Manuel – Silencio en tus labios. Libro 3

Ana se reunió con nosotros al comienzo de la misa, cuando el sacerdote subía al altar. Nos localizó con facilidad porque el padre tenía por costumbre sentarse en los bancos de la izquierda, a mitad de la iglesia, sin que mi compañía le condicionara ni yo hubiera demostrado preferencias. Como tuvimos la prudencia de reservarle sitio no tuvo problema en sentarse con nosotros, entre los dos. Su padre le había dejado sitio en el extremo del banco, pero sin necesidad de palabras, tan solo con pasar por delante de éste, quedó claro que buscaba mi compañía, que no hubiera nada ni nadie que se interpusiera entre nosotros, aunque su padre no le hubiera reservado el sitio con esa intención, tan solo facilitarle que se sentara. Por mi parte me mostré encantado por su iniciativa porque, como tal, sería la primera misa que compartiéramos allí y su manera de poner de manifiesto sus sentimientos, frente a la frialdad del día anterior. Era su modo de reclamar mi atención.

En el momento de darnos la paz, el padre me tendió la mano con firmeza, como si con ese gesto me diera su aprobación a mi relación con Ana y la bienvenida a su casa, que esperaba le considerase más un amigo que una autoridad moral, aunque no por ello se fuera a mostrar menos paternal y protector con Ana. En cualquier caso, me daba a entender que reconocía mis méritos o al menos aceptaba que Ana los tuviera en cuenta para fijarse en mí y pensar en nuestro futuro común. Por su parte Ana se mostró mucho más afable, mientras me daba un beso, se agarró a mi mano con intención de no soltarse. Lo que interpreté como una manera sutil de darme los buenos días y compartir conmigo su alegría por que estuviera allí con ella. Era una expresión de todo lo que estaba dispuesta a darme de sí misma, pero de una manera muy comedida porque estábamos en misa y teníamos a su padre de testigo.      

Para la Comunión Ana me soltó la mano y se marchó con su padre, mientras que yo me mostré un tanto más indeciso. Preferí esperar un poco más antes de levantarme. Tampoco fue como si se enfriara nuestra relación o no correspondiera a todo el amor que me había demostrado. Más bien, fue a que me vi un tanto sorprendido cuando ellos se levantaron y a mí me costó reaccionar. Tenía la cabeza en otra parte, más pendiente de disfrutar de aquellas manos cogidas que de la misa. Cuando me levanté ya se había formado una fila de gente y tanto Ana como su padre se encontraban bastante avanzados y no era cuestión que yo me adelantase, aunque me hubiera hecho ilusión que compartiéramos aquel momento juntos, casi como un adelanto de nuestra boda, o al menos como una reafirmación de nuestro compromiso como novios, en el supuesto de que al final no se concretara en nada serio. Le tendí la mano en busca de una caricia de complicidad cuando pasó por mi lado de regreso al banco, pero tan solo obtuve una sonrisa como respuesta y con ello compartir conmigo su pequeña frustración porque no me hubiera levantado a la vez que ella.

A la vuelta me encontré con que me habían dejado el extremo del banco para sentarme, que su padre se había intercambiado el sitio conmigo para evitar que tuviera que pasar por encima de ellos, lo que hubiera sido una confianza que no hubiera contado con el agrado del padre, lo que con Ana casi había sido un motivo para demostrarle su cariño y ejercer de padre, pero conmigo prefería evitarse ese tipo de familiaridades. De hecho, me dio la impresión de que, de manera premeditada, Ana evitaba un exceso de confianza entre nosotros. Prefería que mantuviéramos la compostura, como siempre y nuestro comportamiento fuera lo más correcto posible. Era mejor mantener las distancias y que ante todo el mundo quedase patente el respeto que nos teníamos, aunque ya en alguna ocasión se hubiera permitido un poco más de confianza conmigo, pero aquel no era el momento ni el lugar.

Al final de la misa, en cuanto el sacerdote nos dio la última bendición y el padre se encontró el otro lado del banco despejado, tardó poco en marcharse, mientras que Ana se quedó sentada, en actitud orante. Aparte de que fuera algo habitual en ella, en aquella ocasión me dio la sensación de que quería aprovechar porque las prisas no le habían permitido rezar las oraciones de la mañana. Ante lo cual preferí quedarme a su lado, aunque no rezásemos juntos, pero tampoco tenía a dónde ir. De hecho, consideré que me agradecería el detalle, sobre todo después de las muchas ocasiones en que había intentado compartir un momento así con ella y se había mostrado bastante esquiva. En cierto modo, fue una reafirmación en la seriedad de nuestra relación, que, como en su momento nos habían dado a entender, si éramos capaces de rezar juntos, también lo seríamos para vivir juntos, para tener planes y proyectos en común. Que su padre nos hubiera dejado solos era la mejor evidencia de que contábamos con su aprobación, que confiaba en nosotros.

