Manuel, por su parte, primero se acercó a felicitar a los recién casados y después fue a reunirse conmigo, actitud que no me agradó demasiado porque entendía y tenía la expectativa de que aquellas felicitaciones las hubiéramos hecho como pareja, que no se hubiera adelantado ni me hubiera ignorado, más cuando era evidente que estábamos allí para que la gente se diera cuenta que estábamos juntos. De hecho, me dio la sensación de que estaba un poco nervioso y tenía prisa porque nos marcháramos, que se sentía fuera de ambiente, sin haberse parado a pensar que aquella era mi gente, que, como en cualquier boda, lo apropiado era que tras la ceremonia y antes de que nos echasen para que se pudiera celebrar la misa del sábado por la tarde, todo el mundo querría felicitar a los recién casados y hacerse fotos con éstos para que les quedase un buen recuerdo.
Ana: Toma. – Le dije y entregué las llaves. – El coche está donde el otro día. Te espero aquí.
Manuel: ¿Podemos hablar antes? – Me preguntó contrariado.
Ana: Ves a por el coche. – Insistí. – Está lloviendo a cantaros y prefiero no mojarme. – Me excusé.
Si necesitaba una excusa para salir de la iglesia y relajarse, no se me ocurrió otra mejor, aunque quizá no fuera la actitud que esperaba por mi parte, pero tampoco me sentía con ánimos para preocuparme por él. En aquellos momentos su compañía y necesidades eran la última de mis preocupaciones. Si no estaba dispuesto a mantener una postura un poco más sociable, no había razón para que le obligara a ello y durante su ausencia yo estaría mucho más relajada, centrada en compartir aquellos momentos con los demás y no en evitar que me agobiase o en lo que quisiera. Tan solo iban a ser diez o quince minutos para que los dos estuviéramos tranquilos y, en caso de que alguien me preguntase, argumentar que le había mandado a por el coche, lo que tampoco le dejaría en mal lugar; pondría de manifiesto la confianza que tenía en él y lo mucho que éste cuidaba de mí. Tal y como iba vestida era poco prudente que me mojara y no me apetecía regresar a casa a cambiarme.
La sesión de fotos se alargó hasta que avisaron a los recién casados que el coche les esperaba en la puerta y que convenía que se fuera despejando la iglesia porque la misa no tardaría mucho en empezar y nuestra presencia impedía que entrase la gente. Era tal el aguacero que la gente se lo pensaba dos veces antes de poner un pie en la calle, de modo que hubo que olvidarse de la tradición de lanzarles arroz o pétalos de rosas. Sin embargo, la magia de aquel momento estuvo en que se les preparó un pasillo de paraguas desde la puerta de la iglesia hasta el coche, por las escaleras, de tal manera que ninguno de los dos se mojara, aunque ambos accedieron al coche por la misma puerta, dado que nadie consintió que Carlos tuviera un detalle de caballerosidad en aquellos momentos ni hubo quien le ofreciera el cobijo de sus paraguas para que bordease el coche.
Cuando me asomé por la puerta a comprobar si Manuel había encontrado mi coche y se acercaba, le descubrí entre la hilera de los que esperaban para recoger gente, por lo que deduje que había tenido ocasión de observar la salida de los novios y aunque fuese un poco presuntuoso por mi parte, esperaba que se hubiera fijado en que siempre llevo un paraguas plegable en la guantera, para que lo hubiera cogido y me recogiera a la puerta, dado que nadie se molestaría, si se entretenía un par de minutos en tener ese detalle de caballerosidad conmigo. Aquel aguacero me estropearía el peinado, el maquillaje, el vestido, los zapatos y el poco orgullo que aún me quedara, ante lo cual lo mínimo que me esperaba es que alguien tuviera un detalle de gentileza conmigo y me evitara aquel suplicio dentro de lo posible y como tal confiaba en que Manuel no me defraudaría.
