Manuel, Silencio en tus labios (1)*4

Miércoles, 16 de abril de 2003

Ese año, para mi sorpresa, coincidí con Ana a la hora de elegir un sitio para la Pascua entre los organizados por el Movimiento. No fue algo premeditado, aunque, en su caso, no fuera una elección tan voluntaria. Los del Consejo le habían propuesto que diera una de las charlas y se le sugirió ese pueblo, como hubiera sido en cualquier otro. Allí también estarían sus amigas, tanto de su parroquia como de Toledo, de manera que su presencia estaba más que justificada. La mía fue más por no quedarme en casa y no es que fuera ya con el grupo de amigos organizado, pero tampoco podía decirse que mi elección fuera tan al azar. Elegí el sitio sabiendo que estaría con gente con la que tenía más confianza y trato. En ningún caso, hubiera sabido de antemano quiénes serían todos los que formarían aquel grupo, no siendo de la misma parroquia, aunque sí que no seríamos más de veinte personas. No tenía ninguna responsabilidad en la organización, dado que, como era habitual, tomé una actitud bastante distante al respecto. No como Ana, que no era de las que iban a tenerlo todo hecho, ella tenía que implicarse.

El punto de encuentro, para los que fuésemos a aquella pascua desde Toledo, estuvo frente a la iglesia, a la seis en punto. Como tan solo éramos cinco y nos repartimos en dos coches, hubo sitio para las mochilas. Casi hubiera dado igual que los coches nos hubieran recogido a cada cual en su casa, sin embargo, era la manera de que saliéramos todos juntos y nos organizásemos. En realidad, creo que la elección del sitio fue porque pensaron en mí, ya que de los cinco que nos habíamos apuntado era el único que no iba emparejado, por lo cual cada pareja iba en su coche y a mí se me hacía un sitio para no dejarme en tierra, acudiría al pueblo con la misma ilusión que los demás. De hecho, a aquella pascua se apuntó quien quiso, pero la mayoría optó por el otro pueblo, para lo cual no me había sentido tan animado, mi intención no era tan solo la vivencia de otra Pascua, si no el disfrute de unos días con los hermanos, con los que consideraba tenía una mayor afinidad, aunque sintiera que no iba en pandilla, aunque tampoco como un añadido molesto de última hora. De hecho, esperaba que se hubiera apuntado más gente, pero cuando supe ese detalle no me pareció oportuno un cambio de planes.

Durante el trayecto, la pareja, con quienes iba en el coche, comentó lo peculiar de mi situación, le restaron gravedad, dado que no era relevante la situación sentimental de cada uno. Se iba a la Pascua para vivirla en fraternidad, y no sería el único soltero ni aquella tampoco era mi primera Pascua, de manera que no era una cuestión que me preocupara, salvo por el detalle de que me sentiría un tanto desamparado, pero, dado que formábamos un grupo pequeño, sería como si estuviéramos en familia; los unos cuidaríamos de los otros como en cualquier otra actividad del Movimiento, con la peculiaridad de que aquella sería una intensa convivencia de cuatro días en la que esperábamos que hubiera tiempo para el aburrimiento. Por otro lado, siendo un poco más subjetivo, siempre cabía la posibilidad de que en un encuentro como ese se iniciara en mi vida algo especial, circunstancias como la mía no eran tan extrañas y dentro del Movimiento se contaban las parejas y matrimonios surgidos en una Pascua, cuando no se había sentido la llamada a la vocación.

Por pascuas de años anteriores, y en base a mi propia experiencia personal, la verdad es que, respecto al porvenir del lunes siguiente, no me sentía nada optimista. Los precedentes eran poco favorecedores y no resultaba muy alentador el anhelo de que aquella ocasión fuera distinta. Siendo sincero conmigo mismo, eran más las pascuas en que se habían creado distancias que aquellas en las que afirmaba que se hubiera visto el inicio de algo especial en mi vida. Tenía malos recuerdos, aunque también momentos muy intensos que no olvidaba porque habían sido un descubrirme a mí mismo; me había identificado con aquello que vivía, más unido al Movimiento y a mis creencias, de manera que la balanza final era más tendente a reconocer que me habían merecido la pena cada una de aquellas pascuas porque había aprendido a cargar con mi cruz, dado que sin duda alguna cada año me abrazaba a ésta en espera de la Resurrección.