Nos quedamos allí sentado y en silencio hasta que la iglesia se quedó casi vacía, cuando quiénes quedaban se habían dejado las prisas olvidadas en casa, aunque en nuestro caso no fuera con intención de quedarnos allí toda la mañana, tan solo habían transcurrido cinco o seis minutos desde que el sacerdote había entrado en la sacristía. Tiempo que Ana consideró suficiente porque me dio una palmada en la pierna para que me levantara y nos fuéramos. Se daba por satisfecha y por mi parte entendí que ella mejor que yo conocía las costumbres del lugar, sin que por mi parte hubiera intención de imponerle mi criterio. En mi caso, casi podía afirmar que no me planteaba el final de la misa con tanta calma, que era de los que preferían rezar antes de que ésta empezase, aunque tampoco llegara con excesivo adelanto. Era fácil entender que, si nuestra relación seguía por el buen camino, los dos habríamos de buscar un punto intermedio, un equilibrio, para que ella no se encontrase apurada para llegar ni yo frenado en el momento de la salida.   

Dado que no sabíamos nada de su padre y tampoco era oportuno que nos fuéramos sin más, porque se suponía que éste pasaría el día con nosotros, nos quedamos en la puerta a esperarle. No llovía y Ana estaba relajada. No tenía prisa por volver a casa. Se confiaba a los planes de su padre y, en cualquier caso, quedarnos allí era una excusa para disfrutar de la mutua compañía y de algún modo dejar como una mera anécdota lo sucedido el día anterior. Me dio la impresión de que Ana quería que todo el mundo nos viera juntos, retenerme a su lado lo más posible porque en parte se sentía culpable y arrepentida por la manera en que me había tratado. Lo cual no implicaba que considerase que me lo mereciera, pero aquello había sido una pequeña venganza, un desahogo sin mayor importancia, dado que, a pesar de todo, seguíamos juntos. Mi consideración o mi resignación ante los acontecimientos habían conseguido que me mirase con buenos ojos.

Su padre se presentó allí al cabo de un rato. La espera no se hizo demasiado larga. El hecho de que llevase el periódico bajo el brazo era suficiente para deducir dónde había estado y la tranquilidad con la que Ana se había tomado su ausencia me dio a pensar que se trataba de algo habitual, que tal vez la única novedad de aquella mañana, lo que de algún modo les había condicionado era mi presencia y su interés en que no me quedase solo en ningún momento. El padre había delegado esa responsabilidad en Ana y ésta lo había sumido encantada porque era un voto de confianza, la ocasión para que cuidásemos el uno del otro y no tanto para que ella sintiera sobre sí una responsabilidad que le superaba.

Don José: Bueno ¿qué habéis decidido? – Nos preguntó animado.

Ana: ¡Qué nos casamos! – Le respondió de manera jocosa, aunque no fuera ese el motivo de la pregunta ni hubiéramos aludido a ello. 

Don José: ¡Ya veremos cómo reacciona tu madre ante eso! – Le advirtió en tono serio, aunque se diera cuenta de que bromeaba. – Me refería a dónde queréis comer. – Nos aclaró en tono más afable. – Si os apetece, comemos fuera.

Manuel: A mí me da lo mismo. – Le respondí.

Ana: ¡Ósea, que no te quieres casar conmigo! – Me recriminó sin con buen humor. – ¡Vaya un pretendiente me he buscado!- Se lamentó apenada entre risas no reprimidas.

Manuel: Me refiero a lo de comer. – Alegué en mi defensa y le aclaró un tanto contrariado por mi reacción.

Ana: Comemos fuera e invita Manuel. – Propuso con toda intención.

Don José: Por esta vez dejad que os invite yo. – Intervino para no ponerme en un difícil compromiso.

Ana: Por esta vez, vale, pero la próxima que invite él. – Insistió sin perder el buen humor.

Don José: Sí, seguro que para la próxima nos invitará a una mariscada. – Le contestó con un exceso de entusiasmo.

La felicidad y el entusiasmo de Ana me dejaban en una situación un tanto comprometida que por suerte su padre no se tomó muy en serio, dado que lo único que se lograba con ello era que quedasen patentes las diferencias entre ellos y yo, lo cual tampoco me resultaba muy favorecedor, aunque para Ana fuera una manera simpática de demostrarme que sus sentimientos hacia mí estaban por encima de mis pequeños o grandes defectos e incluso que tenía grandes expectativas conmigo y estaba convencida de que por mi parte haría lo imposible por no defraudarle. Mi situación económica y laboral no era tan estable como la suya, de lo cual hasta su padre era consciente, pero no se tomó demasiado en serio las sugerencias de Ana e incluso se permitió ser partícipe de la broma, a pesar de que yo no estuviera tan seguro de llegar a cumplir esas expectativas tan alentadoras, por mucho que supiera la posibilidad de que trabajase en la gestoría con ellos y en consecuencia mi situación sufriera una mejoría considerable, aunque no fuera una decisión que se fuera a tomar de un día para otro, había mucho que pensar.

