Lo que me seguía inquietando era la cuestión de su vestido, que no admitiera que así destacaba sobre las demás por resaltar su belleza o no ocultarla. A mí me sorprendía su atrevimiento siendo aquella la boda de un amigo y no una fiesta de empresa. Ella estaba radiante, para mí, más que la novia. Lo cual era casi una desconsideración hacia ésta, cuando en principio no había razón para que rivalizasen entre ellas. Si lo que pretendía que era que ninguna otra de las invitadas llevase un vestido como el suyo, por una simple cuestión femenina o social, sin duda lo había conseguido. A ella se la distinguía desde cualquier sitio como para no quitarle la vista de encima en toda la noche, por su elegancia más que por impulso. Aunque quien se la comiera con los ojos se podía quedar con hambre o quedar saciado, según su catadura moral. Según ella, su nombre no estaba en el menú, pero la boda acabaría en asesinato como la ofendiera lo más mínimo, dado que mi nombre sí constaba en su lista de tipos peligrosos y ella sabía defenderse.
Ana: Sí quieres, nos vamos a casa y te das una ducha fría.- Me dijo.- Como está lloviendo, basta con que salgas a la calle.
Manuel: ¿Qué?- Pregunté sin entenderla
Ana: No sé si tu cara de tonto es la de todos los días o es que te alegras de que hayamos bailado.- Me contestó.
Manuel: La de todos los días.- Le respondí sin entender.
Ana: ¡Ya, se nota!- Me dijo con una sonrisa.
Manuel: ¿He dicho algo inoportuno?- Le pregunté extrañado
Ana: Que será mejor que no te acostumbres a darte duchas frías con tanta frecuencia.- Me dijo con intención
Manuel: No te entiendo.- Repliqué
Ana: Déjalo.- Me respondió dándolo por imposible.- ¡Todos sois iguales!
Si aquella era una prueba de lo que habría de ser nuestro matrimonio, mal precedente se creaba o al menos era una evidencia para plantearse la cuestión a más largo plazo, porque no nos estábamos entendiendo o la comunicación no era tan fluida como debería. Su comentario respecto a mi cara o a esa presunta y necesaria ducha fría resultaba del todo sorprendente, después de haber dejado el baile para hablar con tranquilidad sobre nuestros proyectos de futuro. Para preguntarme si me había gustado bailar con ella no era necesario buscarle las vueltas, había confianza para ser directos. Mi respuesta no iba a ser menos sincera y afirmativa. Bailar con ella había sido una experiencia de lo más enriquecedora y, si esa felicidad se me notaba en la cara, no lo iba a negar, pero lo de darme una ducha fría no era algo que me estuviera planteando, aunque tampoco lo descartase para antes de acostarme o cuando me levantase por la mañana.
Ana: ¿Te puedo hacer una confidencia sin que te enfades conmigo?- Me propuso con sutileza.
Manuel: Hemos dejado el baile para hablar, de manera que dime lo que quieras.- Le contesté.- Sólo te pido que no insistas sobre lo de la boda. Éste no es momento ni lugar.
Ana: No es por continuar con la discusión de ayer, pero tenías razón en cuanto al vestido.- Me dijo con toda tranquilidad.- Me lo compré pensando en gustarle al gran amor de mi vida y que éste no tuviera ojos para nadie más.
Manuel: ¿Me tengo que reír?- Repliqué.
Ana: No, echar monedas.- Me contestó con jocosidad y una sonrisa.- Tú eres ese gran amor.- Me confesó.
Manuel: Gracias.- Le dije sin saber muy bien qué responder.- Sólo lamento que nos hayamos peleado por el vestido.
Ana: Supongo que en parte la culpa es mía por haber querido sorprenderte.- Me respondió.- No debí dejártelo ver ayer.- Reconoció.- Suerte que no sea el vestido de novia, pero te aseguro que he escarmentado.
Casi como si fuera algo premeditado, el ramo de novia cayó a mis pies, alguien lo lanzó al aire, quizá la novia mientras bailaba al no sujetarlo por no tener suficientes manos. El caso es que no pareció que fuera premeditado ni intencionado, pero faltó poco para que aquello se hubiera convertido en un accidente, por suerte el lanzamiento no tenía la suficiente fuerza y no me llegó a golpear, pero se detuvo justo ante mis pies, de no haber estado yo allí hubiera seguido deslizándose por el suelo un par de metros más. Y si mi sorpresa fue mayúscula, la cara de Ana no resultó menos expresiva, acababa de hacer ilusión a su vestido de novia y de pronto le llegaba un complemento fundamental. Era como una carrera de relevos, donde los novios nos pasaban el testigo, aunque había que reconocer que allí había bastantes más parejas casaderas y, sobre todo, que llevaban más tiempo como pareja e incluso con fecha para el enlace, mientras que nosotros sólo teníamos planes por concretar. Nuestra relación no estaba aún bastante cimentada, a pesar de que Ana pareciera tener prisa en que eso se solventase cuanto antes.
