Cuando llegué a la parroquia, crucé la puerta, el sacerdote ya iba camino del altar, como tal la misa no había comenzado, aunque, según mi reloj, iba con dos o tres minutos de retraso, lo que tampoco tenía nada de particular porque había quien se esperaba hasta el último momento. Sin embargo, desde pequeña había escuchado la recomendación de que había que estar en la iglesia al menos quince o diez minutos antes, pero aquella mañana no estaba en situación de recriminar la actitud de nadie porque era la primera que no daba ejemplo, aunque estuviera justificada porque en algo menos de una hora había pasado de estar dormida en mi cama a encontrarme allí, que menos desayunar y dedicarle unos mimos a mi pareja, casi podía decirse que había hecho de todo lo habitual a primera hora de la mañana. Suerte la mía que aquel no fuera un mal despertar y ello me había evitado otras distracciones.
Localizar a Manuel y a mi padre entre los presentes no fue complicado. Conocía las costumbres de mi padre y era fácil pensar que en aquella ocasión Manuel se atendería a éstas, no se iría por su cuenta, como había sucedido en la boda. De hecho, me senté con ellos porque tuvieron el detalle de guardarme sitio en el banco. Para ser justa me situé en medio de los dos, cualquier otro sitio hubiera tenido interpretaciones muy distintas, dado que ni Manuel pretendía separarme de mis padres, ni como tal mis padres se interponían en mi relación con éste. Me encontraba en la tesitura de tener que repartir mis atenciones entre ellos dos, para que mi padre no pensara que perdía a su niña, ni que Manuel que tenía que aceptar a mis padres por encima de sus consideraciones. Cada uno debía aceptar la presencia del otro en base a mi relación con ellos o a la que cada uno tuviera conmigo. Es más, los dos se debían dar cuenta de que, por encima de los recelos que se tuvieran, les quería a los dos. Tanto empeño ponía en que mi padre se sintiera orgulloso de mí, como que Manuel supiera que le amaba con todo el corazón y no esperaba menos de su parte. Estaba con los dos hombres más importantes de mi vida y más afortunada no me podía sentir. Deseaba que aquella felicidad fuera para siempre.
En el momento de la darnos la paz, la costumbre con mi padre era que le diera un beso en la mejilla, aunque al resto de la gente bastase con darnos la mano, como así había hecho con Manuel en las dos misas que habíamos coincidido durante la convivencia de novios y recordaba había sucedido en aquel retiro de comienzos de año que parecía tan lejano en el tiempo. Apenas habían pasado nueve meses en los que mi relación con él había cambiado por completo, de una sutil paz de reconciliación de aquel retiro a aquel beso apasionado de unas pocas horas antes. Entre nosotros había paz, pero aún me quedaba el reconcome de saber que él era mi anónimo de Internet y, sin embargo, en coherencia con mis sentimientos y lo acordado, no se lo podía tener en cuenta, por lo cual aquel darnos la paz debía ser sincero e incondicional. Como no hubiera sido de otro modo, aquella paz incluyó el beso en la mejilla y que nos cogiéramos de la mano, más que dárnoslas, aquellas manos se cogieron para no soltarse.
A la hora de la Comunión, cada uno fue por su cuenta, dado que ya estábamos cogido de la mano para mí hubiera bastado con tirar de él para que me acompañara, sin embargo, nuestras manos se soltaron, como si nos diera vergüenza que la gente nos viera en una actitud demasiado romántica o de complicidad en aquellos momentos. Era fácil comprender que, dado que los dos nos habíamos preparado para la boda, no habría pasado mucho tiempo desde la última confesión y por lo tanto eran aptos para comulgar, pero no me pareció prudente forzar la situación, me fui con mi padre y Manuel se quedó en el banco, como si se quedase a guardarnos el sitio. Cuando yo regresaba al banco, me di cuenta que él ya se había situado en la fila y cuando pasé por lado hizo el intento de acariciar mi mano, para llamar mi atención y poner de manifiesto nuestra complicidad, a lo cual le correspondí con una sonrisa, aunque casi le hubiera recriminado que me hubiera dejado abandonada en aquellos momentos, pero no tenía mayor importancia. Pensé que tal vez le hubiera parecido demasiado comprometido en presencia de mi padre y no tanto porque supusiera que era yo quien le había abandonado por irme con éste.
