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Ana. Silencio en tus labios (2-2)

25 de octubre, sábado

Los nervios y la tensión de aquella noche, no me dejaron dormir demasiado bien, me tuvieron desvelada más tiempo del que hubiera querido. Eran demasiadas las cuestiones que me habían rondado por la cabeza, a las que me enfrentaría aquella tarde de sábado y, como me había sucedido el año anterior, el hecho de pensar en Manuel no era algo que me aliviara, más bien, al contrario. Era una de esas situaciones en que hubiera plasmado mis pensamientos en un mensaje y mandado a mi anónimo amigo de Internet, pero ni tan siquiera eso me hubiera consolado en aquella ocasión ante la casi total convicción de que ese éste era quién aquella noche dormía en la cama de mi hermano, que cuando regresara a casa y mirase su buzón de correo se llevaría la sorpresa de su vida. Por lo cual me tenía que tragar las tensiones de aquel día, guardarme mi orgullo y armarme de paciencia para decidir qué sentido tenía aquella relación. Si iba a ser así cada vez que nos viéramos, casi era mejor que lo olvidásemos.

Cuando Manuel abrió la puerta de su dormitorio, dio las primeras evidencias de que se había despertado, yo me encontraba en el pasillo, lo cual no fue algo premeditado, ya que no le esperaba y casi hubiera preferido evitar aquel encuentro. Necesitaba que me dejase tranquila, tiempo para aclararme, aunque mi malestar fuera tanto contra él como contra mis padres, pero con éstos no me podía enfadar, dado que, hasta cierto punto, entendía que tenían razón al presionarle para que reaccionara e hiciera algo por nuestro futuro aparte de asegurar que estaba enamorado de mí. En seis meses, desde la Pascua, la verdad es que sus circunstancias habían cambiado poco, mientras que por mi parte había revolucionado todo mi mundo con el único objetivo de que él fuera parte de mi vida. Era de nuevo la sensación de impotencia hacia una relación que aparentaba ser algo forzada y que, sin embargo, sería yo la única o quien más perdía ante el hecho de darla por terminada a causa de aquellas insalvables diferencias entre los dos. Mis padres eran conscientes de mi disyuntiva y tampoco sabían muy bien cómo interceder.

Manuel: Buenos días. – Me dijo en tono afable y conciliador.

Ana: Buenos días. – Le contesté fríamente.

Manuel: La boda es esta tarde, ¿qué planes tienes para ahora? – Me preguntó.

Parecía tranquilo como si lo sucedido el día anterior ya no importara, como si hubiera bastado unas cuantas horas de descanso para que todo se hubiera superado. Me dio la impresión de que se sentía justificado y, hasta cierto punto, obligado a reclamar toda mi atención, dado que estaba en mi casa, era mi novio y había sido yo quien le había acudido que acudiera a la boda de aquella tarde. En otras circunstancias lo más probable es que me hubiera molestado que se mostrara frío e indiferente conmigo, e incluso que no hubiera hecho algún comentario jocoso sobre la defensa tácita que haría mi madre sobre mi integridad y contra sus impulsos más románticos. Pero la verdad es que me sentía tan bloqueada que lo último que me apetecía en aquellos momentos era perder el tiempo con él, aparte que mi atención tenía que estar en los preparativos de la boda y aunque él no parecía ser muy consciente de ello, su presencia era la última de mis preocupaciones. Si hubiera estado de buen humor le habría dedicado una sonrisa, pero no se la merecía.

Manuel: ¡Ana, por favor! – Me rogó. – Perdona lo que te dije. No fue mi intención ofenderte

Ana: La boda es a las cinco y media. Tengo intención de estar en la iglesia un cuarto de hora antes. – Le contesté con sequedad. – Hasta entonces, ¡qué te soporte otra y mejor que no me hartes! – Le advertí amenazante.

Tras aquellas palabras, me encerré en mi dormitorio porque no me apetecía que siguiéramos con aquella estúpida conversación que no llevaba a ninguna parte. Quizá mi reacción fuera un tanto desmedida, pero no era tanto por falta de aprecio o porque no apostase de manera incondicional por nuestro futuro como pareja, fue más una reacción por la impotencia que sentía en aquellos momentos. No quería que me agobiara y el hecho de que se encontrase en mi casa, que estuviéramos los dos bajo el mismo techo no resultaba muy favorable para mis nervios. En el fondo lo último que hubiera pretendido era que de mis palabras entendiera que le mandaba a hacer gárgaras porque no quisiera volver a saber nada de él, pero tenía tal jaleo en la cabeza que aquello fue casi como una liberación. De hecho, me arrepentí casi de inmediato, pero no quise rectificar porque lo último que me apetecía era que estuviéramos juntos, que se convirtiera en mi prioridad de aquella mañana, cuando tenía que pensar en acudir a la boda sin que nada ni nadie me alterase los nervios.

