, su verdadera intención era poseer y mancillar a la joven doncella y abandonarla después.

Aprovechando las penurias y escaseces de la familia Acuña, Don Lope habló una y otra vez con Don Hernando de Acuña, padre de doña Leonor. Le prometió de todo: dinero, tierras, poder y, sobre todo, el volver a recobrar el prestigio de su apellido perdido por su familia. Pero Don Hernando, que ante todo era un hombre de honor, defendió la honra de su hija por encima de todo lujo y poder prometido pues, en el fondo, conocía las intenciones del malvado corregidor.

Como ni con lisonjas ni con amenazas conseguía sus propósitos Don Lope, llegó a la conclusión de que si quería conseguir la pureza de doña Leonor, debería de raptarla.

Sabedora de los propósitos del corregidor, doña Leonor, aconsejada por sus padres tomó los hábitos de novicia para abrazar la religión en uno de los numerosos conventos de Toledo.

– ¿En cuál, abuelito?

– ¡Huy, niño! Eso no tiene importancia… bueno, en el de las monjas Convento de Sto. Domingo. Y no sigas interrumpiendo –dijo mi abuelo algo disgustado-

Cruz en el cobertizo de Santo Domingo

De todas las maneras, el malvado corregidor no quedó muy satisfecho con la decisión de Leonor y sus padres, los muros de un convento no iban a detener sus malvadas intenciones de hacer suyo a la joven novicia así que, una noche, de luna llena (aunque con muy negros nubarrones), Don Lope y sus secuaces llegaron hasta las puertas del convento. Con ardides y mentiras engañaron a la monja portera y se dirigieron hacia la capilla donde las monjas y las novicias estaban en oración.

Entraron, como vulgarmente se dice, a saco. Con las espadas desenvainadas, dando correazos a diestro y a siniestro, tirando reclinatorios, bancos… haciendo huir a las demás monjas y novicias de la capilla.

Don Lope arrinconó en una esquina a la pobre Leonor. Se acercó a ella con la intención de besarla y tomarla para sí. Detrás de Leonor había una imagen de Cristo muerto, crucificado que…….

Mi abuelo, intencionadamente, paró de contarme el relato……

– ¡Sigue, abuelo! No pares ahora –casi le supliqué a mi abuelo-
– Vaya, vaya –dijo mi abuelo con voz socarrona- parece que te va interesando esta historia.
– Claro abuelo… ¡Está muy interesante! ¡Ahora has sido tú quien la ha interrumpido!
– Era para llamar tu atención y, sobre todo, ver tu reacción. Sigo.

Pues ocurrió que el rostro del Cristo que estaba detrás de Leonor, con los ojos cerrados porque la imagen representaba a un Cristo yacente ya sin vida… ¡Abrió los ojos! Y con una mirada inquisidora los clavó en los ojos de Don Lope que no pudo sostener esa mirada serena y divina del crucificado.

Don Lope huyó atemorizado del convento justo en el momento en que empezó a llover. Una tormenta descargaba sobre las calles de Toledo.

Pero no acaba ahí la historia…, en su huida a su noble mansión (que por cierto, estaba bastante lejos del convento), mojado y calado hasta los huesos, Don Lope acertó a pasar por uno de los múltiples cobertizos que en ese tiempo había en nuestra ciudad. Se detuvo un momento para tomar resuello y, al mismo tiempo, sacudirse sus mojadas ropas con su sombrero de ala ancha y pluma de ganso. En ese instante, Don Lope reparó que, en medio del cobertizo, había una gran cruz con un Cristo clavado en ella. Con más miedo que vergüenza, con mucho temor pero con una gran curiosidad, Don Lope sintió que sus pasos, casi sin querer, se dirigían a los pies del Cristo… y, entonces, volvió a ocurrir el milagro. Como en el convento, el Cristo que yacía con los ojos cerrados, los abrió de golpe y, nuevamente, su mirada inquisidora se clavó en los ojos de Don Lope. Ni que decir tiene que el malvado corregidor salió a todo correr del cobertizo sin importarle que, cada vez, la lluvia fuera a más.

Don Lope siguió corriendo por las estrechas callejuelas toledanas como alma que lleva el diablo y, de vez en cuando, un relámpago iluminaba su paso por otra cruz clavada en la pared en la que ocurría la misma historia: el Cristo abría los ojos y a

Don Lope le era imposible sostener aquella mirada. Y así con uno, dos, tres…, con todos los cristos que se cruzó hasta llegar a su casa.

A la mañana siguiente. Y ante la oposición del clero y de todo toledano de bien, Don Lope mandó a sus alguaciles quitar todos los cristos de sus cruces y guardarlos en un lugar seguro donde nadie los pudiera encontrar y recuperar.

– ¡Oh, abuelo! ¡Qué mal termina la historia!
– Pues sí, Juanito. Los cristos no se pudieron recuperar y, por eso, todavía hoy día, las cruces están desnudas, pero, la historia termina peor para Don Lope….

– ¿…? ¿Qué le ocurrió, abuelito?

– Don Lope se quedó…. ¡CIEGO!

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