Fue uno de mis amigos quien me ofreció su paraguas y acompañó hasta el coche, cuando Manuel se detuvo al pie de la escalera y abrió la puerta con intención de que me subiera. Por su aspecto parecía que sobre su cabeza ya había caído agua más que suficiente y no estaba dispuesto a recoger ni una gota más, por lo cual, salvo que hubiera pretendido que subiera el coche hasta la misma puerta de la iglesia, aquello era lo más que estaba dispuesto a acercarse. En realidad, más que recriminarle su falta de delicadeza, su desconsideración conmigo, casi tenía que estarle agradecida, porque, si se hubiera limitado a esperarme donde se había encontrado el coche, no se lo habría perdonado en la vida. Mis pasos me hubieran llevado a mi casa porque no me quedarían ganas de seguir con la fiesta. La cuestión es que Manuel estaba allí, para recogerme y no tenía a nadie más que me llevara, salvo que hubiera pedido el favor, pero nos esperaban a los dos y lo lógico era que acudiéramos juntos.
Manuel: ¿Podemos hablar ahora? – Me preguntó en cuanto me subí al coche.
Ana: ¡Estás pesadito hoy! – Me quejé con gesto cansado. – ¡Llevas un día que no hay quien te aguante! – Le recriminé.
Manuel: No sé todavía si me has perdonado. – Alegó en su defensa. – Estás bastante esquiva conmigo.
Ana: Estamos de boda. – Le contesté con voz firme. – ¡Cómo me hartes, te mandó a hacer gárgaras! – Le advertí en tono convincente.
Manuel: Lo mío de ayer sólo fue un inoportuno comentario. – Me dijo. – Ya te he perdido perdón. – Reiteró. – Tu actitud me parece desmedida.
Ana: Tengamos la fiesta en paz ¿vale? – Le pedí en tono amenazante. – Podemos ir al banquete y disfrutar de la fiesta o volvernos a mi casa a por tus cosas y que te marches en el primer autobús. – Le advertí.
Manuel: ¿Me puedes decir qué te pasa? – Me rogó. – Ya no me creo que esto sea por lo de ayer
Ana: Dejémoslo estar ¿Quieres? – Contesté con firmeza. – No me apetece discutir contigo por una tontería.
Manuel: Sólo pretendo que hablemos. – Se defendió. – Anoche acabamos enfadados y hoy en todo el día no me has dirigido la palabra. – Constató. – Si he dicho o hecho algo que te haya molestado y de lo que no me haya dado cuenta, te pido que me perdones.
Ana: Dejemos este asunto, por favor. – Insistí en tono más conciliador. – No me apetece discutir contigo. Déjame tranquila.
Así se zanjó la conversación. Su actitud no me gustaba y lo último que me apetecía en aquellos momentos era que discutiéramos por tonterías sin sentido. Prefería que dijera lo mucho que me quería en vez de que insistiera sobre su creencia de que se había levantado ese muro de frialdad entre nosotros. Acabábamos de asistir a una boda y lo mínimo que me hubiera esperado era una declaración de amor, aunque no hasta el punto de que fuera tan osado como para que me propusiera que nos casásemos porque lo más seguro es que no le hubiera dado la respuesta que esperaba o a lo sumo pedido que me diera tiempo para pensarlo porque aquello me resultaba un tanto precipitado. Desde su llegada del día anterior, me había dado la impresión de que mis padres no pensaban en otra cosa y aunque a mí me costase reconocerlo lo cierto es que tendría sus ventajas que no lo descartásemos porque, de ese modo a él, le sería más fácil mentalizarse que debía empezar a replantearse su situación y pensar en seguir con su vida en Toledo. Quizá aún no estuviéramos preparados para vivir juntos, pero no sería tan complicado que buscase un piso de alquiler en la ciudad y aceptara el trabajo que mi padre le había ofrecido en la gestoría, como punto de partida, si es que no se buscaba otro trabajo que le convenciera o conviniera más, eso ya sería decisión suya.
