Manuel. Silencio en tus labios (1)*2

Las noticias que le llegaron a través del móvil resultaron tan ilógicas como el hecho de que no se hubiera marchado con sus amigas desde el primer momento o que se hubiera corrido el rumor de que hubiera venido a pasar el fin de semana con su novio y éste no diera señales de su existencia, que no tanto de su vida. El caso era que sus amigas le llamaban para decirle que se habían olvidado de pasar a recogerla y le proponían que fuese ella quien se acercase cómo pudiera hasta donde estaban para no mandar a nadie en su busca. Tampoco había que llegar hasta el otro extremo de la ciudad ni al extrarradio, tan solo darse un pequeño paseo. Sería más fácil que ella lo hiciese a pie antes que esperar a que alguien con coche pasase a recogerla. Era una situación de lo más absurda e ilógica se mirara por donde se mirara y la responsabilidad recaía tanto sobre ella por actuar así, como sobre sus amigas por consentírselo y desentenderse. Para mí era la primera vez que me encontraba con una situación así y no salía de mi asombro.

Era momento de despedirse y la verdad es que, después de todo lo dicho, por mi parte lo haría sin ningún remordimiento. Debíamos tomar caminos distintos, ella hacia donde estaba la gente y yo a mi casa, ella a contarle a todo el mundo cómo me había dejado las cosas claras y yo a callarme para no admitir aquella humillación pública. Por la pendiente de la calle, ella hacia arriba con una pendiente que en su comienzo no superaba el uno por ciento y yo hacia abajo, lo que fácilmente era un desnivel del veinte por ciento, representativo de la caída en picado de mi orgullo personal, dado que no había otra manera más gráfica de expresarlo. Lo gracioso del caso era que ella no había perdido la sonrisa y se amparaba en esa buena amistad para hablarme con toda franqueza, sin haberse parado a pensar que sus palabras eran como bofetadas en mis oídos y que, por mucho que hubiera querido, ni era sordo ni había tenido modo de escaparme porque habría sido una falta de respeto y una ofensa contra esa buena amistad, ya que ella me lo decía sin mala intención.

Sin embargo, antes de que pudiera decirle adiós y darle la espalda, fue ella quien me propuso que le acompañara. En sus ojos percibí claramente ese ruego, no porque le asustara ir sola, se trataba, más bien, de darle un sentido práctico a cuanto había tenido el valor de decirme, como si el hecho de marcharme lo interpretara como un modo de poner de manifiesto mi enfado con ella o que realmente era tan tonto como le habían hecho creer hasta entonces. Tenía la oportunidad de acabar el día en compañía de los hermanos y, no teniendo un plan mejor, era absurdo que rehusara. Además, no me presentaría allí solo, lo haría con ella, dando, si cabe, mayor sentido al rato que llevábamos allí los dos solos. Ello sería la prueba visible de que bajo esa aparente falta de trato, había un chico tan sociable como los demás. De hecho, le daría un motivo para que se sintiera orgullosa de mí y mejorase en algo el concepto que se había creado y que resultaría tan erróneo como yo estuviera dispuesto a desmentírselo. Era ganarlo todo o perderlo todo.

Como es lógico, no pude reprimirme a la hora de aludir al rumor respecto a su novio, lo cual, de algún modo, era mi último recurso para librarme de aquel compromiso. Si de verdad tenía nueva pareja y éste nos veía llegar juntos, tal vez se mosqueara y yo no quería complicaciones en ese sentido. No quería ser el tercero en conflicto y mucho menos que los demás creyeran lo que no era, dado que en dos ocasiones ella se había enfrentado a algo así y no resultaba nada favorecedor que de pronto nos vieran juntos, por mucho que fuésemos en un clima de fraternidad.

Primero me desmintió el asunto de su presunto novio, ¡ni lo tenía ni lo estaba buscando ni era asunto mío, salvo que quisiera ver cómo me mandaba a hacer gárgaras! Después me aclaró que había venido a pasar el fin de semana con las amigas. Se aprovechaba de la excusa del retiro. En lo referente a lo que los demás pensaran o dijesen respecto a nosotros, no era algo que le preocupara. Sabía muy bien lo que me había dicho y aquello no cambiaría nada. Aparte de que yo no era el único chico del Movimiento con quien hablaba y eso no significaba que se quisiera liar con todos, con lo cual estaba con quien quisiera dentro de esa buena relación fraternal.