Ana: ¡Ahora sí que se te ha quedado cara de tonto!- Me dijo
Manuel: Pues no le veo la gracia.- Le contesté.
Ana: Yo sí.- Replicó.- Eres tú el único que no se quiere casar conmigo.- Constató.- Mis padres ya aceptan nuestra relación y no creo que por parte de tu familia nos vayan a poner objeciones, aunque tendrás que llevarme a tu casa y hacer las presentaciones.
Manuel: ¡Mejor que no corramos tanto!- Le contesté.- Esperémonos un año antes de pensar en boda. De momento, limitémonos a hacer planes y si dentro de un año todo va bien, hablaremos.- Le propuse.- Como tú misma dices, antes de nada te he de presentar a mis padres.
Ana: Si dentro de un año te doy calabazas, a mí no me culpes.- Me advirtió con complicidad.
Nadie se acercó a recoger el ramo, del que lógicamente yo no esperaba ser receptor, dada mi condición de hombre, más cuando estaba tan centrado en mis problemas con Ana, era ajeno a cuanto sucedía a nuestro alrededor. Mi único interés residía en confirmar que mis diferencias con Ana ya se habían superado y que aquello que me proponía era tan en serio como ella parecía querer darme a entender, no tratándose de otra de sus bromas para burlarse de mí y comprobar mi reacción ante una sugerencia tan inesperada y comprometida como aquella. Es más, ella era la única de los presentes que podía afirmar que me conocía, aunque allí también hubiera más gente del Movimiento con la que hubiera tenido trato. De no haber sido por Ana no hubiera tenido una buena razón para asistir a aquella boda, dado que mi amistad con Carlos tampoco llegaba a ese grado de compromiso y mi situación no era como para aceptar una invitación así con tanta ligereza. Considerado como el novio de Ana, a parte de una forma de justificar y facilitar mi asistencia, lo planteaba como una excusa para estar juntos. En definitiva, no era quien para que el ramo hubiera caído a mis pies ni para que ello me convirtiera en el centro de atención de todas las miradas. Para poder hablar con Ana prefería ser más discreto y pasar inadvertido.
La carcajada ante aquel incidente fue general, más aún cuando alguno se imaginaba el ridículo más espantoso que haría cuando me casara, si me presentaba en la iglesia vestido con traje de novia y portando el ramo. La situación era de lo más absurda, más cuando las chicas casaderas se quedaban sin opción, frustradas sus expectativas de tomar el testigo o lo inútil de crearse alguna expectativa en sus aspiraciones a recibir el ramo, dado que la novia no había querido tener esa peculiar consideración con ninguna de ellas. Había errado el lanzamiento y la puntería, aunque, en el supuesto de habérselo planteado como algo intencionado, no me habría podido sentir menos halagado. De hecho, de haber caído el ramo a los pies de Ana me habría parecido aceptable. Incluso todo un detalle por parte de los recién casados, deseando que llegase a tener un día tan feliz como el que ellos estaban viviendo. Sin embargo, el ramo había caído a mis pies, sin esperarlo.
Sin duda alguna esperaba llegar a casarme algún día y creía haber encontrado a la candidata perfecta para ser destinataria de todo ese amor y compromiso, no sólo porque esa noche ya empezásemos a hablar del tema planteándolo a medio o largo plazo, sin que de momento hubiera concretado nada en ese sentido. Era demasiado pronto y antes de pensar en serio en cuestiones de bodas, Ana y yo debíamos aclarar nuestras diferencias y sobre todo ella debía presentarse en mi casa y ante mis padres para que los dos nos encontrásemos en igualdad de condiciones.
Recogí el ramo, con toda tranquilidad y se lo fui a devolver a la novia, pensando que aquel lanzamiento había sido accidental, como una broma más dentro de las que se sucedían para festejar el acontecimiento, enmendando así esa pérdida. Sin embargo, en contra de lo que me hubiera esperado, la novia rehusó cogerlo. Argumentó que el ramo ya había sido lanzado y el azar había querido que cayera a mis pies, recibirlo de nuevo hubiera podido traerle mala suerte ante lo cual no quería hacerse responsable. Casi me dio a entender que yo debía asumir esa responsabilidad, dada la interpretación que en ese sentido se le daba. Yo era un hombre y la receptora del ramo debía ser una mujer casadera. El hecho de desprenderme del ramo se interpretaría como una proposición de matrimonio en toda regla.
No era por superstición, tan solo un respeto a lo que simbolizaba el ramo y el sentido que le diera quien lo portase o recibiera de manos de la novia o de quien lo hubiera cogido. Lo absurdo y lógico de la situación era la manera en que la novia se había desprendido del ramo, más aún después de las razones que me dio para no cogerlo de nuevo. Ella se entregaba sólo a su marido y por lo tanto no podía aceptar ninguna otra proposición en ese sentido. Es más pretendía con ello dar ejemplo a la siguiente afortunada que portase ese ramo el día de su boda.