Conducía él y yo me limité a indicarle la ruta hasta el restaurante, en aquella ocasión sin que aquello se convirtiera en una visita turística por la ciudad ni por mi pasado. Hasta cierto punto llegué a temer que, como consecuencia de aquella tormenta y su desconocimiento del coche, llegásemos a tener un accidente, por lo cual preferí que fuéramos sobre seguro y sobre todo que estuviera tranquilo, de aquí que mis indicaciones fueron en tono relajado, que no hubiera en mi voz el menor atisbo de discrepancia o malestar entre nosotros. Él debía ir pendiente de lo que sucedía tanto fuera como dentro del coche y dejar las cuestiones personales para una mejor ocasión. En cierto modo, fue mi manera de enmendar el hecho de que le hubiera pedido que me dejase tranquila, lo que no había sido en el sentido de que se olvidase de mí para siempre, sino porque no me apetecía que le diera más vueltas al mismo tema. No tenía ganas de que discutiéramos cuando se suponía que estábamos de fiesta y la felicidad debía aflorar por todas partes. Aquellas caras largas y aquella actitud desentonaban con el ambiente, aunque tampoco fuese cuestión de disimular por guardar las apariencias. Él sabía lo mucho que le quería. Si no era capaz de darse cuenta o de valorarlo, el problema no sería mío.
El restaurante disponía de aparcamiento cubierto, de manera que hacia allí nos dirigimos, confiaba en que cuando llegásemos aún quedara alguna plaza libre, porque de lo contrario hubiéramos tenido que dejar el coche a la intemperie y aún llovía, nos hubiéramos mojado, lo que a ninguno de los dos le apetecía y era evidente que Manuel tan solo esperaba el agua en vaso y para beber. Es posible que en aquellos momentos y circunstancias hubiera agradecido tener la oportunidad de cambiarse de ropa porque se sentía como si le hubieran caído encima varios cubos de agua fría, pero en mi casa la única ropa que le quedaba era la que pensaba ponerse para regresar a su casa al día siguiente, no era apropiada para que acudiera a aquella cena. Para arreglar su aspecto y no desentonar demasiado bastaría con que se despojase de la chaqueta y secara un poco la cabeza. La camisa y la corbata no estaban demasiado mojadas. Tanto los pantalones como los calcetines y zapatos se habían de secar mientras estuviéramos allí. Lo único por mi parte era confiar que no hubiera metido el pie en ningún charco y en lo posible evitado las salpicaduras.
Mi última indicación fue dónde estaban los servicios, porque era evidente que lo necesitaba y de algún modo con ello le puse de manifiesto que no era la primera vez que acudía aquel lugar, ya que, por otro lado, era uno de los locales típicos para celebrar aquel tipo de acontecimientos, aparte de que como tal fuese cliente de la gestoría, de ahí que hubiera acudido por motivos de trabajo y en general tuviera una buena opinión al respecto. Aparte era el local donde mi hermano había celebrado su enlace y donde mis padres casi daban por seguro que yo haría lo propio cuando llegase el momento. La cuestión estaba en que no era muy seguro que a Manuel le gustase la idea cuando le enseñaran el presupuesto y menos aún la factura. Por mi parte tampoco una especial preferencia por un sitio u otro. De hecho, y no por contradecir a mis padres, tampoco descartaba que nuestra boda fuera en Toledo, lo que le daría un sentido más familiar porque mis padres se verían obligados a ser un poco más selectivos con nuestra lista de invitados, ante la evidencia de que no habría tanta gente dispuesta a trasladarse hasta allí por la excusa de una boda.
No tardó demasiado en reunirse conmigo, en encontrarme entre la multitud, porque no me quedé a esperarle en el pasillo, aunque sí tuve la prudencia de aprovechar e ir también al aseo por cuestiones femeninas. En cierto modo, me dio la impresión de que todas las mujeres invitadas a la boda hacían lo mismo. Había tiempo antes de la llegada de los recién casados para un último retoque ante el espejo. Era comprensible que después de la ceremonia y del trayecto en coche hubiera algo que no estuviera en su sitio o cómo nos gustara. El caso es que terminé antes porque en aquella ocasión tuvo más motivos para entretenerse, aunque porque por mi parte confiaba en que sus buenas intenciones por mejorar su aspecto no lo empeorasen, bastaba con que se secara un poco, aparte de que no sería el único con aspecto de haber padecido aquel aguacero y todos seríamos comprensivos y entenderíamos que aquello no tenía demasiada relevancia. Dentro de lo que se podía esperar lo suyo no era grave, con que se despojase de la chaqueta sería suficiente.
Manuel: ¿Has visto si nos sentamos juntos? – Me preguntó para romper el hielo.
Ana: ¡Más te vale! – Le respondí amenazante y con frialdad.
