Ana. Silencio en tus labios (2-2)

Cuando regresamos a la mesa, me senté sin dudarlo, me dolían los pies, porque aquellos zapatos no eran para bailar, pero él se quedó de pie y sentí que tenía su mirada puesta sobre mí, como si el hecho de que hubiéramos dado por finalizado el baile le hubiera dejado un mal sabor de boca y aún necesitase comerme con los ojos, ya que no le consentiría que se abalanzase sobre mí. Por mi parte consideraba que le había concedido bastante proximidad con aquel baile. Confiaba y esperaba que se hubiera sentado a mi lado, que me ofreciera su mano para que se la cogiera y no se rompiera aquel lazo de amor que nos unía. Sin embargo, al verle allí, de pie, casi me sentí amenazada, como si dudase entre echarse sobre mí o salir corriendo porque no encontrase otra manera de reprimir sus impulsos. En cualquier caso, por mucho que me mirase con unos ojos u otros, mi integridad y dignidad estarían a salvo, dado que, aunque me hubiera sugerido que nos fuéramos a cometer una locura, ya conocía de antemano mi respuesta. Lo único que esperaba de él era que me respetase y cuando lo considerase conveniente me propusiera que nos casáramos, para lo cual ya le había insinuado mi respuesta.

Ana: Sí quieres, nos vamos a casa y te das una ducha fría. – Le dije. – Como está lloviendo, basta con que salgas a la calle.

Manuel: ¿Qué? – Preguntó sin entenderme.

Ana: No sé si tu cara de tonto es la de todos los días o es que te alegras de que hayamos bailado. – Le contesté.

Manuel: La de todos los días. – Me respondió sin entender.

Ana: ¡Ya, se nota! – Le dije con una sonrisa.

Manuel: ¿He dicho algo inoportuno? – Me preguntó extrañado

Ana: ¡Qué será mejor que no te acostumbres a darte duchas frías con tanta frecuencia! – Le dije con intención

Manuel: No te entiendo. – Replicó.

Ana: Déjalo. – Le respondí dándolo por imposible. – ¡Todos sois iguales!

Aquella fue una recriminación sentida, de frustración, ante la evidencia de que en aquellos momentos me hacía sentir y se comportaba como cualquier otro, con la única diferencia que los demás no eran mi pareja y de éste hubiera esperado un poco más de consideración, no que me hiciera sentir como un apetitoso jamón, como si esperase a que le diera permiso para que me comiera entera. Lo cierto era que ese tipo de actitudes me molestaban un poco, aunque tal vez él lo entendiera como un halago o la evidencia de que me quisiera tanto que no fuera capaz de tener voluntad propia. Supongo que en el fondo me tenía que alegrar al descubrir que le provocaba aquellas reacciones y que éste no pensaba en mí tan solo de una manera platónica, por lo que, después del atracón que se había dado durante nuestro baile, era lógico que se sintiera un tanto contrariado, necesitara que el cerebro volviera a su sitio. De todos modos, hubiera sido un error por su parte confesarme que tenía aquellos impulsos reprimidos, dado que mi contestación no sería tan comedida.

Al menos conseguí que se sentara, me ofreciera su mano y pusiera la atención en otra parte que no fuera mi vestido o lo que creyera intuir que éste ocultaba a sus ojos. Casi era mejor que reprimiera su imaginación, dado que la razón de nuestra discusión del día anterior había sido su opinión y comentario poco acertado sobre mi vestido. De hecho, era mejor que no buscara evidencias para reafirmarse en aquellos argumentos. A mí no me apetecía discutir y aquel asunto se suponía superado. Prefería que se deleitase con mi compañía, con mi conversación, en vez de dejarse arrastrar por aquellos pensamientos porque lo único que conseguiría sería que me sintiera humillada y dolida por la persona que en aquellos instantes consideraba que lo era todo para mí. Que aquellas insinuaciones procedieran de un extraño casi me era indiferente, pero en labios de mi novio, eran el peor de los maltratos y desprecios.

