24 de octubre, viernes
Para mí aquellas tres semanas fueron de pesadilla, de nervios, sin tener muy claro si me tenía que preparar para asistir a la boda de Carlos o a la mía, aunque de momento aún fuera un poco pronto para pensar en ello, a pesar de que en las conversaciones con las amigas casi fuera una constante por el hecho de que mi novio regresaría a mi casa y, a diferencia de lo sucedido tres meses antes, en aquella ocasión sería una visita organizada. Ya no se trataba de una convivencia, sino de que se quedaría en mi casa todo el fin de semana, tres días con sus dos noches, en las que él ocuparía el dormitorio de mi hermano y yo el mío. Sin embargo, tras mi visita a su casa y después de haber compartido mis impresiones con mis padres, el recibimiento que éste tendría sería mucho mejor de lo que se esperaba. Éstos ya tenían algo más asumido que nuestra relación iba en serio y tenían la completa intención de entrometerse para que Manuel empezara a plantarse en serio qué hacer con su vida en todos los sentidos, donde mi único cometido iba a ser dejarme querer y corresponderle con el mismo o mayor amor, lo que por mi parte sería como si aquella relación perdiera todo su sentido.
Por supuesto que durante aquellas tres semanas, cada día que pasaba me sentía más enamorada y esperaba con más inquietud nuestro reencuentro, tanto como el hecho de que intercambiáramos llamadas de teléfono para organizar su viaje y que él tuviera claro desde el primer momento que se alojaría en mi casa y se contaba con su asistencia a la boda, que de algún modo de ésta dependía la mía, porque me planteaba aquel acontecimiento como la oportunidad de que estuviéramos juntos, que hiciéramos algo como pareja y nuestra relación no se limitara a las actividades del Movimiento. Tras mi escapada a su casa, me sentía más identificada con nuestra relación y, aunque fuera un tanto presuntuoso por mi parte, incluso me apetecía presumir de novio delante de mis amigas y conocidos. Estaba segura de que en aquella ocasión tampoco me defraudaría, aunque fuera la primera boda en la que coincidiéramos y por lo tanto casi me era previsible cualquier sorpresa de última hora. En cualquier caso, prefería ser optimista porque no tenía motivos para desconfiar.
Aquella tarde me fui directa desde la gestoría a la estación de autobuses, porque había quedado que sería yo quien le recogiera, en aquella ocasión sin que mi hermano me acompañase de carabina. Mis padres estuvieron de acuerdo en darme ese voto de confianza, aparte que se mostró bastante atareado aquella tarde, por lo cual no había cabida para asuntos ajenos al trabajo. Además, preferí no coger el coche, dado que tampoco era mi costumbre usarlo a diario y según mi agenda para aquel día no tenía prevista ninguna reunión de trabajo. De manera casi premeditada me había organizado el día para quedarme en el despacho y estar tranquila, pendiente de que me llamara y confirmara que acudiría a la cita. Dado que en el supuesto de que me hubiera fallado, prefería no compartir mi mal humor con terceras personas. Por suerte, me sentía feliz porque todo se desarrollaba según lo previsto.
Dado que llegué a la estación antes de tiempo, preferí sentarme a esperarle, más que por cansancio físico o impaciencia, por la inquietud de aquel momento y la relevancia del reencuentro. Él acudía a la boda la víspera para que pasáramos todo el fin de semana juntos, para tener una nueva ocasión para tratar con mis padres y que éstos le conocieran un poco mejor. De hecho, mi padre confiaba en que le hablaría un poco más de mi trabajo y le preguntaría sobre su futuro, sin que yo tuviera demasiado claro que me apeteciera que nos empezásemos a ver a diario, por mucho que mi padre estuviera dispuesto a echarnos una mano en ese sentido, dado que debíamos invertir en nuestro futuro y por cómo estaba la situación, no parecía que él aportase todo lo que debía. Lo cierto es que yo casi prefería que demostrase sus aptitudes sin que mi padre se entrometiera, porque confiaba en que con un poco de empeño por su parte le demostraría a todo el mundo de lo que era capaz.
