25 de octubre, sábado
Al abrir la puerta del dormitorio para salir al pasillo, tras haber despertado, encontrarme con la cara de Ana hubiera sido lo más maravilloso del mundo. Aquella mañana, sin embargo, era razón suficiente para volverme a la cama en espera de despertar de aquella pesadilla. Era el día de la boda de Carlos, estaba expresamente allí por ese motivo, pensaba que tendría la oportunidad de pasar todo aquel fin de semana con Ana, sabía que sus padres no iban a poner objeciones, habían asimilado que éramos novios y mi presencia en su casa. Sin embargo, aquella mañana hubiera preferido que padres e hija se hubieran puesto de acuerdo y no fuera Ana quien pareciera no querer verme ni en pintura por haber surgido aquella estúpida discrepancia entre nosotros, estropeando lo que iba a ser un idílico y maravillo fin de semana desde sus inicios. Asumía que tenía parte de culpa y responsabilidad por no haber sabido estar a la altura de sus expectativas o de las circunstancias, le había hecho daño sin pretenderlo.
Provocativa Provocadora, de la cabeza a los pies, a mí no me enseñabas a ver la vida, pero ahora hasta la muerte puedo ver, vestida como una chica cualquiera, vestida hoy como cualquier mujer, con los dedos libre de cadenas, esperando que nadie los pueda coger, con un cuerpo que levanta mentiras, un cuerpo que nunca me dejaste ver, y todo porque ayer te despedías, de un futuro que poseía tu querer. Hoy te vengas del mundo y de la vida de todos los siglos perdidos por él mi amor quería atarse a tus manos y ahora te sientes liberada sin querer has renunciado a acariciar sus manos porque tus manos ya no son para él
La boda de Carlos en esa familia parecía no dejar indiferente a nadie, frustraba ilusiones creadas y parecía que Ana se fuera a sentir el centro de atención de todo el mundo, como si tuviera que seguir aparentando que, después del tiempo transcurrido, tras su ruptura, aquello ya no les afectaba. Y no es quisiera justificar con ello el cambio de actitud de la madre de Ana conmigo, pero, sin duda, era el fondo de mis discrepancias con Ana, quien parecía no haber olvidado del todo aquella historia. Aunque de aquello no quedase más que una buena amistad. En cualquier caso, haberle hecho a Ana una crítica poco favorable y constructiva, no le había sentado nada bien. Me excedí en mi sinceridad aquella noche, me había faltado prudencia a la hora de abrir la boca y sólo conseguí ponerle más nerviosa de lo que estaba, cuando lo lógico hubiera sido ayudarla a relajar las tensiones, que superara su historia con Carlos y no se obsesionara con la boda. Ella sólo sería una invitada más o destacaría por estar conmigo, no por otro tema.
Manuel: Buenos días. – Le dije en tono afable y conciliador.
Ana: Buenos días. – Me contestó fríamente.
Parecía no haber olvidado mi estúpido comentario de aquella noche porque sabía que no había cambiado de opinión, aunque la discrepancia no estuviera tanto en el fondo de la cuestión como en su planteamiento: el vestido que pensaba ponerse para la boda y me había dejado ver. Me resultaba demasiado llamativo para mi gusto. No era como me lo había imaginado por lo poco o mucho que ya iba conociendo a Ana. Se lo dije, fui poco prudente al no medir mis palabras y en vez de un halago a su belleza, le di mi opinión más sincera y crítica. En vez de asegurar que estaría más radiante que la novia, casi le di a entender que haría el mayor de los ridículos. Mis palabras no tenían disculpa, pero, dentro del contexto de la conversación, no debía interpretarse hasta el extremo en que ella lo había hecho. Tan solo le quise hacer ver que con un vestido así sería el centro de todas las miradas, provocando que alguno pensara que se había vestido así para que Carlos se diera cuenta de lo mucho que se perdía. Se lo dije sin intención de ofenderla ni molestarla.
Manuel: La boda es esta tarde, ¿qué planes tienes para ahora? – Le pregunté.