Llegamos a la plaza del pueblo a las siete y media, sin que como tal sintiese que el trayecto se me hubiera hecho demasiado largo. La conversación resultó amena, hablamos y confesamos el estado de ánimo en que iba cada uno y, en cierto modo, compartimos las expectativas creadas. Comprendí que las ilusiones de aquella pareja tampoco eran muy distintas a las mías en cuanto a la vivencia de la Pascua. Aquella no tenía por qué ser una Pascua más en la vida de cada uno, cuando resultaba más cierto plantearnos que sería la primera, la única, dado que, si nos condicionábamos por las experiencias del pasado, perderíamos todo el fruto de aquella convivencia. Lo importante era que el corazón se abriera y se llenara.

La gentileza y caballerosidad, aparte de que esa fuera la ruta más directa, propició que primero fuéramos al alojamiento de las chicas, donde éstas vivirían durante aquellos días. Íbamos ya con la idea de que aquel sería el punto de encuentro donde todos nos reuniríamos según llegásemos. En esos momentos ya me picaba la curiosidad por saber quién más estaría allí; admitía mi desconocimiento y que quizá, una vez bajara del coche, tomaría conciencia de que estaba en la Pascua y me crearía mis propios esquemas. Si me enteraba con quiénes conviviría, sabría en quién apoyarme para que mi presencia no resultase incómoda para nadie. Mis amigos tenían buena intención, pero comprendía que, además de la vivencia de la Pascua, las parejas se reafirmarían en esa complicidad entre ellos, sin que hubiera un tercero que incordiara.

Allí me encontré con que Ana y los de su parroquia, habían acudido los primeros y estaban terminando con la organización del sitio. Se me informó que seríamos dieciocho personas, mayoría femenina, con lo cual ellas escogieron y se reservaron el mejor alojamiento, no sólo por mantenerse apartadas de los chicos, aunque fuera una de las razones. Los miembros del Movimiento, y dentro de aquel clima de fraternidad, éramos todos hermanos, pero ello no era impedimento para esa separación por sexos, que no rivalidad ni discriminación. Compartiríamos la celebración de la Semana Santa con la gente del pueblo y era necesaria una cierta formalidad, que no habíamos ido hasta allí, invitados por el párroco, para andar de juerga aprovechando que nuestros padres no estuvieran cerca. La gente se fijaría en nosotros y se daría cuenta de que desde nuestra juventud también se vivía y sentía la religiosidad de aquellos días, que no nos pasaríamos el día en el bar ni dando vueltas por el pueblo mientras hacíamos tiempo.

Aquel reencuentro fue toda una sorpresa, aunque desde el primer momento me dejó algo preocupado. Nos encontrábamos de nuevo casi dos meses después y mis ideas no estaban demasiado claras con respecto a lo sucedido aquella tarde de febrero. Por su parte, pareció que estaba de lo más relajada o, en todo caso, preocupada con los preparativos de la charla que nos daría el sábado, por lo cual agradecería de todo corazón que le evitara malos entendidos y situaciones comprometidas, aparte que no tuviera intención de que continuara ni se iniciara una historia personal con nadie. A mí ya me había dejado ese asunto aclarado y aquella coincidencia no significaba nada más que la normalidad en nuestras vidas y relación con el Movimiento, que una vez habíamos hablado de manera calmada; las discrepancias y los malos rollos estaban superados, sin que ello obligase a la mediación de terceras personas para la buena convivencia entre todos. Nuestra coincidencia allí no provocaría que aquella Pascua fuese distinta a otras, de lo contrario se hubiera remediado antes.