El plan consistía en encontrarnos en un restaurante chino, para cenar allí, y después ya se vería qué hacer, asumiendo que lo más probable sería que el grupo se disgregara porque resultaba demasiado numeroso para moverse por los bares, que ya de por sí estarían abarrotados, aparte que hubiera gente en el grupo que se marcharía a casa directamente. Es decir, cuando llegamos nos estaban esperando y la cara de sorpresa de más de uno, cuando entrásemos juntos, no era para menos. No sólo porque yo me hubiera presentado en el último momento y sin previo aviso, más de uno había escuchado el rumor respecto al presunto noviazgo de Ana y, ante la falta de pruebas concluyentes, aquella entrada me convertía en la única opción creíble por ilógica que resultase en un principio. Las calabazas que Ana me había dado eran de sobra conocidas por mi falta de discreción a la hora de tratar ciertas cuestiones personales. Sin embargo, después de todo lo que Ana me había soltado a la cara, pocas ganas me quedaban de dar publicidad a nuestra última conversación.

Que nos preguntasen si estábamos o no saliendo resultaba inevitable. Ana me dejó a mí responder a esa cuestión. Le dije a todo el mundo que no estábamos saliendo ni éramos pareja. Justifiqué mi presencia allí por lo ocurrido frente a la iglesia. Sin entrar en detalles, me limité a dejar constancia de que nos habíamos quedado solos y que Ana me había pedido que la acompañase hasta allí para no perderse por el camino. Es decir, no había nada romántico entre nosotros ni posibilidad de que lo hubiera a corto plazo y posiblemente tampoco a largo. De hecho, ante la duda o por no preguntar antes, nos tuvimos que sentar juntos, el uno al lado del otro, aunque allí ya hubiera otras parejas confirmadas que, sin embargo, no se habían sentado juntas en todos los casos.

Mi oportuna discreción al responder me evitó hacer mención al hecho de que, durante el paseo hasta allí, la viabilidad de ese romance no me resultaba tan lejana, pero ya estaba advertido respecto a mis conclusiones y expectativas precipitadas y subjetivas. Aquel arranque de sinceridad por parte de Ana no tenía por que llevarme a suposiciones precipitadas ni a creer encontrar en ello nada que no fuera verdad. Ana tan solo había querido hablar conmigo, se aprovechó de aquella tranquilidad para decirme en persona lo que tal vez no hubiera cabido en sus cartas para justificar sus calabazas y su poco interés por corresponder a mis sentimientos. Se había asegurado que el mensaje me llegara y que, sin embargo, no pudiera echárselo en cara, porque no había habido testigos ni prueba escrita que lo demostrase. De hecho, el paseo desde la iglesia hasta allí había sido de lo más silencioso, evitando cruzar las miradas.

Ana había quedado con sus amigas y se presentaba allí conmigo, lo cual le planteaba una seria disyuntiva, le ponía en un compromiso por mucho que pretendiera dejar claro que no éramos pareja. Ciertamente no estábamos entre desconocidos y ella se desentendió de mí tras habernos sentado, aunque nuestras sillas estuvieran tan cerca la una de la otra, pero no olvidó que había ido a petición suya y sin que los demás me esperasen. Era evidente que con su buena intención ella misma se había creado un problema de difícil solución, aun cuando yo venciera mis malos hábitos e intentase ser tan sociable como los demás, dejase a un lado las subjetividades para avivar esa confianza mutua, lo que resultaría tan sencillo como complicado según fuera mi predisposición, aunque el cargo de conciencia fuera para Ana, si aquello no salía cómo era deseable. Los allí presentes ya me conocían y tampoco se dejarían condicionar por mi compañía, aunque no la rechazasen, dado que como tal era uno más, pero debía ser yo quien me integrase.