Cuando Manuel regresó, se encontró con que se tenía que sentar a mi izquierda, en el extremo del banco, porque mi padre se había puesto en su sitio y de ese modo se evitaba que tuviera que pasar por encima de nosotros, lo que por otra parte me parecía una solución lógica, sobre todo porque yo seguía entre los dos y mi padre dejaba de manifiesto que no se interponía en nuestra relación, lo cual tanto Manuel como yo ya dábamos por sentado. Como había tenido la prudencia de explicarle en julio, una vez que se hubiera ganado el favor de mi padre, se nos abrirían todas las puertas. Por lo que había tenido ocasión de comprobar a lo largo del fin de semana, mi padre empezaba a tener una mejor opinión de Manuel, después de haberle conocido de manera más personal, calmada, que tal vez sus primeras impresiones estuvieran condicionadas por mis comentarios e insinuaciones menos favorables anteriores a la Pascua o al hecho de que me hubiera sentido ofendida porque éste me había dejado plantada en mayo. Sin embargo, las valoraciones de mi padre ya no estaban tan condicionadas por mi subjetividad del momento, salvo que tuviera muy en cuenta que estaba feliz y enamorada.
Concluida la misa, como era mi costumbre, me quedé a rezar y Manuel se quedó a mi lado, no sé si por esperarme o por compartir aquella oración. El caso es que entendió de la relevancia de aquel momento y se quedó conmigo, lo que mi padre no hizo. El hecho de que el sacerdote hubiera entrado en la sacristía no era razón para que hubiera que correr hacía la puerta, donde en esos primeros momentos se generaba un atasco de gente, dado que todo el mundo parecía que llevaba prisas y, sin embargo, lo quisieran o no, debían armarse de paciencia hasta que les llegase su turno en medio de aquellas apreturas. Yo había llegado con el tiempo justo a misa y de todas maneras necesitaba rezar para dar gracias por aquel fin de semana y pedir que fuera el precedente de todo lo bueno que esperaba me sucediera desde entonces, que si tenía que suceder algo malo no se debiera a nuevas discrepancias entre mis padres y Manuel o entre nosotros. Para mí aquel fin de semana era el primer paso y definitivo hacia mi vocación matrimonial.
Cuando nos decidimos a salir, nos encontramos con que nadie nos taponaba la salida, aunque tampoco éramos los últimos en irnos, aún quedaba gente con más ganas de rezar que nosotros. Habían sido cinco o seis minutos, dado que tampoco era mi costumbre dedicarle más tiempo y aquella mañana tal vez mis otras prioridades tuvieran preferencia, aparte que me preocupaba que padre se hubiera marchado sin nosotros, aunque estuviera casi segura de que no habría ido muy lejos. Era tal su concepto que tenía de familia que lo de dejarme a solas con Manuel en aquellas circunstancias no era algo que le agradara, no porque se preocupase más de lo necesario por mi integridad, sino, más bien, porque desconocía nuestras intenciones y, en cierto modo, mi madre le había dejado a él como responsable. Si le hubiéramos avisado de antemano que teníamos planes, se hubiera desentendido de nosotros sin más, confianza en mí le sobraba, pero mi idea era que el domingo fuera un día que Manuel pasara con la familia, que hubiera servido de despedida y hasta cierto punto una invitación para que no se lo pensara dos veces y regresara para que pasásemos otro fin de semana juntos, sin que tuviera que esperar a que se casara alguna de mis amigas o que la parroquia o el Movimiento organizaran algo especial en la ciudad. Su excusa debía ser la de pasar el fin de semana conmigo. Mi padre incluso admitiría que fuera para que le insistiera sobre el asunto del trabajo.
Pasados unos diez minutos de espera en las escaleras de la iglesia, porque no llovía, vimos aparecer a mi padre, quién no necesitó darnos muchas explicaciones sobre su desaparición, lo que hasta cierto punto sirvió para que, de manera tácita, reconociera que sí, que se había quedado de guardia una vez que mi madre se había marchado, dado que de otro modo no se explicaba que después de misa se hubiera acercado al quiosco a por la prensa del día, que hubiera sacrificado sus costumbres por cerciorarse que ni Manuel ni yo nos encontraríamos desamparados cuando despertásemos. Hasta cierto punto era comprensible que les preocupara que, si Manuel se despertaba y se encontraba con que ninguno de los dos estaba despierto, su impaciencia le impulsase a llamar a mi puerta o llevara alguna iniciativa tomándose de manera muy literal eso de que se sintiera como en su propia casa. Era preferible que, si necesitaba algo, lo pidiera, como así había hecho, se había dado una ducha, que nadie le hubiera negado, sobre todo después del chaparrón de la noche anterior. Mis padres también tenían interés en que se crease una mejor impresión de ellos, por si la primera no había sido muy afortunada.
Papá: Bueno ¿qué habéis decidido? – Nos preguntó animado.
Ana: ¡Qué nos casamos! – Le respondí de manera jocosa, aunque no fuera ese el motivo de la pregunta y se suponía que era Manuel quien debía hacerme la proposición en ese sentido.