El autobús llegó con puntualidad, aunque desde donde estaba sentada, se apreciaba más por el tránsito de la gente, porque no tenía una visión directa de los andenes, por lo cual fue el movimiento de gente, el bullicio, lo que provocó mi reacción, me levantara y fijase la mirada en Manuel, quien en esos momentos ya parecía tenerme localizada. Mi primera impresión fue la misma de siempre, que no tenía demasiada variedad de ropa en su armario ni en sus gustos a la hora de vestir, que le era indiferente acudir a una convivencia que a casa de mis padres, aunque tampoco esperaba que me sorprendiera mucho en ese sentido, mientras que yo había acudido a buscarle con la ropa de trabajo, aunque aquel día me hubiera vestido más con idea de reunirme con él y tal vez mi vestuario fuera un poco menos formal que de costumbre. La verdad era que en aquellos momentos me sentía un tanto fría, con demasiados agobios en la cabeza como para mostrar mucho entusiasmo por el reencuentro.
Su primer impulso fue darme un beso en la mejilla, pero le obligué a que se reprimiera, estábamos rodeados de desconocidos y no me sentía demasiado cómoda, aunque sí feliz por su llegada, porque hubiera cumplido con su palabra y acudido a la boda. Lo cierto es que en aquellos momentos no me sentía con las ideas demasiado claras. Era la primera vez que asumía la tarea de recogerle y me sentía un tanto rara, ya que tampoco esperaba que se confiara demasiado por considerar que ya me tenía conquistada. Supongo que mi reacción fue involuntaria y él tampoco pareció tomárselo mal. De hecho, me dio la impresión de que también se sentía un tanto cohibido y no tenía muy claro cómo comportarse en aquellas circunstancias por lo que su intento era más por una formalidad que por el hecho de que le saliera del corazón. Entendía que aún ninguno de los dos tenía demasiado claro cómo debíamos comportarnos el uno con el otro, la manera de expresar todo ese cariño mutuo, dado que él temía que sus impulsos nos distanciaran, que me sintiera agobiada; al igual que a mí me preocupaba que aflorasen nuestras diferencias y no tanto lo mucho que nos unía; que sus comentarios jocosos resultaran ofensivos.
A pesar de mi frialdad inicial, se sentía en la necesidad de expresar de algún modo su alegría por el hecho de que volviéramos a estar juntos, resaltar la importancia tanto del reencuentro como del fin de semana que nos esperaba, por lo que se permitió decirme que estaba muy guapa, lo cual le agradecí e interpreté cómo una demostración de su cariño y un intento por ganarse una de mis sonrisas. Como en ocasiones anteriores, lo mejor era que todo empezase con buen pie y con tranquilidad, dado el nerviosismo no le favorecía a ninguno y lo último que quería en aquellos momentos era contagiarle mi inquietud. No sabía si era muy consciente de lo que le esperaba en mi casa y, en cualquier caso, confiaba en que la situación no le agobiara hasta el punto de que quisiera marcharse o se sintiera atrapado y sin escapatoria hasta el domingo. Mis padres lo único que pretenderían sería ser un poco más amables y tener la oportunidad de conocerse un poco mejor. Mi preocupación estaba en que éstos supieran tratarle con la suficiente delicadeza y él no actuara con su naturalidad habitual, fuera un poco más comedido en sus comentarios y con ciertas actitudes.
Manuel: Ya sé que me lo has confirmado, pero tus padres no tienen objeciones ¿Verdad? – Me preguntó dubitativo.
Ana: No hay ningún problema. – Le respondí. – Que fuera el otro día a tu casa y regresase sana y salva les ha terminado de convencer.
Manuel: La última vez les faltó poco para que me echasen a patadas. – Argumentó. – No les causó buena impresión saber que era tu novio.
Ana: ¡No seas tonto! – Repliqué. – Ya te dije que no hay ningún problema. Además, como te vas a quedar dos días, tendrán la oportunidad de conocerte mejor.
Manuel: Tú ya me vas conociendo. – Alegó con preocupación. – En cuanto estás más de cinco minutos conmigo te agobias. – Constató. – Aunque después no puedas vivir sin mí.
Ana: Porque eres un encanto, pero, cuando te pones tonto, no hay quién te aguante. – Me defendí con toda complicidad. – Estos días procura causarles buena impresión. – Le aconsejé. – Con mis padres se puede hablar con entera libertad una vez que te cogen confianza. Yo lo hago.
Manuel: Fuiste tú quien me advirtió sobre tu madre. – Me recordó. -Tu padre te adora, pero también ha de tener su genio.