El número de chicas y de chicos allí reunidos era desigual, ganaban ellas, de igual modo que había más que estaban allí en pandilla que en pareja, sin tener nada de particular ese emparejamiento dentro del grupo o fuera de éste. Es decir, como en el caso de Ana, allí había quien había conocido y se había incorporado al Movimiento por medio de la pareja, quien había encontrado pareja entre la gente del Movimiento, aun sin ser del mismo grupo o lugar de residencia, después la implicación de unos y otros era más personal. Había quien simplemente era miembro del Movimiento y quien se había implicado de tal manera que había asumido alguna responsabilidad. Ana era el contacto entre el grupo de su parroquia y nosotros, aparte de que el hecho de haber roto con Carlos no hubiera afectado en el mismo sentido su vínculo con el Movimiento. Éste no era el primero ni el último caso. De todas maneras, no se le quitaba el mérito porque era ejemplo de la fuerza de la fraternidad entre todos.

La posibilidad de que Ana encontrase una nueva pareja dentro o fuera del Movimiento era algo que no se descartada, era elección suya, tanto como que aquella ruptura le hubiera ayudado a descubrir que esa no era su vocación. En ese sentido, el único que la orientaba era su director espiritual o confesor. Los demás tan sólo sacaríamos conjeturas sobre lo que pensáramos de su vocación. Lo que en mi caso tal vez fuera tan subjetivo como interesado. Nosotros no éramos pareja y evidentemente su vinculación con el Movimiento resultaba lo bastante firme como para no pensar que se produjese tal hecho en su vida, que ésta diera un giro tan radical. Sin embargo, si se sentía incómoda y presionada, se daría esa circunstancia haciendo oídos sordos a esa vocación, si es que ya tenía claro cuál era, dado que la ruptura con Carlos no había sido sólo por capricho, más cuando éste se había buscado otra pareja.

Es decir, ocultar el hecho de que para mí aquella situación me resultaba demasiado comprometedora era absurdo. Ella y yo habíamos llegado los últimos y juntos, nos sentábamos el uno al lado del otro y, aparte del desmentido que fuéramos pareja, había que acallar el rumor respecto a su inexistente nuevo novio. Éramos, de algún modo, el centro de atención, aun sin que nadie dudase de nuestra sinceridad, ya que no había motivo para mentir al respecto, si como Ana me había dicho en sus cartas y en persona, no quería ese tipo de relación conmigo. Mientras ella se mostraba de lo más tranquila, en parte por encontrarse en su ambiente y no tener motivos para preocuparse, yo estaba nervioso por todo y por la confusión de ideas que me rondaban por la cabeza, tanto por lo que se suponía pensaban los demás, como por el hecho de tener ante mí la posibilidad de que aquello fuera el principio de algo más, que tal y como se planteaba no tenía ningún futuro, dado que Ana estaba segura de que no me quería y yo no ganaba nada. No tenía ningún sentido, salvo que la convenciera de ello, pero no lo creía posible.

Me fijaba en las parejas que se habían sentado juntas, comparaba la relación que había entre ellos con el trato que había entre Ana y yo allí sentados y me quedaba claro que nosotros no éramos pareja, en todo caso, buenos amigos. Nos faltaba esa complicidad, ese buen entendimiento de quienes se conocían y sabían quién estaba sentado a su lado y por qué. Nosotros no nos ignorábamos, pero ella dejaba claro que tenía más en común con sus amigas, con quienes podía pasarse la velada hablando de lo que fuera, mientras que conmigo no tardó más de dos minutos en decidir que íbamos a pedir, los dos lo mismo, y pagarlo a medias para que la cena no nos saliera demasiado cara, a pesar de que yo tampoco tenía demasiado apetito aquella noche ni llevaba dinero como para permitirme derrochar. Las otras parejas también compartían gastos porque ellas no querían que ellos les invitaran ni ellos eran tan generosos como para rascarse el bolsillo hasta ese punto. La caballerosidad o el romanticismo que hubiera en ese detalle era cosa del pasado, más cuando todos estábamos allí como amigos.