Mis palabras no obtuvieron respuesta. En mi primer y desafortunado despertar en aquel piso se había mostrado esquiva por pudor y por no empeorar la situación con sus padres, mostrándose muy poco sociable conmigo estando recién levantados. Aquella mañana, además de eso, no parecía tener ánimos para verme o saber de mi existencia, aunque no creía que fuera aceptar que me olvidara de asistir a la boda y me marchara a mi casa, porque el remedio sería peor que el problema. Cuanto menos me hiciera notar, mejor para los dos. Aún no tenía claro si quería perderme definitivamente de vista o considerar que mi estupidez era congénita y con un poco de comprensión por su parte todo se perdonaba, aunque habría de hacer muchos méritos para que lo olvidase y aquello no tuviera mayores ni peores repercusiones que su frialdad conmigo. ¡Más tonto no se podía ser! Aquella noche, además, lo había puesto de manifiesto. De no ser por la mediación de sus padres, habría acabado pasando la noche en cualquier otro sitio donde Ana no sintiera remordimientos a la hora de mandarme allí.
Manuel: ¡Ana, por favor! – Le rogué. – Perdona lo que te dije. No fue mi intención ofenderte
Ana: La boda es las seis y tengo intención de estar en la iglesia un cuarto de hora antes. – Me dijo con sequedad. – Hasta entonces, que te soporte otra y mejor que no me hartes. – Me advirtió amenazante.
Su actitud me dejó sin palabras. Teníamos planes para aquella mañana y, por culpa de aquel estúpido comentario, se habían quedado en nada. Yo, que esperaba sentirme el centro de todas sus atenciones, me había hecho el propósito de disfrutar de cada instante de su compañía, me acabé sintiendo la última de sus preocupaciones, casi dándome a entender que ya no consideraba tan vital mi asistencia a la boda o, en todo caso, que ya no dependía de ella, dado que no entraba dentro de sus planteamientos. Después de lo dicho, su interés por estar conmigo entonces había quedado reducido a guardar las apariencias frente a los demás para no implicar a nadie en nuestras discrepancias y no fastidiar la fiesta, aunque, después de ésta, habría que decidir nuestro porvenir y continuidad. A reflexionar sobre esa cuestión pensaba dedicar la mañana y prefería que no la agobiara ni le diera motivos para ser pesimista al respecto. Aquella tarde, al menos, me consideraría su pareja, por la mañana ya tomaría una decisión firme.
Lo que estaba claro es que nos pesaba demasiado aquella separación, el poco tiempo que realmente pasábamos juntos y que Ana estaba llevando bastante mal, aunque en los tres meses previos, a diferencia de los primeros días de nuestra relación, esa tendencia parecía que hubiera cambiado. La convivencia del mes de julio nos había ayudado a asumir que éramos novios, a no pensar tanto en nuestras individualidades, para pensar más el uno en el otro. Aunque no hubiéramos podido vernos todos los días ni siquiera una vez cada dos o tres semanas, nos había quedado claro que cada uno por su lado e intentando ponernos de acuerdo, tendíamos a favorecer esos reencuentros tanto en su casa como en la mía, apoyados por las actividades del Movimiento y por nuestra cuenta. Lamentablemente, a pesar de los buenos propósitos de uno y otro, habían sido más las ocasiones en que habíamos cambiado de planes en el último momento, aunque no se hubiera dado nada por seguro hasta ese mismo día. Habríamos podido romper con esa impotencia, pero ella pudo comprobar que no la escondía de mi familia. Sin embargo, eso no había evitado que esa mañana nos encontrásemos con esa situación tan crítica.
En un intento por solventar el problema de la separación y mi no muy estable ni segura situación laboral, el padre de Ana, aquella noche, durante la cena, me había planteado la posibilidad de trabajar con ellos en la empresa familiar, lo que hubiera implicado vivir con ellos y reforzado así mis vínculos con la familia, pensando en mi futuro con Ana, dado que ésta no parecía dispuesta a renunciar al porvenir que esa vida le ofrecía. Ante esa proposición quizá lo más coherente hubiera sido aceptar y así ganarme el favor de mis futuros suegros. Sin embargo, sin pretender ser descortés ni dar a entender nada negativo respecto a mis sentimientos, la respuesta positiva que esperaban se quedó en una duda. No me pareció prudente dar ese paso antes de tener claro mi futuro con Ana, llevábamos poco tiempo y, si comentarios como aquel eran causa de discrepancias, en caso de aceptar ese trabajo, las consecuencias sería mucho más graves. Mi interés, de momento, estaba en Ana y no en su familia, aun teniéndoles presentes en mis planteamientos de cara al futuro.