Ana: ¿Te puedo hacer una confidencia sin que te enfades conmigo? – Le propuse con sutileza.

Manuel: Hemos dejado el baile para hablar, de manera que dime lo que quieras. – Me contestó. – Sólo te pido que no insistas sobre lo de la boda. Éste no es momento ni lugar.

Ana: No es por continuar con la discusión de ayer, pero tenías razón en cuanto al vestido. – Le dije con toda tranquilidad. – Me lo compré pensando en gustarle al gran amor de mi vida y que éste no tuviera ojos para nadie más.

Manuel: ¿Me tengo que reír? – Replicó contrariado.

Ana: No, echar monedas. – Le contesté con jocosidad y una sonrisa. – Tú eres ese gran amor. – Le confesé.

Manuel: Gracias. – Me dijo sin saber muy bien qué responder. – Sólo lamento que nos hayamos peleado por el vestido.

Ana: Supongo que en parte la culpa es mía por haber querido sorprenderte. – Le respondí. – No debí dejártelo ver ayer. – Reconocí. – Suerte que no sea el vestido de novia, pero te aseguro que he escarmentado.

Alguien se debió percatar de que nos habíamos evadido de la fiesta, que estábamos en cualquier sitio menos donde nos correspondía en aquellos momentos, de manera que, para lograr que nos implicáramos, recurrió al truco más sutil que se les hubiera pasado por la cabeza. La cuestión es que el ramo de la novia voló desde la pista de baile hasta donde estábamos nosotros y cayó a los pies de Manuel. Cuando chocó con éstos detuvo aquel vuelo, ya que de lo contrario se hubiera metido bajo la mesa. El caso es que conocía bastante a mis amigos como para comprender que aquello no era accidental y que, de las parejas allí presentes, tal vez fuéramos la última en situación de recibir el testigo de aquella boda, de ser la siguiente que pasara por el altar. Sin embargo, por otro lado, se interpretaba como que todo el mundo nos daba su aprobación y confiaban en que nuestros avances como pareja nos encaminarían a dar ese paso más pronto que tarde. Hasta cierto punto era la manera que tenía Carlos de poner de manifiesto lo mucho que valoraba mi amistad y quería nuestra felicidad.

Los ojos y la atención de todo el mundo estaban en el ramo y en quién lo tenía en aquellos momentos, ya que Manuel se había convertido en el receptor del ramo y en un primer momento se mostró contrariado y paralizado por la situación, sin saber cómo reaccionar, incluso como si creyese que la responsable de que el ramo hubiera caído a sus pies hubiera errado el lanzamiento y la destinataria se encontraba un metro a la derecha de donde éste había caído, más cuando yo no hice nada por agacharme a recogerlo y estaba tan sorprendida como él por la ocurrencia de mis amigos. Por mi parte me pareció una imprudencia hacer cualquier intento de cogerlo, como si aquello me fuera dar mala suerte, porque debía ser Manuel quien me lo entregara, en el supuesto de que fuese cierto que de verdad esperaba que nos casásemos, aunque en aquellos momentos no fuera una de sus prioridades. Tampoco quería que se sintiera obligado, porque entre nosotros aún quedaban muchos asuntos que tratar. Si no surgían problemas ni desavenencias de última hora, lo lógico era que nuestro noviazgo nos llevara a celebrar esa boda cuando fuera el momento.