Dado que aquel era su barrio y la decisión de no comer en casa había partido de ellos, fueron quienes escogieron. Me llevaron a un sitio donde nos atendieran bien y estuviéramos cómodos, con intención de que aquello se entendiera como una comida familiar y no un asunto de negocios, aunque yo me pudiera sentir fuera de lugar y un tanto desplazado, porque la complicidad que había entre ellos dos no era equiparable a la que yo tuviera con Ana, quien se sentía como un nexo de unión entre su padre y yo, mientras que éste se esforzaba por que su compañía no pareciera demasiado forzada. El hecho de no comer en casa era por aliviar la tensión que se generase a consecuencia de aquella situación. En cierto modo lo sentí como si aquello fuera una prueba no tanto referente a mi futuro con Ana como a la posibilidad de ser admitido en la familia y en la empresa, dos áreas en las que el padre tenía mayor influencia.

El tema de conversación durante la comida se centró en el futuro de Ana y en cómo hacer para que su relación conmigo encajase en todo aquello. Ellos dos parecían saber de lo que hablaban y que aquella conversación era continuación de alguna mantenida con anterioridad, sin que yo me tuviera nada que aportar en ese sentido, por lo que me mantuve callado salvo cuando me preguntaron mi opinión y postura al respecto, aunque lo único que puse de manifiesto fueron mis dudas y contrariedad, lo comprometido que para mí resultaba todo aquello, sobre todo porque mi vida y futuro dependerían y condicionarán las de Ana, a pesar de que ésta ya me hubiera hecho participe de sus planes y conseguido mi implicación, pero ya no se trataba de un proyecto a medio o largo plazo. Aquello implicaría que Ana empezase a hacer realidad sus planes y que yo renunciara a todo para empezar a hacer mi vida allí, dado que si aceptaba el trabajo en la gestoría necesitaría vivir en la ciudad y en consecuencia las distancias dejarían de ser un impedimento u obstáculo en mi relación con Ana. Por encima de todo estaba el hecho de que aquel trabajo estaría vinculado a una promesa de matrimonio, que en aquellos momentos y circunstancias me resultaba demasiado precipitado, aunque mis recelos y dudas no fueran hacia mis sentimientos no hacia los de Ana, tan solo que no llevábamos tanto tiempo como juntos para tomárselo tan en serio.

A mis excusas y argumentos Ana reaccionó con una sonrisa de complicidad, como si comprendiera que hablaba desde mi subjetividad, que no era algo que improvisara, porque sin duda había pensado en ello y durante aquel fin de semana con mayor motivo porque era un poco más consciente de lo que Ana me ofrecía y aquello significaría para mí. Me preocupaban las consecuencias que tendría mi relación con Ana, cualquier pequeño desencuentro que surgiera entre nosotros y que no se pudiera solucionar con la mis facilidad que nuestras discrepancias por su vestido. Allí ella tenía su mundo, su ambiente y yo me encontraría desamparado y fuera de lugar, hasta el punto de que estaría con la sensación de que mi felicidad pendía de un hilo y en realidad no me ofrecía ninguna garantía. En el fondo lo que entendía era que debía poner toda mi confianza en el amor, dado que era lo que me ofrecían.

Ana no me quiso dar la razón en todo, ni tampoco contradecirme, porque su situación en aquella conversación era un tanto complicada. Entendía la postura de su padre, pero tampoco pretendía que yo me sintiera obligado a aceptar una oferta que no me convenciera, porque a la larga ella sería la principal perjudicada. Me dio la sensación de que en aquellos momentos se replanteó toda nuestra relación, que volvieron a su cabeza aquellos recuerdos y sentimientos de cuando aún no éramos novios y se sentía agobiada por mí. No había pasado tanto tiempo como para que se hubiera olvidado del contenido de aquella carta que me había escrito casi por desahogo y de la que yo no salía muy bien parado, aunque fuera su arrepentimiento lo que de algún modo avivase la llama del amor. Tampoco es que en aquellos momentos se sintiera tan apurada que llegara a pensar que nuestra historia no tenía futuro, pero antes de que lo llegásemos a lamentar, era mejor que los dos nos planteásemos en serio lo que esperábamos el uno del otro. Bastaba escucharla para entender que aceptación de mi contrato de trabajo no llevaba implícito que ella se comprometiera conmigo, tan solo que se nos facilitaba un poco más el camino, pero que al final sería una decisión que habíamos de tomar los dos, sin que ninguno se sintiera condicionado ni presionado por el otro.

No llegamos a ninguna conclusión, tan solo a que era un asunto sobre el que reflexionar, que nuestro objetivo como pareja estaba en formar una familia y que a sus padres y al negocio familiar no les interesaba que Ana renunciara, por lo cual por parte de éstos la única meta que se habían marcado era que se mantuviera esa estabilidad, aunque no a cualquier precio. Ellos imponían sus condiciones y sobre mi recaía la responsabilidad o no de aceptar. Ana lo más que podía hacer era orientarme y hacer lo posible por no verse perjudicada más allá de lo asumible. Si yo estaba dispuesto a asumir ese compromiso no tendría más que asumirlo con todas las consecuencias, lo cual no sería fácil. Por descontado debía dejar a un lado cualquier interés personal, porque no se trataba de que yo me beneficiara, sino que consiguiera unas condiciones de vida y laborales apropiadas para los proyectos de futuro que compartiría con Ana.