Manuel: ¡Alegra esa cara, por favor! – Me rogó. – Nadie diría que estás de boda.
Ana: Mejor que no me agobies. – Fue mi respuesta.
Manuel: ¿Qué te pasa hoy? – Me preguntó preocupado. – Admito que tengas un mal día, pero no lo pagues conmigo.
Ana: No me pasa nada. – Me defendí.
Manuel: ¡Estás preciosa! – Me dijo para animarme. – Y si me dedicases una sonrisa, te lo agradecería.
Estaba algo nerviosa y en aquellos momentos no me sentía con ánimos para muchas demostraciones de afecto, aunque su halago me pareció sincero y casi me tuve que reprimir para no corresponderle. Aquel no era momento ni lugar para que pusiéramos de manifiesto nuestras discrepancias. Estábamos rodeados de todo el mundo, de gente que me conocía, que nos observaba porque ya hacía tiempo que no me habían visto en pareja y necesitaban de esa confirmación. Manuel debía entender que no me sentía con mucho entusiasmo para que nos convirtiéramos en el centro de atención en ausencia de los novios. Debía saber lo mucho que le quería y que en aquellos momentos no me agarraba más a él porque aún estaba algo empapado y tampoco me apetecía que se tomara demasiadas confianzas, pero bastaba con que se quedase a mi lado para que la gente se diera cuenta que estaba conmigo. En cierto modo, como había sucedido en la Pascua y la convivencia, esperaba que encontrase esa sutil complicidad entre los dos para no ponernos tan en evidencia.
Mientras esperábamos la llegada de los recién casados, cuyo retraso era premeditado, hubo un pequeño ágape para que la gente se relajara y abriera el apetito, que si antes o después de la boda no había habido tiempo para los saludos, no se desaprovechara la ocasión. En nuestro caso y dado que Manuel no demostraba ninguna iniciativa, fui yo quien le llevé a la zona donde se encontraban mis amigas, la gente del grupo de la parroquia, para que no diera la sensación de que nos aislásemos como si no conociéramos a nadie porque nos hubiéramos equivocado de lugar. Aunque Manuel no se sintiera con ánimos para mucha conversación y trato con la gente, yo no quería que me afectara. Además, mis amigas nos querían ver juntos, tener la ocasión de comprobar de primera mano si mi amado era tal y como se lo había descrito o, por el contrario, había sido muy comedida en mis apreciaciones y no era tan maravilloso. Alguna ya le conocía de la Pascua y los retiros, por lo que pocas novedades iban a descubrir.
Con la llegada de los recién casados y el brindis en la puerta, se nos dio permiso para que entrásemos en el comedor, que cada cual se fuera a la mesa que se le había asignado según la distribución. En nuestro caso, la mesa de la gente del grupo, tuvimos la suerte de que se nos colocó cerca de la mesa principal, por lo que tendríamos una buena visión de lo que allí sucediera y, en cierto modo, era como si de manera premeditada se hubiera querido acentuar esa complicidad entre los recién casados y nosotros, que ni el día de su boda Carlos se olvidaba de aquellos a quienes apreciaba. De hecho, no mucho más lejos de nosotros se había reservado una mesa para aquellos que habían acudido en representación del Movimiento desde Toledo, pero Manuel estaba allí por mí, de manera que no había dudas con respecto a cuál era su mesa e incluso su silla, que, como había sucedido en la Pascua el sábado por la noche, en caso de que hubiera sido el último en entrar en el comedor, la única silla libre que hubiera encontrado estaría a mi lado y yo impaciente por su tardanza.
Nuestra mesa era redonda y para ocho personas, cuatro parejas, la única excepción era Manuel porque era el único que no era del grupo parroquial, pero aquella inclusión era casi como si se le considerase como tal, que se esperaba que con el tiempo, según se fortaleciera nuestra relación, se implicara más y más en las actividades de éste, como le había sucedido a aquellos que habían conocido a sus parejas fuera. Hasta cierto punto, en su momento, a mí me había sucedido con Carlos, aunque como tal yo ya tuviera mis implicaciones en la vida de la parroquia, pero no me había comprometido tanto con ningún grupo. En ese aspecto Manuel tenía mucho ganado, porque procedía de Toledo y tan solo tendría un cambio de parroquia, incluso mucho que aportar por haber tenido un trato más directo con aquellos de quienes había surgido el Movimiento como tal. En cierto modo, y sin conocerle todo lo bien que suponían, alguno del grupo casi esperaba como una gran noticia que alguien de Toledo se uniera a nosotros y por mi parte casi prefería no desinflar ese entusiasmo, dado que para mí Manuel era más maravilloso como novio que como alguien de quien tomar ejemplo en su compromiso de vida.