En cierto modo, el hecho de que él fuera el receptor de aquel ramo tenía su gracia, en alusión a la charla que yo había dado el Sábado Santo en la Pascua, sobre eso de que la Vigilia me parecía que era como los momentos previos a una boda, lo que Manuel ya había tenido a bien comentarme que se sentiría un tanto ridículo en el supuesto de que tuviera que ser él quien se pusiera el vestido de novia, para lo cual, en aquellos momentos ya tenía el ramo. Como tuve a bien aclararle, aunque aquel comentario fuera un tanto jocoso y sin esa intención, tal vez yo hubiera personalizado demasiado el sentido de la Vigilia, aparte de que, salvo por pequeñas excepciones, en cuanto a los sentimientos o el planteamiento, debía ser lo mismo para el novio que para la novia y que cada cual debía vestirse con la ropa que le correspondiera. De hecho, aquella Vigilia de la Pascua había sido la misma para todo el grupo, tal vez un poco más especial para nosotros porque había supuesto el comienzo de nuestra relación como pareja, aunque un tanto accidentado porque no era una situación que tuviéramos prevista.

La tensión del momento se rompió por la irreprimible carcajada de todo el mundo, porque no hubiera podido ser de otra manera, como si en aquellos momentos por la mente de todo el mundo pasara la imagen de Manuel vestido de novia; en realidad por el hecho de que aquel lanzamiento parecía haber salido un tanto desviado, aunque el destino final fuera el pretendido. Incluso a mí se me escapó una sonrisa ante la expresión de su cara.

Ana: ¡Ahora sí que se te ha quedado cara de tonto! – Le dije.

Manuel: Pues no le veo la gracia. – Me contestó contrariado.

Ana: Yo sí. – Repliqué. – Eres tú el único que no se quiere casar conmigo. – Constaté. – Mis padres ya aceptan nuestra relación y no creo que por parte de tu familia nos vayan a poner objeciones, aunque tendrás que llevarme a tu casa y hacer las presentaciones.

Manuel: ¡Mejor que no corramos tanto! – Me contestó. – Esperémonos un año antes de pensar en boda. De momento, limitémonos a hacer planes. Si dentro de un año todo va bien, hablaremos. – Me propuso. – Como tú misma dices, antes de nada te he de presentar a mis padres.

Ana: Si dentro de un año te doy calabazas, a mí no me culpes. – Le advertí con complicidad.

En un intento por salir airoso de aquel incidente, recogió el ramo y sin pensárselo demasiado se lo fue a devolver a la novia, como si esperase que ésta repitiera el lanzamiento o creyera que se le había soltado de las manos de manera accidental, mientras bailaba. Por mi parte me pareció una reacción un tanto absurda, que sin ser muy consciente de ello, se ponía en ridículo delante de todo el mundo e incluso que casi se entendía como un desprecio hacia mí, porque desaprovechaba la ocasión de ponerse en plan romántico y proponerme que me casara con él, lo que le habría hecho ser merecedor de los aplausos de todo el mundo con independencia de cuál hubiera sido mi contestación. Lo más probable fuera que le contestara que necesitaba pensármelo, pero que aquello era más un aplazamiento que una negativa en firme. Sin embargo, su primera ocurrencia fue devolverle el ramo a la novia y que todo el mundo se quedará contrariado.

Como no hubiera sido de otra manera, la novia rehusó recuperar el ramo; ya no lo quería ni necesitaba. En su caso parecía no tener la costumbre de llevarlo como ofrenda a ninguna Virgen, sino que fuera el testigo para la siguiente chica casadera, lo cual no era tan al azar como quizá exigiera la tradición o las buenas costumbres. Aquello me hizo comprender que se había pensado en mí como la destinataria de aquel ramo y que no era una ocurrencia de última hora, aunque aquello se hubiera fastidiado un poco en el supuesto de que las discrepancias con las que Manuel y yo habíamos comenzado el día no se hubieran superado o se agravasen. Era una última ocurrencia de la gente que me apreciaba y que, sin embargo, no era demasiado consciente del estado en que se encontraba nuestra relación, que había quien pensaba que nuestra felicidad ya duraba seis meses o que los baches por los que habíamos pasado y superado no eran más que la indiscutible evidencia de que por mucho que hubiera quien se opusiera, nosotros acabaríamos como un matrimonio feliz y duradero

Manuel: ¡Vaya lío! – Exclamó al regresar a la mesa. – Si lo llego a saber, no me muevo.