Lo que me sorprendió fue que Ana se mantuviera al margen de todo aquel incidente. Cuando vio el ramo a mis pies no tuvo el impulso de recogerlo, en el supuesto que la novia se lo hubiera lanzado a ella y desviado el tiro. Se quedó a la expectativa, distante, como si no se diera por aludida, para evitar que se la siguiera relacionara con Carlos. Ella estaba allí sólo como amiga. Ni siquiera me detuvo cuando yo intenté devolvérselo a la novia, aunque, en tal caso, el ridículo que yo hice a ella también le afectaba de manera más o menos directa, más cuando por la conversación que manteníamos era quién más opciones tenía de terminar casándome con ella. Su indiferencia evitó que la gente se fijase en ella y, en consecuencia, que se la implicase en mi torpeza, aunque por lógica, quienes sabían que éramos pareja, dedujeran que Ana debía ser la verdadera destinataria del ramo y hasta se permitieran sonreír con cierta picardía ante la actitud y el comportamiento que se entendía yo debía haber demostrado, no teniendo escapatoria en ese sentido. No habría tenido otra manera de librarme del ramo, salvo que hubiera optado por quedármelo.
Manuel: ¡Vaya lío!- Exclamé al regresar a la mesa.- Si lo llego a saber, no me muevo.
Ana: No hubieras cogido el ramo.- Me respondió.- Nadie te obligaba.
Manuel: Me ha sorprendido y he reaccionado por lógica.- Argumenté.- Creí que lo había lanzado en broma o que alguien se lo habría quitado.
Ana: Habría perdido toda su gracia.- Me contestó con frialdad.
Manuel: Supongo que ahora todo el mundo espera que seas tú quien se lo quede.- Le dije con toda naturalidad.
Ana: De momento, lo tienes tú.- Me contesto sin inmutarse.- ¡A mí no me líes!- Me pidió con firmeza.
Manuel: Pues, si tú no lo quieres, no sé a quién se lo puedo entregar.- Repliqué contrariado.
Ana: Eso no es asunto mío.- Me respondió en actitud defensiva.- Tú sabrás lo que quieres, lo que te conviene y lo que has de hacer al respecto.
Manuel: ¿Se puede saber qué te pasa hoy?- Le pregunté intrigado ante su actitud.- Admito que tengas un mal día, pero, si lo pagas conmigo, al menos cuéntamelo y no lo estropeemos más.
Ana: No me pasa nada.- Me contestó con sequedad.
Manuel: ¡Estás preciosa!- Le dije para animarla.- Si me dedicas una sonrisa, te regalo el ramo.- Le propuse.
Ana: Mejor que no me agobies.- Se limitó a responder.
Dejé el ramo sobre la mesa y nos olvidamos del asunto el resto de la velada. De hecho, para que cambiásemos de tema y las tensiones se quedasen a un lado por aquella noche y no se estropeara la fiesta por aquella falta de entendimiento, Ana se animó a volver a la pista de baile, sin que me importara el tipo de música que sonara, aunque con una mirada le bastó para que comprendiera que espetaba que no me quedara sentado. Ya no estaba enfadada conmigo y quería que nos divirtiésemos tanto o más que el resto de la gente, que todo el mundo nos viera tan enamorados como se suponía que estábamos, no tanto porque rivalizásemos con los contrayentes, como por el hecho de que no pensarán que había una falta de entendimiento entre los dos, que no la había. Si todo el mundo nos veía cómo los próximos en celebrar nuestra boda no se quedasen con la sensación de que defraudaríamos esas expectativas, aunque para mí estaba claro que antes de que diéramos ese paso en nuestra relación y nuestras vidas quedaba mucho por hablar y por compartir. En cualquier caso, si Ana pretendía que apostase por nuestro futuro con aquella explosión de entusiasmo por mi parte no me iba a quedar parado.
Manuel: ¿Bailas?- Le pregunté.- Aún es pronto para que nos marchemos y no estoy cansado.- Argumenté.
Ana: Un último baile y nos marchamos.- Me propuso.- Me temo que mañana mis padres no nos dejarán dormir hasta muy tarde. Además, a ti te convendría ir a misa antes de comer y así tendrás la tarde libre para viajar sin prisas.
Manuel: ¿Ya me quieres echar de tu vida?- Le pregunté con complicidad, aunque entendía que no era esa mi intención.
Ana: Si no te vas, no pondrás cumplir con la promesa de volver antes de cuatro semanas.- Argumentó.
Manuel: Entonces ¿Esperas que vuelva?- Le pregunté con intención de provocar mi reacción.
Ana: ¡Tú no vuelvas y verás lo que pasa!- Me respondió en tono amenazante.- Te hará falta más que buena voluntad para que no te lo tenga en cuenta.- Me advirtió.
Manuel: ¿Bailamos?- Le pregunté de nuevo, porque no me apetecía que discutiéramos.
Ana: Vale, pero las manos quietas.- Me respondió.