La cara con la que me recibió Ana, cuando nos presentamos en el piso a comer, no fue muy diferente a la de por la mañana. Continuaba disgustada conmigo y no se compadeció de mí tras haber consentido que su padre me torturase de aquella manera. No había sido suficiente penitencia para mi estupidez, más cuando de su decisión dependía que su padre insistiera con la cuestión del trabajo o la integridad de mi hombría. Sólo le había hecho un inoportuno comentario respecto al vestido que pensaba ponerse para la boda. Si pretendía hacerme entender que callado estaba más guapo, en aquellos momentos ya tenía la lección más que aprendida. Me ganaba la confianza del padre a la misma velocidad que perdía la de la hija, cuando la verdad era que estaba allí para afianzar mi relación y no para ver como ésta se quedaba en meras intenciones. Por un absurdo comentario no podía acabar todo en nada. La vida no podía ser tan cruel.
Manuel: ¿Aún no me has perdonado?- Le pregunté en tono conciliador.- Lamento haberte disgustado.
Ana: ¡Tú sigue hablando y verás cómo lo estropeas!- Me advirtió fríamente.- Mejor que no me hartes.- Me aconsejó.
Manuel: Esta actitud hace un año tendría su lógica. Ahora me parece que nos estamos excediendo, yo con mis comentarios y tú con tus enfados.
Ana: ¡Y dale!- Dijo con hartura.- Una palabra más y te vas a hacer gárgaras.
Ya no sabía si estaba de broma o me lo decía en serio, por lo que, ante la duda, opté por desistir. Era mejor tener la fiesta en paz antes que estropearla. No aceptaba mis disculpas y la verdad que, si esperaba otro planteamiento distinto por mi parte, se equivocaba. Yo no me consideraba más romántico de lo que estaba siendo. Mi enamoramiento era más platónico que práctico, el hecho de pensar en sorprenderla me cohibía. A parte que, después de la mañana que había pasado, en lo último que había pensado era que Ana estuviera enfadada conmigo por una tontería así y muy posiblemente ella no se diera cuenta que lo estaba soportando peor por encontrarme fuera de lugar, aunque únicamente la tuviera a ella en mi contra. Sus padres se mostraban más objetivos e imparciales ante aquella discrepancia, no le daban la razón a ninguno de los dos o en todo caso considerando que nosotros mismos debíamos solventar nuestras diferencias.
La comida no fue silenciosa, su madre tuvo interés por saber cómo nos había ido la mañana, deduje que Ana debía sentir la misma curiosidad, aun sin manifestarlo. Fue el padre quien les puso al corriente de lo sucedido, haciendo una valoración bastante positiva y condescendiente respecto a mis posibilidades en la empresa. Reconoció que no ejercería de jefe, pero tampoco tendría porque empezar necesariamente como chico de los recados. En caso de aceptar su propuesta, estaba dispuesto a ponerme una mesa con ordenador y atribuirme algunas responsabilidades. De mis méritos dependería mi salario, así como mis progresos, aunque siendo aquella una pequeña empresa familiar, de gestión de otras empresas, tampoco me creaba grandes aspiraciones. El día que Ana y yo nos casásemos, podría empezar a tener voz y voto en las decisiones, hasta entonces, sería un mero observador, un empleado temporal y a prueba. Es decir, aquella mañana su padre estaba dispuesto a apostar por mí; con Carlos no había habido suerte y ese puesto no podía quedar vacante.
La madre, ante aquel panorama, se mostró más reticente o crítica, para aceptarme en la empresa primero habría de haber un compromiso firme entre Ana y yo, para no contratar al primero del que Ana se enamorase. Carlos había sido un mal precedente y yo le inspiraba menos confianzas, aparte de que la empresa debía ser dirigida únicamente por los miembros de la familia, no por las parejas de los hijos, aunque su nuera, en ese sentido, hubiera estado a la altura de las circunstancias, lo que en mi caso se permitía poner en serias duda. Tenía mucho que demostrar antes. Tras la boda, si es que llegaba a haberla, mi situación en la empresa no tendría que cambiar, salvo que Ana tuviera esa deferencia conmigo, aunque teniendo en cuenta mi currículum vitae sería correr riesgos innecesarios. Tampoco es que esperasen que me cruzara de brazos, pero no me veía ejerciendo un cargo de responsabilidad, más cuando Ana prefería que no la atosigase. Es decir, que su madre era menos optimista.
Ana no dijo nada, se limitó a escuchar. Dejó que sus padres opinasen por ella y, en cierto modo, discutieran por una cuestión que estaba en el aire. Más preocupados por mi futuro incierto que por nuestra situación presente. Nos veían casados cuando ni siquiera nosotros estábamos seguros de seguir juntos al final de la tarde. Ana no parecía muy dispuesta a pasar por alto mi comentario y yo me sentía cohibido, acobardado por sus padres y el enfado de ésta. Necesitaba de su apoyo, de la estabilidad de sus sentimientos, pero en aquellos instantes parecía estar recibiendo más amor del otro lado del Universo que de su corazón, aunque estuviéramos sentados el uno al lado del otro. Lo cual no era como para tomárselo a broma ni considerarlo una estratagema por su parte. Ese tipo de bromas no iban aportar nada positivo a nuestra relación y era una forma cruel de agradecerme la visita y las molestias que me había tomado para acudir a la boda. Ana no parecía estar aparentando.
La frialdad de Ana se rompió cuando su padre me hizo una propuesta para zanjar aquella discusión sobre mi mayor o mejor vinculación con la empresa. Sin embargo, el euro que éste me pidió para invertir Ana se lo sacó del bolsillo. Dicha inversión constaría por escrito y de manera oficial. Del capital que la empresa tuviera en esa fecha, tendría una participación de un euro, convirtiéndome en socio capitalista en dicha proporción. Que Ana pagase ese euro de su bolsillo y no aceptase mi dinero tenía todo tipo de interpretaciones subjetivas, entre éstas que me sintiera endeudado de por vida con ella o que, no queriendo nada conmigo, tampoco consentiría que se admitiese mi dinero y, en consecuencia, dicha inversión para mí no tendría relevancia y no podría reclamar nada. En realidad, ese euro era de Ana, aunque el préstamo no constase en ningún documento. Es decir, me siguiera queriendo o no, ese era el precio que le daba a nuestra relación, a mi vinculación con ella y su familia.
Después de comer, Ana alegó que necesitaba tiempo para vestirse y desapareció de mi vista, lo cual no me tomé como una excusa para no estar conmigo. Aunque no fuera ella la novia, resultaba poco creíble que necesitase de dos horas de reloj. Ya me había enseñado el vestido y no me pareció que fuera tan difícil de poner, aunque lógicamente entendía que no se trataba únicamente de eso. En cualquier caso, dos horas me parecieron excesivas, aunque fuera mujer. A mí con media hora me sobraría tiempo, ya que no tenía intención de darle mayor relevancia al asunto. Se trataba de una boda en la que prefería no destacar ni quitar protagonismo a nadie, aunque aquel fuera el primer acto social al que acudiera emparejado y ello lo hiciera relevante en mi vida. Sin embargo, en vista de la actitud de Ana, no parecía que ninguno de los dos fuera a estar para muchas alegrías aquella tarde. El panorama no era tan optimista.