Para una correcta organización se nos dividió en grupos de seis personas, donde Ana y yo no coincidimos, lo cual no juzgué, pero me pareció premeditado, no tanto por mi parte, dado que no había dicho nada al respecto, como por la suya, o al menos por quién hubiera hecho la distribución de los grupos para que no se diera esa coincidencia, aunque éstos fueran mixtos. Se buscaba más la funcionalidad que la apetencias de cada cual. No se tuvo en cuenta el número de pascuas que llevásemos sobre nuestra espalda, tan solo que alguno se perdiera, de modo que las tareas se realizasen con agilidad para que ello no impidiera la asistencia y participación en los distintos actos, tanto los organizados por el pueblo como nuestras reuniones o charlas. Las tareas domésticas serían una de las ocupaciones de los grupos, además de la ayuda en los actos litúrgicos, dado que los unos cuidaríamos los otros en ese clima de fraternidad y servicio. Allí nadie era más ni menos que los demás a la hora de la asignación de la escoba en su alojamiento o una lectura para los Oficios.

Las chicas tomaron ejemplo del trato que esperaban por parte de los chicos y, dado que nosotros aún no nos habíamos instalado, nos acompañaron hasta nuestro alojamiento. Todos llevábamos el mismo camino, la iglesia. Aquel primer paseo fue una evidencia clara de cómo estaba compuesto el grupo; quedó de manifiesto quién había llegado en compañía de sus amistades y quién en pareja. Eran los últimos momentos en que parecía que aún cargábamos con aquello que no era propio de la Pascua y sí de nuestra vida cotidiana, que aún nadie se había negado a sí mismo. La única que desentonó fue Ana, quien no buscó la conversación de sus amigas, se mostró más interesada en mí. Evitó que me sintiera como si nadie quisiera nada conmigo o fuera de acople en alguno de esos pequeños grupitos. Aprovechó para que habláramos y comprendí que lo sucedido en febrero no había sido un espejismo; se alegraba por el reencuentro, que me hubiera animado y salido de casa en unos días tan importantes.

Como celebración de aquel primer día, aquel encuentro, y que todos nos mentalizásemos de a qué habíamos ido, participamos en la misa de la tarde. No es que fuera con mala intención, por ver la limpieza de alma o de espíritu con que llegaba cada uno. Era Miércoles Santo y quien no se hubiera confesado antes, no comulgó aquella tarde, se quedó en el banco mientras los demás participaban de la Comunión. Yo me conté entre los pecadores, no así Ana, que, además de ser una de las responsables de la Pascua, no quería que el comienzo de aquellas celebraciones se iniciase con mal pie ni un mal ejemplo. En cierto modo, me pareció que gracias a esa limpieza de corazón se sentía con fuerzas, atendería todos los compromisos y prepararía mejor la charla del sábado. Los veinte o treinta minutos que los demás necesitáramos para la confesión, ella los dedicaría a otras cuestiones menos personales. De hecho, casi me dio la impresión que, cuando se levantó del banco, se distanció de mí, que su simpatía conmigo en los primeros momentos no iría más allá. Ella estaba allí con la mentalidad de la Pascua y tenía la conciencia tranquila.

Aunque la tuviera, la frialdad del trato de Ana conmigo no tenía doble interpretación. Parecía que me evitaba, pero la verdad es que tampoco tendríamos muchos momentos de mayor complicidad entre los dos, porque, cuando no hiciese nada por el grupo, se centraría en los preparativos de la charla. Cuando el desocupado fuera yo, ella estaría lo bastante atareada como para que su atención no se centrara en mí, sino en la conversación con las amigas, en la cual yo no participaría. Era un comportamiento lógico, pero distinto a nuestro anterior encuentro, como si entre nosotros estuviera todo dicho o dejase claro que aquel arranque de sinceridad no había sido un aliciente ni una orientación para que me convirtiera en el hombre de su vida. Se conformaba con considerarme un hermano y que no hubiera nuevos malos rollos entre nosotros ni con los demás por culpa de algo que no sucedería por mucho que me empeñara u obsesionara con ello. Con su actitud pretendía que cualquier duda o malentendido se despejase incluso respecto a aquella coincidencia en la Pascua.

Se quedó en casa
Me ofrecí contigo y me marché,
me dejé olvidada mi cruz en casa,.
Me ofrecí contigo, pero te vi morir,
mi ofrecimiento sería luz de vida,
pero mi vela se quedó en casa.
Eras Tú el único que te dabas
porque me dejaste marchar a casa
mostraste la tristeza en tu mirada
tu casa estaba en mi vida
pero mi vida se quedó en casa.