Dado que la conversación con mis amigas resultaba más a mena que cualquier intento por conseguir que Manuel rompiera su silencio, ni siquiera lo intenté. Me pareció mejor no forzar demasiado la situación, no fuera a ser que se le ocurriera aludir a nuestras discrepancias, cuando todo el mundo tenía que vernos felices y que disfrutábamos de la cena. De todos modos, para que no pensara que me desentendía de él, que le trataba como si no estuviera allí, de vez en cuando me permitía robarle comida del plato e incluso darle algo de la mía, buscaba esa complicidad silenciosa que hasta entonces tan buen resultado nos había dado. Él soportaba todo aquello con resignación, casi como esperase que le sorprendiera con alguna de aquellas gracias, porque algunas veces lo hacía cuando estaba desprevenido y otras con todo el descaro del mundo. Para mí era igual de divertida la cara que se le quedaba cuando se daba cuenta de que le faltaba comida como su gesto de extrañeza al descubrir que en su plato había comida de más. Sin embargo, él no participó de aquellas travesuras, estaba acobardado por la presencia de mis amigas, quienes tan solo se limitaban a sonreír con complicidad.
Carlos: (Se acercó a nosotros) ¿Qué, pareja? ¿Cómo os lo estáis pasando? – Nos preguntó. – Desde la mesa se os ve poco habladores esta noche.
Ana: ¡Este tonto que no sabe mantener la boca cerrada! – Le contesté. – Por lo demás, una cena estupenda.
Carlos: ¡No seas tan dura con él! – Me recriminó. – Te mereces todos los halagos que te haya dicho. Seguro que se ha quedado corto.
Ana: Mejor no te comento lo que me dijo anoche. – Le respondí.
Carlos: ¡Qué esta noche estarías radiante! – Me dijo. – Si no fuera mi boda, le envidiaría.
Manuel: ¡Eh, qué tú ya te has casado! – Intervino con cierto mosqueo y jovialidad.
Carlos: Tranquilo, no he venido a robarte a tu chica. – Se defendió. – Será mejor que la cuides porque no es tan fácil de reconquistar. – Le recomendó
Ana: ¡No le des ideas! – Repliqué. – ¡Este tonto es capaz de tomárselo en serio y podría agobiarme!
Carlos: ¡Ya! Pero, como se descuide, hay veinte esperando su oportunidad. – Alegó. – Seguro que eso no se lo has contado.
Ana: ¡Cómo si hay mil! – Me defendí. – La decisión es mía y creo que hay confianza.
Carlos:Hacéis buena pareja, de verdad. – Me contestó. – Yo me apunto a vuestra boda. – Afirmó. – Os dejo porque he de seguir la ronda. – Anunció. – ¡Alegrad esas caras, por favor!
Estaba de ronda por las mesas y, en cierto modo, se había buscado una buena excusa para pasar a saludar a todo el mundo y que la gente se reprimiera un poco a la hora de pedir a los recién casados que se besaran, dado que no les dejaban comer con mucha tranquilidad. Lo que también puso de manifiesto es que estaba pendiente de lo que sucedía en nuestra mesa o que, en respuesta a su comentario sobre lo poco que Manuel y yo hablábamos, me faltó un poco de tacto para reprimirme a la hora de darle una justificación. En cualquier caso, pretendía compartir su alegría con nosotros y a su manera nos recriminó que no nos hubiéramos dejado contagiar por ésta, porque desentonábamos con el ambiente. La verdad es que no me molestó que aludiera nuestro pasado, a su experiencia conmigo, para dar consejos a Manuel, más cuando se mostraba bastante optimista con nuestro futuro y con ello además su alegría ante la evidencia de que yo había rehecho mi vida y que aquella historia pareciera ir en serio.