Papá: ¡Ya veremos cómo reacciona tu madre ante eso! – Me advirtió en tono serio, aunque se había dado cuenta de que bromeaba. – Me refería a dónde queréis comer- Nos aclaró en tono más afable. – Si os apetece, comemos fuera.
Manuel: A mí me da lo mismo. – Dijo para que la decisión no dependiera de él.
Ana: ¡Ósea, que no te quieres casar conmigo! – Le recriminé sin perder el buen humor que me embargaba en aquellos momentos. – ¡Vaya un pretendiente me he buscado! – Me lamenté apenada entre risas no reprimidas.
Manuel: Me refiero a lo de comer. – Se defendió y me aclaró un tanto contrariado por mi reacción.
Ana: Comemos fuera e invita Manuel. – Propuse con toda intención.
Papá: Por esta vez dejad que os invite yo. – Intervino para no poner a Manuel en un difícil compromiso.
Pensado con la suficiente frialdad en que en los últimos diez meses Manuel había acudido a una pascua; una convivencia, invertido en mi cuenta vivienda y acudido a una boda, sin que en su cuenta bancaria hubiera habido más ingresos que los escasos intereses que sus ahorros le hubieran generado, por lo cual lo más probable fuera que la comida más suculenta que estuviera en disposición de pagarnos no pasaría de una bolsa de pipas a compartir entre los tres. Tampoco es que con mi situación pretendiera dejarle en mal lugar. Mi padre ya era consciente de la situación y aquello era uno de los factores que menos de agradaban del novio que me había buscado, por mucho que yo me lo tomase con buen humor y tuviera en cuenta otras cuestiones no tan materiales. El consuelo de mis padres era que por lo menos no se trataba de un mendigo que hubiera recogido por la calle. Tan solo de un chico con una personalidad un tanto peculiar que contaba con el respaldo de sus padres, de una familia del estilo de la nuestra.
Ana: Por esta vez, vale, pero la próxima que invite él. – Le dije sin perder el buen humor y con la expectativa de que se esforzaría por mejorar su situación.
Papá: Sí, seguro que para la próxima nos invitará a una mariscada. – Me contestó con un exceso de entusiasmo.
Me sentía feliz y de algún modo necesitaba compartir aquella felicidad con mi padre, confiada en que Manuel no se lo entendería mal, no nos burlábamos de él, tan solo le buscábamos el lado divertido a su situación, que en vez de recriminarle sus defectos destacábamos sus esfuerzos y nuestras expectativas para que mejorase su situación laboral y nos sorprendiera con buenas noticias. En último caso, siempre tenía la posibilidad de que aceptase la propuesta de mi padre y trabajara en la gestoría. Mi padre aún no me había dicho dejado demasiado claro sus planteamientos, pero por mi parte y pensado con cierta objetividad, tampoco me parecía una idea tan descabellada. El único inconveniente era que Manuel partiría de cero, tendría que rehacer su vida en la ciudad y yo sería su único apoyo. La idea de que se instalara en casa no me entusiasmaba y no estaba muy segura de que a él le motivara eso de vivir por su cuenta ni que a mis padres les entusiasmara la expectativa de que mi tiempo se repartiera entre un piso y otro, porque eso sería como llevar nuestra relación casi a dar por sentado que habría boda cuando aún no habíamos gestionado nada al respecto.
La idea de mi padre con respecto a eso de comer fuera de casa lo cierto es que me pareció que le daría un poco más de normalidad a la acogida que se le daba a Manuel, siempre y cuando éste no lo entendiera de manera peyorativa, por eso de que él no estaba en situación de mostrarse tan generoso en ese aspecto. Yo era un poco más consciente de sus circunstancias y, a pesar de ello, le quería. Si me hubiera preguntado, mi respuesta hubiera sido sincera, no había por qué mentirle. La expectativa de que mi pareja no tuviera un futuro más asentado me preocupaba, no era ni mucho menos una cuestión menor y hasta cierto punto asumía que ello le cohibiera porque no estaba a la altura de mis circunstancias. Sin embargo, tenía la posibilidad de prosperar lo que para mí era una ventaja porque sería más fácil que se amoldara a mi vida y no yo quien me sacrificara, o en caso de hacerlo sería de otra manera. Como en alguna ocasión me había llegado a insinuar mi padre, en un intento por verle el lado positivo, era un diamante en bruto. Dicho de manera jocosa “¡era un diamante, bruto!”.
Nos fuimos a comer a uno de los restaurantes del barrio, lo que para mi padre y para mí era como comer en casa, pero con la diferencia de que después no habría que recoger la mesa ni fregar los platos. No pisaríamos la cocina. Para Manuel sería una comida más fuera de mi casa, en un ambiente un poco más distendido, en donde la presencia de mi padre resultaba tan positiva por un lado como negativa por el otro, dado que tal vez lo apropiado hubiera sido que nos planteáramos aquella comida como una cita de pareja, pero también era la ocasión para que mi padre se hiciera a la idea de cómo se comportaba Manuel en esos ambientes, con la particularidad de que, en vez de estar rodeados por la gente del Movimiento, tendríamos a mi padre para que reclamara mi atención, porque la dividiría entre los dos a partes iguales.