Sobre esa cuestión, Ana dijo que estaba de acuerdo conmigo, al menos así había sido hasta que de mis labios salió aquel inoportuno comentario. Me conocía mejor que sus padres y tampoco quería forzar la situación, dado que hasta entonces nos estábamos entendiendo y, a pesar de las distancias y la separación, nuestra relación avanzaba, nos la estábamos tomando en serio. Sin embargo, dejó claro, a su manera, que para ella era un alivio no tenerme cerca todos los días, alegando que, de aceptar, perdería todo mi encanto. Lo sucedido después fue la confirmación de esos temores. Es decir, que, cuando nos fuéramos a plantear en serio nuestra boda, esa cuestión estaría dentro de nuestras condiciones. Ana no era partidaria de condicionar mi vida hasta ese extremo, dado que reconoció que de ser ella quien estuviera en mi situación tampoco aceptaría. Habríamos de ser nosotros quienes buscásemos las ocasiones para estar juntos, sin que nos vinieran impuestas ni como tal se acabaran convirtiendo en una rutina. Aunque el ejemplo de sus padres fuera un modelo a tener en cuenta.
Por comprometido que pareciera, esa noche se aludió a nuestro futuro matrimonial. Carlos se casaba aquella tarde y resultaba inevitable planteárselo en nuestro caso, aunque no a muy corto plazo, sino año y medio como poco. Los padres de Ana esperaban organizar una boda por todo lo alto, incluso mejor que la de Carlos, habiendo posibilidades económicas, no iban a escatimar en gastos. Según ellos, Ana se lo merecía. Sin embargo, tuve que admitir que quizá ni mi economía ni mis padres fueran de la misma opinión, entendiendo que conmigo no se tendría una consideración distinta a la de mis hermanos en ese sentido. Se puso de manifiesto que Ana y yo procedíamos de ambientes y familias distintas, distantes en muchos aspectos. Ante lo cual, sus padres me aseguraron que siendo ellos los padres de la novia correrían con todos los gastos, dado que la boda sería allí, y su lista de invitado no se quedaría corta. No se casa a una hija todos los días.
La verdad fue que sus planteamientos no me terminaron de convencer, ni me parecía que a mis padres les agradara la idea, aun aceptando que la boda fuera allí. La de mis hermanos habían sido en Toledo y movilizar a tanta gente no iba a ser tan sencillo, más cuando mi opinión en la elección de los invitados podía decirse que estaba condicionada, no tanto por la familia como por lo referente a las amistades. Era más o menos lo que el padre de Ana me quiso dar a entender. De las decenas o centenares de personas invitados por parte de una u otra familia, los que Ana o yo invitásemos a título personal se podrían contar con los dedos de una mano. Lo cual no es que pareciera injusto, pero sí que para celebrar nuestra boda tuviera que haber una correspondencia, reuniendo a amistades y conocidos de nuestros padres y no tanto nuestros, aunque lo deseable era vernos rodeados de nuestros amigos y no privarnos de la compañía de éstos por intereses ajenos a nosotros.
Por no quedarme sin hacer nada, ante la desidia de Ana, su padre se ofreció a entretenerme, ante lo cual toda negativa por mi parte habría sido mal entendida, de manera que me resigné considerando que, al menos, estaría acompañado toda la mañana y me evitaría quedarme dando vueltas por la ciudad para matar el tiempo o pensando en cómo recuperar el cariño de Ana, en caso de que aquella no fuera una ruptura definitiva, sino sólo nuestra primera discusión fuerte, confiando en que sabríamos superarlo de la manera más airosa. En cualquier caso, el padre de Ana esperaba tener la oportunidad de hablar conmigo de hombre a hombre y no desaprovechó la ocasión, insistirme sobre sus planteamientos respecto a mi futuro laboral y familiar, lo que para él era lo mismo, dado que mi boda con Ana me vincularía a la familia y consecuentemente a la empresa, por ser el matrimonio una sociedad de gananciales, salvo cabezonería por mi parte, expectativa que no sería de su agrado ni decía mucho a mi favor
No lo podía asegurar con rotundidad, ante la falta de alusiones directas, pero deduje que la ruptura entre Carlos y Ana habría estado provocada por presiones paternales, como estaban haciendo conmigo, que no había sido tanto una falta de entendimiento a la hora de rezar. Asumieron que la asistencia de Ana los retiros se había visto favorecida por el hecho de haber concluido sus estudios universitarios y estar trabajando. Es decir, no teniendo que estudiar, disponía de más tiempo libre y, en consecuencia, debió haber un cambio en su manera de plantearse la vida. Lo mismo le había debido pasar a Carlos, quien se debió dar cuenta que los proyectos de los padres de Ana no eran tan ideales como se le habían presentado en principio. De ahí surgió su discrepancia con Ana y la ruptura de su relación. Error que Ana no quería cometer conmigo y de lo que sus padres no habían escarmentado, por mucho que sus deseos fueran velar por los interés y la unidad familiar, pero anulando la individualidad de los demás.