Aquel salón era lo bastante amplio como para que, aparte de zona de comedor, se hubiera reservado una zona para bailar, que no hubiera que irse a otro sitio. Sin embargo, a mí antes que pensar en bailes, lo que me apetecía era que Manuel y yo hablásemos, que aprovechásemos que toda la atención estaba puesta sobre los recién casados, que se nos daba la espalda para que resolviéramos nuestras discrepancias. Era absurdo que nos tratásemos con aquella frialdad, que él pareciera que no tenía nada que decirme mientras no tuviera la confirmación de que el asunto del vestido, o de sus desafortunados intentos de reconciliación, quedaba perdonado y olvidado. A mí me dolía y molestaba más la impotencia de pensar que por causa de aquel desencuentro él pensara que lo nuestro estaba a punto de llegar a su fin, cuando lo único que pretendía y esperaba por su parte era un poco más de delicadeza, atención y afecto, que, como mujer que era, también necesitaba escuchar de sus labios que me quería y no me tenía solo para que se estuviera seguro cuando se sintiera más agobiado.
La verdad era que ya me había hecho a la idea de que sería inevitable que bailáramos aquella noche, aunque me atreviera a dudar de sus aptitudes y temiera llevarme más de un pisotón como permitiera que se arrimara demasiado, aun así, no descartaba que en algún momento se lo consintiera, dado que era lo que todo el mundo esperaba que hiciéramos. Éramos novios y no estábamos allí con idea de ser meros testigos del acontecimiento. Tal como Carlos nos había pedido, debíamos mostrarnos alegres, expresar nuestro amor y complicidad. Lo malo era que en el tiempo que llevábamos como pareja lo más cerca que habíamos estado el uno del otro había sido en la convivencia, cuando aquel sábado por la noche me agarré a su brazo y aquella noche se suponía que, con la excusa del baile, tendríamos que abrazarnos, que a poco que nos dejásemos llevar por el momento era posible que se nos escapase algún que otro beso y no en la mejilla como había sido nuestra costumbre. Me asustaba un poco la repercusión que aquel baile tuviera sobre nuestra relación, aunque estuviera dispuesta a asumir el riesgo.
Manuel: ¡Eh! ¿Bailas? – Me preguntó para que me animara y se rompiera aquel silencio.
Ana: No me apetece. – Le contesté. – Siéntate y hablemos. – Le pedí.
Manuel: ¿Te encuentras bien? – Me preguntó preocupado. – No parece que te diviertas. – Me dijo. – Bailemos primero y después hablamos.
Ana: Espera a que suene una lenta. – Le propuse. – Ahora prefiero que hablemos. – Insistí.
Manuel: Como quieras. – Me respondió resignado. – Tú eres más importante y lo decía por animarte. – Se justificó. – ¿Qué te pasa?
Ana: Primero pedirte perdón por mi actitud de todo el día. – Le dije. – Soy yo que estoy un tanto tonta estos días.
Manuel: No hay nada que perdonar. – Me respondió en tono conciliador. – Comprendo que la boda de Carlos no te deje indiferente. Puede que te haya agobiado sin pretenderlo.
Ana: Como siempre. – Le dije con complicidad. – ¿Cuándo te vuelves a casa? – Le pregunté.
Manuel: Mañana por la tarde en el autobús. – Me contestó extrañado por la pregunta. – Ya te lo dije.
Ana: Y no nos veremos hasta Navidad ¿Verdad? – Pregunté apenada. – Nos vemos de uvas a peras y debido a las distancias no hacemos planes.
Manuel: Creo que no es momento de ponerse serios. – Me avisó. – De eso ya hablamos anoche. Si te digo la verdad, no he tenido tanto tiempo para pensarlo. La propuesta de tu padre no se puede tomar tan a la ligera.
Ana: Te hablo de nosotros. – Le aclaré. – Lo que le digas a mi padre es decisión tuya. – Le aseguré. – Necesitamos tiempo para estar juntos sin que me agobies.
Manuel: Intentaremos vernos con más frecuencia. – Me propuso. – Lo malo es que los dos estamos limitados por uno u otro motivo. – Se justificó. – Eso ya ha quedado patente.