Ana: No haber cogido el ramo. – Le respondí. – Nadie te obligaba.

Manuel: Me ha sorprendido y he reaccionado por lógica. – Argumentó. – Creí que lo había lanzado en broma o que alguien se lo debía haber quitado.

Ana: Habría perdido toda su gracia. – Le contesté con frialdad.

Manuel: Supongo que ahora todo el mundo espera que seas tú quien se lo quede. – Me dijo con toda naturalidad.

Ana: De momento, lo tienes tú. – Le contesté sin inmutarme. – ¡A mí no me líes! – Le pedí con firmeza.

Manuel: Pues, si tú no lo quieres, no sé a quién se lo puedo entregar. – Replicó contrariado.

Ana: ¡Eso no es asunto mío! – Le respondí en actitud defensiva. – Tú sabrás lo que quieres, lo que te conviene y lo que has de hacer al respecto.

Manuel: ¿Se puede saber qué te pasa hoy? – Me preguntó intrigado ante mi actitud. – Admito que tengas un mal día, pero, si lo pagas conmigo, al menos cuéntamelo y no lo estropeemos más.

Ana: No me pasa nada. – Le contesté con sequedad.

Manuel: ¡Estás preciosa! – Me dijo para animarme. – Si me dedicas una sonrisa, te regalo el ramo. – Me propuso.

Ana: Mejor que no me agobies. – Me limité a responder.

En vista de que no estábamos muy dispuestos a dar un espectáculo de romanticismo ante todos los presentes, la gente no tardó en perder el interés por nosotros. Temí que después de que hubieran escuchado nuestra conversación, muchos pensaran que ésta tenía menos futuro del que se suponía, dado que Manuel no se mostraba demasiado cómplice de aquel juego y yo le respondía con frialdad, como si todo aquello no fuera conmigo. Sin embargo, el único problema era que no estaba dispuesta a recibir el ramo de cualquier manera. Lo esperaba de manos de mi novio y no de quien tan solo parecía interesado en mi compañía. De todas maneras, tampoco consentiría que aquel ramo acabara en la basura o Manuel se encontrase en la tesitura de no saber qué hacer con éste. Al final me lo tendría que quedar porque a Toledo no se lo llevaría, hubiera resultado un tanto extraño. Por lo cual, si no conseguía que lo aceptara por las buenas, lo más fácil es que al día siguiente cuando se hiciera el equipaje, se dejara el ramo olvidado sobre la cama o en algún rincón del dormitorio para que lo encontrásemos y evitarse las explicaciones. Sea como fuere, aquel no era el final de nuestra relación, tan solo la evidencia de que estábamos un poco nerviosos.

Manuel: ¿Bailas? – Me preguntó. – Aún es pronto para que nos marchemos y no estoy cansado. – Argumentó.

Ana: Un último baile y nos marchamos. – Le propuse. – Me temo que mañana mis padres no nos dejarán dormir hasta muy tarde. Además, a ti te convendría ir a misa antes de comer y así tendrás la tarde libre para viajar sin prisas.

Manuel: ¿Ya me quieres echar de tu vida? – Me preguntó con complicidad, aunque entendía que no era esa mi intención.

Ana: Si no te vas, no pondrás cumplir con la promesa de volver antes de cuatro semanas. – Argumenté.

Manuel: Entonces ¿Esperas que vuelva? – Me pregunto con intención de provocar mi reacción.

Ana: ¡Tú no vuelvas y verás lo que pasa! – Le respondí en tono amenazante. – Te hará falta más que buena voluntad para que no te lo tenga en cuenta. – Le advertí.

Manuel: ¿Bailamos? – Me preguntó de nuevo, porque no le apetecía que discutiéramos.

Ana: Vale, pero las manos quietas. – Le respondí.