Aquella tensión prefería pasarla en mi casa, donde me sentía segura y a salvo. La tensión hubiera ido a más en el supuesto de que él me hubiera invitado a la boda de alguien del Toledo, del Movimiento. Aquel desencuentro en su casa, para mí habría sido como la peor de las pesadillas, más cuando esa hipotética invitación hubiera servido de excusa para que me presentara a sus padres y hermanos. No habría encontrado un sitio tranquilo donde esconderme y casi la salida más fácil para todos fuera que me olvidase de la asistencia a la boda y regresara a casa. Más o menos era la disyuntiva en la que dejaba a Manuel, ¡pero cómo a éste se le hubiera pasado por la cabeza la absurda idea de marchase, hubiera necesitado algo más que la mediación de nuestros amigos comunes para conseguir que se lo perdonase! Aunque no tuviera ánimos para verle, quería que se quedase, que fuéramos juntos a la boda y no me hiciera pasar por el ridículo de acudir sola, dado que mis padres no acudirían al banquete y yo era consciente de lo relevante de mi presencia.

Mi padre se decidió a intervenir en aquella guerra fría. En realidad era algo que ya tenía previsto con antelación, pero que se vio favorecido por las circunstancias porque Manuel no encontró justificación para negarse. Mejor que tenerle pegado a mí todo el día, cuando su compañía me supondría una incomodidad y no me aportaba nada, la alternativa era que mi padre le diera algo con lo que entretenerse. Si la noche anterior habían tenido ocasión de tratar el asunto de la propuesta de trabajo, aquella mañana tenía la excusa perfecta para que viera las oficinas en persona y se formase su propia opinión al respecto. El optimismo de mi padre incluso le llevo a suponer que Manuel se replantaría su negativa de la noche anterior, aunque en un momento de tensión como por el que pasaba nuestra relación, como se suele decir, el horno no estaba para bollos, de manera que no tenía demasiado sentido que se ilusionara de pronto con la posibilidad de tener un trabajo y comenzar una nueva vida cuando no estaba seguro de lo cerca que yo estaba dispuesta a tenerle. Lo más fácil era pensar que cuanto más lejos mejor, porque la expectativa de que viviéramos bajo el mismo techo no era algo que a mí me hiciera gracia, más bien ninguna. Lo de coincidir en la gestoría no me resultaba tan beneficioso para nuestro futuro.

Mi madre y yo aprovechamos la ausencia de los hombres en casa, que ya teníamos hora, para irnos juntas a la peluquería. Con el permiso de mi padre me había tomado el día libre en el trabajo, aunque eso de que librase por costumbre los sábados no era algo que le convenciera del todo. De ahí que en los meses previos tampoco hubiera abusado tanto de mis privilegios como hija, con la suerte de que me había organizado la agenda de tal manera que aquello era más un premio que una excepción o abuso de confianza. Podía decirse que seguía el ejemplo de mi hermano y, en cualquier caso, mis ausencias siempre eran por una buena excusa y avisaba con antelación, de tal manera que tenía tiempo para organizarme y disponerlo, sin que supusiera un problema para nadie En todo caso, si no surgían imprevisto de última hora, el lunes por la mañana me reincorporaba al trabajo y tardaba poco en ponerme al día de lo que hubiera pendiente y no entrara en mis previsiones. Lo de aquella mañana estaba justificado por los preparativos de la boda y porque se suponía que debía dedicarle algo de tiempo a mi novio, a pesar de que los acontecimientos hubieran provocado que mi trato con éste no pasara por nuestro mejor momento.