Ana: ¿Y si nos casamos? – Le propuse con toda naturalidad. – No te digo que haya de ser mañana ni el mes que viene, pero sí que nos lo empecemos a tomar en serio.
Manuel: ¿Tú has bebido? – Me preguntó sorprendido. – Deberíamos esperar hasta el año que viene, hasta después del verano para planteárnoslo. – Justificó. – Aún es pronto. No dejes que la boda de Carlos te confunda.
Ana: Vale, no he dicho nada. – Le respondí. – Vayamos a bailar antes de que nos echen en falta. – Le sugerí. – Sólo te advierto que, si te agarras a mí, no olvides que tengo uñas y que esta noche has de dormir en mi casa. – Le advertí.
Manuel: Si consigo que te rías, me atrevo incluso a hacerte cosquillas. – Me contestó con complicidad, porque entendió mi advertencia.
Tal vez mi sugerencia de matrimonio, de que nos casáramos, no se la planteara en el mejor momento y en cualquier caso, la iniciativa debería haber partido de él, de mutuo acuerdo, cuando las circunstancias nos fueran favorables y entonces los dos teníamos claro que nos quedaba mucho por avanzar en nuestra relación. Sin embargo, aunque mi pregunta no fuera muy en serio, no había bebido tanto como para no saber lo que decía, tanto como para comprender que su respuesta era con la misma lógica, madurez y seriedad. Al menos me dejó con el consuelo de pensar que no era algo que descartase, aunque fuera a largo plazo. Casi me debía sentir afortunada porque después de la pequeña crisis por la que habíamos pasado aún seguía enamorado de mí, me consideraba su chica y que nuestro futuro estaba lleno de posibilidades. Quizá mi actitud durante la comida le hubiera hecho comprender que, a pesar de mi frialdad, yo también le quería, le necesitaba a mi lado, aunque no estuviera tan desesperada como para que hiciéramos una locura.
Nos fuimos a bailar, como si la pista de baile fuera para nosotros, como si todo el mundo se tuviera que echar a un lado porque el poco espacio que consiguiéramos nos parecería escaso y necesitábamos ser el centro de atención, que todo el mundo nos viera tan felices y enamorados como nos sentíamos en aquellos momentos, capaces de rivalizar con los recién casados, si se hubiera dado el caso. Sin embargo, las competiciones quedaban a un lado. En aquellos momentos tan solo importábamos él y yo, que aquel fuera nuestro primer baile y aquella nuestra canción, la que nos hiciera recordar lo muy enamorados que estábamos el uno del otro, como si nos hubiéramos reservado para ese momento, como si la orquesta tocara esa canción para nosotros. Era nuestro momento y él era mi chico, tal vez no fuera el más maravilloso del mundo y hubiera quien pensara que en cualquier rincón los había mejores, pero la diferencia con aquellos era que Manuel estaba allí, era mío, como yo quería ser de él, para que todo aquel que nos viera se diese cuenta y confirmara que estábamos juntos y dispuestos a arriesgarlo todo por aquel amor.
La música que sonaba era lenta, para bailar pegados, abrazados el uno al otro, por lo cual no me lo pensé demasiado y, en cuanto estuvimos en la pista de baile, le atrapé entre mis brazos, me arrimé tanto como para que mi cabeza se apoyara en su hombro y mientras sentía la proximidad de su cuerpo, todo su cariño, cerré los ojos para que todo aquello me llegara hasta el corazón y abrirlos para fijarme en que había más de un par de ojos puestos sobre nosotros, sorprendidos por aquel comportamiento, incluso alguna sonrisa de complicidad y aprobación porque, después de la frialdad con la que nos habíamos tratado, aquello era como si pretendiéramos despegar cualquier duda sobre nuestra relación y futuro. Lo que me apetecía era que sonara la música y nosotros estuviéramos así, abrazados, que me rodease con sus brazos y me tratase como lo más delicado del mundo, aunque le hubiera advertido que como se tomara demasiadas confianzas, me defendería con uñas y dientes. Lo cierto era que llevaba demasiado tiempo necesitada de que un chico me abrazase de aquella manera y más afortunada no me hubiera sentido en aquellos momentos.
Ana: ¡Eh, esa mano! – Protesté con complicidad y para saber si tenía toda su atención.