Durante aquella mañana tuve la oportunidad de conocer la empresa familiar con más profundidad de lo que Ana me había llegado a hablar de sí misma. Su padre no quiso que me llevase a engaño con respecto a su propuesta y desde un principio me dejó bien claro a lo que me comprometía en caso de formalizar mi relación con Ana. Tal vez ella se hubiera dejado engatusar por mi cara bonita, lo que su padre no entraba a valorar. Sin embargo, si mi interés iba más allá, habría de tomármelo en serio. Carlos, en su momento, lo había hecho y por mi parte no se esperaba menos. El futuro de Ana no podía ni debía desligarse de la empresa. Si yo no me sentía capaz de estar a la altura de las expectativas, aún estaba tiempo de obrar en consecuencia a todos los niveles. Es decir, si el padre de Ana pretendía asustarme, le sobraron argumentos, ante lo cual era lógico que ella no me hubiera presionado.
En todo caso, me quedó claro que Ana me había advertido bien al asegurarme que ganándome el favor de su padre tendríamos el mejor respaldo a nuestra relación. El problema estaba en que no me lo había planteado como un asunto de negocios y suponía que Ana tampoco, más cuando el amor había de estar basado en la confianza y no en el beneficio, aunque comprendiera que aquella fuera la vida de Ana y no pudiera renunciar a ésta con tanta libertad. Lo que en mi caso cambiar de vida supondría prosperar, demostrarle a Ana que por amor estaba dispuesto a renunciar a todo, si no había una solución intermedia. Aunque, como ella había dicho, tendría que aguantarme las veinticuatro horas del día y no era un aliciente que le motivara. Mi encanto estaba en no verme tan a menudo y desear que eso cambiara. Es decir, ser novios, pero no compañeros de trabajo para que nuestra relación se basara en el amor y no en los negocios de su padre. No quería que el trabajo nos cohibiera ni condicionara.
Lo que su padre me dijo como conclusión, para no llevarme a engaño ni creyera que él iba a ser tan ciego como Ana a la hora de juzgarme, fue que consideraba que yo tenía mucho que mejorar o al menos esa era la impresión que le causaba. Él no era capaz de juzgarme con los ojos de enamorada de su hija, donde mis defectos eran mi principal virtud y mis virtudes lo que me convertían en el candidato ideal a ser su novio. El padre me juzgaba como padre y hombre de negocios, seguro de no arriesgarse a poner el futuro de su empresa en mis manos, aunque en lo referente a la vida de su hija lo consentiría por no enfrentarse con ésta ni ser excesivamente crítico. En definitiva que no se opondría a nuestra felicidad, siempre y cuando nos llevase a comprometernos en serio. Sin embargo, me advirtió que, igual que se ponía de nuestra parte, estaría en mi contra en caso de que Ana tuviera la menor queja de mí. Si sólo iba tras su dinero o por burlarme de Ana, removería cielo y tierra hasta aplastarme con todo el peso de la Ley. Medios no le faltarían como tampoco energías para acudir a quien hiciera falta.
Si once meses antes Ana ya me había cantado las cuarenta con respecto a mi manera de ser, su padre hizo lo propio aquel día con respecto al futuro, en defensa de la felicidad y dignidad de Ana. Con la diferencia de que aquel arranque de sinceridad de Ana fue inesperado y las advertencias de su padre algo previsible y lógico. Como hombre de negocios defendió sus intereses, consciente de que aquel no era un tema menor. Ana se acabó dando cuenta que se había enamorado de mí y su padre que el futuro que yo tendría con ésta no era tan negro como parecía en un principio, había un punto de luz para la esperanza. Mis sentimientos eran sinceros o al menos llegaban a tal grado de confusión que me lo pensaría dos veces antes de dar un paso en falso. No presumía de saber todo lo que quería, como le había sucedido a Carlos. A mí no me era más difícil ocultar mis defectos ante gente con personalidad tan fuerte.