A la hora de salir de allí lo hicimos todos a la vez. Ana hubiera salido con sus amigas para que las pandillas quedasen mejor definidas de cara al plan que cada cual tuviera para después. Sin embargo, y con la excusa de que nos habíamos sentado juntos, prefirió conservar mi compañía sabiendo que sus amigas nos seguían y no se perderían cuando salieran a la calle. En esa ocasión no sería como tras el retiro, no se quedaría nadie y por descontado yo descartaba repetir el detalle de quedarme a hacerle compañía o ir con ella a ninguna otra parte. Desde allí tenía claro que me marchaba a casa y, si no encontraba quien me acercase en coche, lo haría andando por corto o largo que fuera el paseo en medio de esa fría noche. Lo cual, en cualquier caso, me vendría bien para reflexionar sobre lo sucedido y aclararme las ideas, aunque no me plantease tomar ninguna medida que complicara mi relación y amistad con Ana, incluso en el caso de que ésta jugase conmigo para ver si me merecía un voto de confianza y cambiaba de parecer.

Allí, en la calle, alguien tan confundido como yo respecto a lo que había entre nosotros, se atrevió a plantearle dicha cuestión a Ana con la suficiente falta de tacto como para que los presentes escucharan la pregunta y fijasen su atención en su respuesta, sobre Ana. Como era lógico quien preguntaba no era ninguna de sus amigas, como tampoco afirmase que lo hiciera en nombre propio, pero tras el desmentido de que no éramos novios, se hacía necesario aclarar si tenía algún interés por mí o el hecho de estar juntos era circunstancial, dado que por todos era sabido que yo había reconocido sentir algo hacia ella, así como sus reiteradas calabazas, de lo cual nadie dudaba porque lo había aclarado siempre que se lo habían preguntado. Pero resultaba poco coherente con su actitud de aquella noche, salvo que la responsabilidad recayera sobre mí, por pesado o porque Ana no se hubiera librado de mí ni aunque me lo rogase por las malas. Posibilidad ésta que me dejaba en bastante mal lugar.

Se negó a contestar, aunque en esa ocasión no se vio sorprendida por la situación ni la pregunta. Me hubiera reiterado sus calabazas o defendido el hecho de ser buenos amigos porque aquel tema estaba aclarado entre nosotros y ya no le afectaba hasta el punto de no querer nada conmigo. No dijo nada, pero su mirada fue lo bastante expresiva como para que a nadie se le ocurriera aludir aquella cuestión de nuevo. No tenía por qué dar explicaciones de sus actos y la confesión se dejaba para el confesionario, en caso de producirle algún remordimiento. Entre amigos lo mejor era ver, oír y callar, dado que bastante tenía sabiendo que a mí me costaba aceptar que no me correspondía y tan solo quería conservar mi amistad, como para, además, soportar las suspicacias de los demás por algo que carecía de sentido y se había desmentido. Si me hubiera ido a casa antes, no me hubiera propuesto que la acompañara y estaba claro que de lo primero no tenía culpa ni responsabilidad. No era algo que pretendiera y que le sorprendió de manera no muy grata.

La despedida fue de lo más normal y quien esperase que nos diéramos un beso en la mejilla, se quedó con las ganas. Ya me había dado un beso el día que Carlos nos había presentado y aquella noche no se sentía tan sociable en ese aspecto, aunque tampoco me ignorase para evitar falsas impresiones. Me dio las gracias por la compañía y un “hasta luego” por el que creí que podía marcharme con la cabeza alta y mirando por encima del hombro a más de uno. No es que hubiera dejado de pensar que tenía mucho que mejorar de mi actitud, pero, al menos, en lo referente a aquella velada, si me puntuaba sobre diez, superaba el aprobado. La nota máxima la reservaba para quien fuera su novio. Sin embargo, eso estaba fuera de mi alcance. De tal manera que la siguiente vez que nos viéramos podría estar seguro que no podría ni tendría que pensar que fuera a sentirse más acosada ni dudar de mis intenciones, salvo que de nuevo fuera tan tonto como para hacer oídos sordos a todo cuanto habíamos hablado aquella tarde. Se había desahogado y no esperaba tener que volver a hacerlo.