Durante la comida, aunque pareciera que mi padre no tenía otro tema de conversación, porque Manuel tampoco se mostraba muy hablador, se aludió de nuevo al asunto del trabajo, a que mi padre estaba dispuesto a darle todas las facilidades, incluso insinuó que aquella era la excusa perfecta para que yo hiciera uso del dinero invertido en la cuenta vivienda, sobre la idea de que, si tan claro tenía que quería vivir en la ciudad y ya tenía edad para pensar en emanciparme, no era muy lógico que aplazase aquella compra, dado que la tendencia era que subieran los precios y cuando me decidiera necesitaría unos cuantos miles de euros más de los previstos, sin la certeza de que hubiera un banco que me los fuera a prestar. Con esa compra se resolvería el tema del alojamiento de Manuel y para no correr riesgos, en caso de que nuestra relación se rompiera, en vez de copropietario, se le considera inquilino, de manera que, en caso de ruptura, no habría necesidad de que hiciésemos cálculos para que recuperase su dinero. El problema o trasfondo del planteamiento de mi padre, estaba en que al final todo ese dinero saldría de la gestoría de una manera más o menos indirecta.
En aquella ocasión la negativa de Manuel no me pareció tan firme como el día anterior, fue más una inseguridad sobre las consecuencias y repercusiones que tendría. No lo dijo con esas palabras, pero me dio la sensación de que temía que, de algún modo, el hecho de que nos viéramos con tanta frecuencia me agobiaría y aquello estropearía nuestra relación. Sin embargo, tampoco parecía que nos quedasen muchas alternativas porque estaba claro que yo no renunciaría a mi trabajo ni me planteaba mudarme a Toledo a iniciar una vida que no me ofrecía ninguna estabilidad. Por probar una temporada no perdía nada, adquiriría experiencia laboral y sobre todo a nivel personal porque aquello implicaría una emancipación, con la suerte de que no estaría solo, me tendría a mí para lo que necesitase, aunque no me fuera a entrometer en su vida ni asuntos más de lo necesario porque me bastaba con los propios. Me lo plantearía como que tendría a mi novio en la ciudad y no a que aquella experiencia fuera inadecuada o incalificable. Como nos dijo mi padre, trabajaríamos juntos y después del trabajo, salvo que tuviéramos una cita, cada cual se iría a su casa hasta el día siguiente. Sin embargo, eso de mezclar trabajo y amor no era algo que resultase muy motivador.
Por mi parte no le di ni quité la razón a ninguno de los dos. Adopté una posición imparcial, aunque aquello me afectara de manera directa y casi lo interpreté como un último intento por parte de mi padre de poner a prueba mis sentimientos hacia Manuel mi grado de compromiso y convicción con nuestro futuro, sin que, como tal, pretendiera que la ruptura resultara brusca ni la reafirmación me impulsara a precipitar los acontecimientos. Conocía a mi padre lo suficiente como para saber de sus artimañas y aquella era con toda intención tanto en un sentido como en otro. Sin embargo, no me convenció la idea de participar de aquel juego. Prefería que fuese Manuel quien tomase sus propias decisiones, sin que se sintiera condicionado por mi criterio ni mi conveniencia. Si me quería y tenía claras las ideas y sus sentimientos, sabría cómo actuar al respecto. Era lo mismo que con el asunto del ramo de novia. Lo último que yo necesitaba era que me agobiara por tomar una decisión precipitada, más cuando tan positivo o negativo era la distancia como la cercanía.
Al final no se llegó a nada concreto, tan solo al compromiso por parte de Manuel de que nos enviaría una copia de su currículo y de todos los títulos que tuviera tanto de la formación académica como de la no reglada para que mi padre tuviera una mejor idea de cómo hacer que encajase en la empresa, pero sin que ello implicase que fuera a aceptar el trabajo ni el planteamiento que éste se había hecho al respecto, aunque lo tendría en cuenta como posibilidad en el supuesto de que en Toledo su situación no mejorase a medio plazo. Supongo que se planteó como la solución más convincente para todos y con ello nos evitábamos decisiones precipitadas porque se trataba de no jugar con nuestras vidas ni con nuestro futuro. Ninguno de los dos tenía prisa por formalizar nuestra relación y no estábamos dispuestos a permitir que nadie nos condicionara. Yo necesitaba tiempo para hacerme a la idea de que él era el hombre con quién de verdad quería pasar el resto de mi vida y entendía que en su caso la disyuntiva no era muy distinta.