Lo malo de tener toda la mañana para estar con mi madre y que ésta fuera consciente de que pasaba por un mal momento era que no tenía por costumbre mantenerse al margen, como si intentara enmendar conmigo los errores cometidos con mi hermana y con ello evitar que siguiera el mal ejemplo de ésta. En realidad, su actitud conmigo debería haber sido un tanto más recriminadora por no haber sido la hermana mayor que se suponía que era, como para que hubiera buscado y encontrado el mí el apoyo que le faltaba de nuestros padres. Sin embargo, la crisis de ésta se había producido cuando yo estaba en plena ruptura con Carlos y, de algún modo, había sido como si hubiera hecho que parte de la responsabilidad hubiera recaído sobre ella. La cuestión era que sabía cómo trataba mi madre las crisis sentimentales y no esperaba que en aquella ocasión sus recomendaciones las fuera a tener tan en cuenta como en ocasiones anteriores, más cuando los precedentes no eran muy favorables. Sin embargo, mi madre aún confiaba en que alguna vez alguna de sus hijas se dignaría a escucharla y no haríamos lo que nos viniera en gana sin pensar en las repercusiones. Tal vez no fuera todo lo objetiva que debiera, pero por encima de esas valoraciones estaba el hecho de que era madre y tan solo deseaba nuestra felicidad y lo mejor para nosotras.

Aquella mañana, aparte de que tratamos otras cuestiones más o menos cotidianas, las típicas entre madre e hija ante un acontecimiento como el de aquella tarde, el centro de nuestra conversación estuvo en Manuel, en la causa de nuestro desencuentro y en que yo aclarase mi postura con respecto al futuro. Para mi madre no tenía demasiado sentido que me empeñara en mantener aquella relación que implicaba un disgusto tras otro y no llevaba a nada positivo. Según ella, me lo debía plantear con la misma firmeza y convicción con la que había acabado mi relación con Carlos, porque Manuel no estaba a la altura de las expectativas. Aquello estaba condenado a terminar mal; de manera que cuando quisiéramos asumirlo nos haríamos más daño del que podíamos soportar, cuando aún estábamos a tiempo de rehacer nuestras vidas, de que hubiera ocasión a que otro chico me conquistara. Según mi madre, candidatos y pretendientes no me faltarían. Ella, como cualquier madre en tales circunstancias, sabía de unos cuantos que contaban con su beneplácito. Sin embargo, los pocos a los que aludió como ejemplo me provocaron la misma reacción que si me hubiera tragado una guindilla picante.

Tener que defender mis sentimientos por Manuel, cuando en aquellos momentos no tenía las ideas tan claras, no estaba tan convencida de que fuera lo más conveniente para mí, lo cierto es que se convirtió en una tarea más complicada de lo que hubiera deseado. Por mi cabeza rondaban más sus defectos que sus virtudes, aunque me esforcé en ser positiva y justa con él, dado que no se trataba de que yo me convenciera, sino de contrarrestar los argumentos que mi madre me daba en su contra, sobre todo para que no me dijera que era una soñadora y me faltaba objetividad; me recriminara eso de que el amor me había cegado y no era capaz de descubrir la verdad sobre el hombre que había conquistado mi corazón de la manera más tonta. Hasta cierto punto, si me lo hubiera planteado como un tema de trabajo, lo más fácil hubiera sido darle la razón y desaconsejar que se asumiera ese riesgo que a la larga no aportaría nada positivo. Sin embargo, también sabía por experiencia que las ideas más absurdas eran las que al final tenían éxito y, como tal, no tenía la sensación de que Manuel me hubiera defraudado; cuando se lo proponía él mismo se sorprendía de sus capacidades.

Su única torpeza había sido un desafortunado comentario sobre mi vestido, su falta de delicadeza a la hora de relacionarse conmigo, pero tampoco era algo que hubiera de entender como una ofensa o con mala intención. Le había pedido su opinión sobre mi vestido, colgado en la percha, y se había sincerado conmigo. Tampoco es que me hubiera dicho que no le gustaba o que me sentaría mal. Su respuesta había sido en el sentido de que el vestido resultaba un poco fresco para el otoño y que con él puesto sería el centro de todas las miradas, lo cual hasta cierto punto casi se debía interpretar como el mayor de los halagos, hasta con preocupación, porque era una advertencia de que no me quitaría el ojo de encima en toda la velada. Lo cierto era que yo tampoco tenía muy claro que hubiera sido lo correcto que me hubiera respondido, pero mi reacción había sido un tanto brusca, como si de manera premeditada hubiera sido una provocación para que nos enfadásemos y anduviéramos de morros todo el fin de semana. Estaba nerviosa por la situación y a él le había faltado delicadeza para darse cuenta de ello y medir un poco más sus palabras. Más que su opinión lo que necesitaba era su complicidad.