cabecera de "Silencio en tus labios" Ana

Soy yo. Abre

Introducción

Manuel. Silencio en tus labios, Julio 2003 (4)

Si tenía la expectativa de que me recibiera con los brazos abiertos, una sonrisa de oreja a oreja y tantos besos como me habría dado después de tres meses, me quedé con las ganas porque no me hizo demasiado caso, aunque me viera, la llamase y pasara por mi lado, tan cerca que casi me pasó por encima. Se mostró sutilmente fría, hasta el punto que se metió las llaves en el bolsillo y llamó al portero automático para que le abrieran la puerta. Me dio la espalda, a pesar de que yo estaba allí. 

Ana. Silencio en tus labios. Julio, 2003 (4)

Me saludó, me llamó por mi nombre y en un primer momento me hice la desentendida, como si aquello no fuera conmigo, hasta el punto de que le di un pequeño empujón para que se apartara, porque se encontraba delante del portero automático y tenía que llamar a mi casa para que me abrieran. Lo cual, hasta cierto punto, era un contrasentido porque Manuel se había dado cuenta de que me había guardado las llaves en el bolsillo.

Le da la espalda

Manuel es como ese bulto, ese mobiliario urbano que alguien se ha dejado olvidado y mal colocado frente al portal del edificio de Ana, delante del telefonillo del portero automático, porque ésta llega a su altura y, en vez de dedicarle una sonrisa, una mirada, unas palabras, directamente le aparta y da la espalda. Le ignora de la manera más fría y evidente que se pudiera esperar, que no es como sino le hubiera visto, es que da a entender que no quiere verlo.

Ana centra su atención en el portero automático, en llamar a su casa, aun cuando Manuel ha sido testigo de cómo se ha sacado el llavero del bolso y se lo ha metido en el bolsillo de los pantalones. De tal manera que parece preferir no perder tiempo, sentirse insegura ante una presencia que le incomoda y por lo tanto busca el respaldo y la seguridad de quienes la conocen.

Portal de Ana (imagen ilustrativa)

Parece actuar como una chica que se siente amenazada, aunque se encuentran en la avenida, en un lugar público y abierto, por donde se puede suponer que a esas horas de la tarde hay tránsito de coches y viandantes, por lo que, en principio, no habría motivo para pensar que Ana se sienta asustada por la presencia de quien lleva allí el tiempo suficiente como para que todo el mundo se haya percatado de su presencia.

En febrero, cuando los dos se quedaron solos frente a la puerta de la iglesia, en ambas versiones de la novela se hace constar que el lugar resultaba tranquilo, había más motivo para intuir la inquietud de Ana y para que Manuel sintiera ese impulso o remordimiento de no dejarla sola, de ofrecerle compañía, mientras esperaba que la pasaran a recoger, aunque al final fuese él quien saliera escaldado debido a la actitud firme y segura de Ana.

Ana mirando escaparates // Copilot designer

«Hola, Ana»

Manuel. Silencio en tus labios, Julio 2003 (4)

Me ignoraba con todo descaro, como si el hecho de sentir que la llamaba por su nombre fuera fruto de su imaginación y con la tranquilidad de que no le pondría la mano encima. Tampoco quería que reaccionase mal y me lo planteé un poco a broma, ya que entendía que aquel no era el lugar más idóneo para vernos y quizá por eso me evitara, no se pusiera en evidencia o se hiciese de rogar.

En febrero también fue Manuel quien rompió el silencio y la tensión del momento en un intento por hablar del tiempo, de igual modo para hacerle saber que él se encontraba allí, aunque en esta ocasión no se trata de ofrecerle el refugio de su compañía, sino captar su atención, iniciar esa conversación pendiente y para la que tiene la expectativa de que Ana se mostrará receptiva

Manuel en la calle, ante el portal de Ana. // Copilot designer

Sin embargo, ésta le da la callada por respuesta. Ni sus palabras ni su presencia parecen tener ningún efecto sobre ella, como si no estuviera allí, como si ya se hubiera acostumbrado a no verle por allí y le considerase más como un fruto de su imaginación, un espejismo.

Por supuesto, Manuel mantiene las distancias, evita el acercamiento, el contacto físico, aun entendiendo que ésta no le considere un desconocido y que lo sucedido el último día de la convivencia de la Pascua, tras haber mantenido ese primer intento de considerarse pareja en la distancia, ha tenido que significar algo para los dos. No olvida que Ana se ha sentido defraudada tras el plantón de su cita de mayo.

Sin embargo, Ana no ha tenido el menor reparo en darle un pequeño empujón para que se aparte, para que le deje sitio, porque éste se ha plantado delante de telefonillo del portero automático. Ha sido un toque seco, frío e intencionado, de quien aparta algo que le moleste, sin pasarse a pensar de quién se trata.

Sí, se trata de Manuel y es el de carne y hueso. No es fruto de su imaginación ni de un engaño de su mente para confundirla por el tiempo que lleva con el anhelo de su visita, de manera que puede seguir buscando esa complicidad, haciendo que éste sea consciente de lo mucho que le ha molestado su actitud de las semanas previas.

Conversaciones con el telefonillo

Las palabras de Ana, ese tono afable y familiar, son para quien le responde por el telefonillo del portero automático.

Portero automático

Manuel tiene ocasión de presenciar una típica escena familiar. La voz que se escucha es la de la madre, con cierto tono de contrariedad por el hecho de que alguien haya llamado a esas horas: «¿Quién es?«. En esa casa y en esa familia todo el mundo cuenta con llaves del portal por lo que es raro que alguien llame y más a esas horas de la tarde /noche.

Suponemos que la pregunta es respondida con el habitual: «Soy yo. Abre«. Ante el cual Ana espera y confía en que su madre la reconozca con su tono de voz, que sobran las explicaciones y las aclaraciones. Ana está en su casa, en su portal y ante esto a Manuel ya no le puede quedar ninguna duda.

Ana. Silencio en tus labios. Julio, 2003 (4)

Sin embargo, tal como me comportaba, era más fácil de deducir que su primera impresión sería que le resultaría más provechoso el diálogo con la farola situada unos metros más allá, que casi hubiera preferido que yo también tuviera algún botón como el portero automático que, al presionarlo, provocase que le contestara. ¡Sin embargo, cómo me pusiera un dedo encima, lo más que se llevaría es un sopapo o mi indiferencia! Lo cierto es que, si conseguía encontrarme las cosquillas, hasta lograría que no reprimiera la carcajada.

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