Ana: Mi padre es un hombre de negocios. – Le respondí. – Le has caído bien. – Le dije convencida. – Lo de mi madre es más instinto de protección. No se lo tengas en cuenta y, ante todo, no le des motivos.
Manuel: ¡Me parece que eres más peligrosa que ella! – Replicó con intención. – Como negociadora eres implacable.
Ana: Confía en mí y no te preocupes. – Le pedí. – Esta vez no habrá sorpresas para nadie y mis padres ya han asumido lo nuestro.
Manuel: Te creeré. – Respondió con jocosidad. – Te prometo que no he olvidado que tu madre puede amenazarme con la zapatilla.
Ana: Mejor que no lo digas muy alto. – Le recomendé. – Mi madre no es tan terrible. – Afirmé. – Aquella sólo fue una excusa tonta para que me respetaras.
Manuel: Me haré el propósito de crearme un mejor concepto de ella. – Me prometió. – Esperemos que ella se haya hecho el mismo propósito conmigo.
Ana: Seguro que sí. – Le respondí animada. – Ya no tiene sentido compararte con Carlos. – Justifiqué. – Ahora, vayámonos que se nos hace tarde.
No hubo tiempo para seguir con aquella conversación porque en llegaba el autobús de línea que nos acercaría a mi casa. Tal vez hubiéramos podido dar un paseo, pero se nos hacía tarde y Manuel llegaba cargado con su equipaje, por lo que no sería una situación agradable para ninguno de los dos. Por mi parte tuve la tendencia a cogerme a su mano, pero las llevaba ocupadas y ninguno de los dos tuvo la ocurrencia de que compartiéramos la carga, ante lo cual, lo mejor era que fuéramos a mi casa por el medio más cómodo y rápido. Es más, hasta cierto punto, cómo había sucedido en julio, quise que se aprendiera el camino hasta mi casa por si en futuras visitas se encontraba con que nadie le recogía y debía ir solo, dado que más que asustarle, pretendía que cogiera confianza y no le asustara tanto la idea de volver siempre que le apeteciera y fuera posible. Para mí era indiferente que lo hiciera en autobús o en coche con tal que no pasaran más de tres o cuatro semanas entre una visita y otra, e incluso ya me empezaba a mentalizar de que era el mismo compromiso para mí, aunque me lo tomase con un poco más de calma porque la tendencia era que él se planteara la mudanza y no yo.
Me aproveché de la ocasión y el trayecto para ponerle al corriente de los planes para aquel fin de semana, para que no llegase a mi casa y se viera superado por las sorpresas ni la sucesión de acontecimientos. En cierto modo, quizá le llegara a hacer temer que la invitación a la boda de Carlos era lo menos relevante, que no era más que una excusa para que acudiera a mi casa y mis padres tuvieran la ocasión de ponerle los puntos sobre las íes; como si después de que se hubiera implicado en mis planes de inversión, de manera implícita, le hubiera dado permiso a mi familia para que nos entrometiéramos en su vida, que la única que estaba en situación de librarle de aquella tortura era yo, para lo cual habríamos de romper con nuestra relación de pareja, pero era una alternativa que no me planteaba de ninguna manera. Tampoco es que estuviera tan cegada de amor que no fuera consciente de la realidad, pero tanto mis padres como él se debían dar cuenta que me lo tomaba en serio, que no era un capricho pasajero.
Mi expectativa para aquel fin de semana, aparte de asistir a la boda y que todo el mundo se concienciara que había rehecho mi vida, que ya tenía novio, aunque éste no fuera el mejor del mundo, era que Manuel se ganara el puesto que le correspondía por méritos propios. Mis padres ya estaban medio convencidos de lo inevitable, pero las dudas que les quedaban debía ser Manuel quien se las resolviera, demostrarles que era el hombre que todos suponían que era y que el hecho de que en alguna ocasión me hubiera referido a él como “el tonto”, había sido de manera cariñosa y sin mala intención, que era tonto porque no se había dado cuenta de lo mucho que le quería, que estaba enamorada de él, no porque tuviera limitadas sus capacidades para merecerse el respeto de todo el mundo. De hecho, hasta cierto punto, incluso él debía convencerse de sus verdaderas cualidades y no vivir tan condicionado por la opinión de la gente. Como siempre, estaba segura de que no me defraudaría, que, aunque aquel mal trago fuera inevitable, estaría a la altura de las mejores expectativas que se hubieran puesto sobre él.