Manuel: ¿Qué mano? – Me preguntó extrañado
Ana: Ninguna. – Le contesté. – Olvídalo. Cosas mías.
Manuel: Si lo prefieres, nos sentamos. – Me propuso.
Ana: No, espera a que termine la canción. – Le pedí.
Me sentía a gusto entre sus brazos. Era cierto que debía preocuparme más porque no nos pisásemos, dado que daba la sensación de que no estaba muy acostumbrado a bailar tan agarrado a una chica y los dos movíamos con bastante cuidado. En realidad, sus manos eran lo que menos me tenía que preocupar en aquellos momentos porque la verdad es que no sabía cómo colocarlas, si más arriba, si más abajo; si moverlas o dejarlas quietas; si apretar más los brazos o dejarlos un poco flojos para que tuviera espacio para respirar. La diferencia es que yo me había abrazado a él sin pensar, pasado mis brazos por debajo de los suyos, con mis manos agarradas a su espalda y mi cuerpo arrimado lo suficiente como para que no me rehuyera, consciente de que aquella situación quizá le pusiera un poco nervioso. Sea como fuere, nos debíamos perder el miedo y ganarnos el respeto el uno del otro, que se olvidara de la supuesta amenaza de la reacción de mi madre, porque los dos éramos lo bastante adultos como para ser consecuentes con nuestros impulsos y sus consecuencias. Me confiaba en que respetaba y tenía la expectativa de que pensara lo mismo, que no pasaba nada por el hecho de que bailásemos así, más cuanto estábamos rodeados de gente.
Ana: ¿Nos casamos? – Le pregunté de nuevo. – Empezamos a organizarlo y, el año que viene, tenemos boda por todo lo alto. – Me justifiqué. – Si te esperas a que pase el verano, no nos casamos en dos años.
Manuel: Mejor que no nos precipitemos. – Me contestó. – Ya sé lo que tu padre me ha ofrecido y que estamos planificando nuestro futuro, pero no creo que debamos tomárnoslo tan en serio todavía.
Ana: Aunque no quieras el trabajo, yo espero que me declares tu amor. – Le contesté. – Dejaré que le pongas todo el romanticismo que quieras.
Manuel: Ya te lo pediré cuando sea el momento. – Dijo algo contrariado. – Le has quitado todo el encanto. – Me recriminó.
Ana: No te creas. – Le contesté con sutileza. – No soy una chica tan fácil de convencer en la segunda oportunidad. – Le advertí con complicidad. – Aún puede que me lo piense mejor, dado tu poco entusiasmo.
Manuel: ¡Eres tú quien se entusiasma demasiado! – Replicó. – En un año has pasado de la indiferencia a la pasión, sin yo haber hecho en realidad nada digno de mención.
Ana: ¡No lo estropees! ¿Quieres? – Le recriminé desencantada. – De aquí a que nos casemos se puede decir mucho.
Manuel: Aún nos estamos conociendo y en estos meses empezamos y hemos tenido nuestros desencuentros. La convivencia diaria puede no ser tan dichosa. No quiero agobiarte
Ana: Vale. – Le contesté con gesto serio. – No discutamos. – Le pedí. – Eres tú quien ha de tomar una decisión, yo tengo mi vida y sólo te he de dar el “sí, quiero”.
Se había terminado nuestra canción y empezaba a sentir que se incomodaba por aquella situación, de manera que preferí dar por concluido nuestro baile. Como se alternaba el tipo de música, aquella no me agradaba tanto. Era preferible que nos relajásemos un poco, ser un poco moderados y comedidos con aquella pasión antes de que se descontrolara. Para dar por superada nuestra crisis con aquel baile ya teníamos más que suficiente. Lo que me apetecía era disfrutar de su complicidad, que hubiera una conversación fluida entre los dos y nuestra vida de pareja no se pareciera tanto a nuestro camino de Emaús. Era mejor que fuera como nuestra conversación del viernes de la convivencia en que nos olvidamos de la hora en que vivíamos y casi de que nuestra presencia en la Casa de Ejercicios se debía a la convivencia de novios. Necesitaba que nuestra relación estuviera llena de risas y momentos de alegría, aunque a costa de hacer comentarios jocosos sobre los miembros de nuestras respectivas familias.
