Manuel. Silencio en tus labios ( 2-2)

Ana: Toma. – Me dijo entregándome las llaves. – El coche está donde el otro día. Te espero aquí.

Manuel: ¿Podemos hablar antes? – Le pregunté contrariado.

Ana: Ves a por el coche. – Insistió. – Está lloviendo a cántaros y prefiero no mojarme.- Se excusó.

No estaba dispuesta a escuchar ni tampoco yo quise discutir, no era el momento ni el lugar, aparte que delegar en mí la responsabilidad de acercar su coche hasta la puerta no podía valorarse de manera negativa, aunque sólo se hubiera acordado de mí por pura conveniencia o por considerar que uno de los dos debía mojarse y era preferible que lo hiciera yo. Lo que en cualquier otra circunstancia lo habría asumido como una prueba de caballerosidad por mi parte y no de egoísmo por la suya, dado que aquella no era forma de ganarme su perdón ni de recuperar nuestra relación. Antes que mojarme o tener la oportunidad de conducir su coche, prefería una sonrisa que me era negada por rutina. Por una sonrisa hubiera sido capaz de alejar aquellas nubes y que volviera a lucir el sol, aunque a aquellas horas de la tarde fuera más propio pensar en la luna y el cielo estrellado. En cualquier caso, la petición de Ana no hubiera sido más inesperada e incoherente al pedir cuando no estaba dispuesta a dar nada ni a aceptar mis disculpas y ruegos.

Desde la puerta de la iglesia hasta el coche habría unos quinientos metros más o menos, pero bajo aquel aguacero era como cruzar el océano a nado, dado que no chispeaba, caía agua a cantaros, parecía que aquellas calles eran afluentes caudalosos del río, la que nadie hubiera querido que cayese el día de su boda. Era como si la climatología se hubiera puesto de acuerdo para estropearle el día a Carlos y que Ana se consolara pensando que no era ella la novia. De todas maneras, a mí no me hacía ninguna gracia aquella ducha en plena calle, ya que no llevaba paraguas ni mi abrigo y los zapatos no eran muy apropiados para soportar aquel aguacero. Sin embargo, me consolé porque todo sacrificio sería poco si recuperaba el afecto de Ana, si conseguía que se mojase lo menos posible. Aunque en esos momentos me sintiera tan estúpido y molesto con ella que no habría tenido el menor remordimiento si presenciaba como caían sobre ella un par de cubos de agua helada.

Por ir a por el coche me quedé sin participar en la sesión de fotos de los novios con la familia y los amigos, lo cual no es que me interesase, pero me hubiera permitido comprobar si Ana seguía queriendo que nos vieran juntos o mantenía aquella frialdad en público y de manera patente, dejando constancia de ello ante las cámaras y los presentes. Sin mí en la iglesia, ella no se vio en esa disyuntiva y se evitó explicaciones poco creíbles. La justificación fue que me había mandado a por el coche porque lo íbamos a necesitar para acudir al restaurante donde se celebraría el banquete. Es más, a todo el mundo le habría parecido lógico que yo hubiera asumido ese encargo, por ser el chico en la pareja y el que se sentía más fuera de ambiente. Aquella no era gente con la que tuviera mucho trato. Estaba allí por Ana, porque ésta no había querido acudir sola, aunque, según yo lo veía, había cambiado de parecer en el último momento.

Cuando regresé, los novios salían por la puerta, una bóveda de paraguas les protegió de aquel aguacero hasta que se metieron en el coche que les estaba esperando al pie de la escalera. Me parecieron la pareja más feliz del mundo y aquella imagen me hizo recordar el “Emaús” de la Pascua, mi llegada al pueblo en compañía de Ana, descubriendo que los que habían llegado antes que nosotros habían encontrado a un amigo para toda la vida. Esa misma actitud se apreciaba en los contrayentes, reforzándolo con su matrimonio. Y si la fraternidad era un paraguas bajo el que cobijarse, ellos tenían allí más de lo que necesitaban, haciendo que aquel inoportuno chaparrón pareciera insignificante, inapreciable. Más aún, era un motivo de felicidad porque veían cómo todo el mundo les protegía, daban calor a una tarde fría y lluviosa que estaba estropeando lo dichoso de aquella celebración, aunque hubieran podido preverlo con antelación.

Ana no quiso recibir un trato diferente al de los recién casados, iba demasiado elegante como para consentir que se estropeara el vestido, el peinado o el maquillaje, aparte de los zapatos. Por mi parte sólo consiguió que acercara el coche todo lo posible, una vez se hubieron marchado los recién casados. Mi travesura hubiera estado en no moverme de donde estaba y obligarla a que echase aquella carrera bajo la lluvia y esquivase los charcos. En el coche no había ningún paraguas y yo ya iba suficientemente empapado como para admitir más agua, aparte de que no siendo vengativo, no hacer méritos para conservar nuestra relación hubiera sido una tontería. Había conseguido demasiado hasta entonces como para darlo por perdido a causa de una rabieta. El día aún no se había terminado y confiaba en ser yo quien la acompañase de regreso a casa aquella noche. Sus padres habían puesto su confianza en mí y más me valía no defraudarles porque sería yo quien más lo lamentaría, no queriendo acabar durmiendo en la calle ni en el autobús.

Manuel: ¿Podemos hablar ahora? – Le pregunté

Ana: ¡Estás pesadito hoy! – Se quejó con gesto cansado. – Llevas un día que no hay quien te aguante.- Me recriminó.

Manuel: No sé todavía si me has perdonado. – Alegué en mi defensa. – Estás bastante esquiva conmigo.

Ana: Estamos de boda. – Me contestó con voz firme. – ¡Cómo me hartes, te mandó a hacer gárgaras! – Me advirtió en tono convincente.

Manuel: Lo mío de ayer sólo fue un inoportuno comentario. – Le dije. – Ya te he perdido perdón. – Aclaré. – Tu actitud me parece desmedida.

Ana: Tengamos la fiesta en paz ¿vale? – Me pidió en tono amenazante. – Podemos ir al banquete y disfrutar de la fiesta o volvernos a mi casa a por tus cosas y que te marches en el primer autobús. – Avisó.

Manuel: ¿Me puedes decir qué te pasa? – Le rogué. – Ya no me creo que esto sea por lo de ayer

Ana: Dejémoslo estar ¿Quieres? – Contestó con firmeza. – No me apetece discutir contigo por una tontería.

Manuel: Sólo pretendo que hablemos. – Me defendí. – Anoche acabamos enfadados y hoy en todo el día no me has dirigido la palabra. – Constaté. – Si he dicho o hecho algo que te haya molestado y de lo que no me haya dado cuenta, te pido que me perdones.

Ana: Dejemos este asunto, por favor. – Insistió en tono más conciliador. – No me apetece discutir contigo. Déjame tranquila.

Preferí no insistirle más porque estaba claro que no le apetecía hablar. Un mes antes, en mi casa, había estado mucho más tranquila y sociable, a pesar del compromiso y el riesgo de estar con mi familia y sentirse observada por todos, dándose cuenta que les habría causado una buena impresión desde el principio. De hecho, su visita me supo a poco ya que sólo duró un día, no incluyendo la noche, no llegó a las ocho horas. Sin embargo, aquella tarde estábamos en su ambiente, el observado era yo y su actitud era radicalmente opuesta, como si quisiera levantar un muro entre nosotros o sencillamente se sintiera totalmente desorientada y confundida. De hecho, yo mismo me sorprendía de lo paciente que estaba siendo con ella, obligado por las circunstancias cuando lo lógico habría sido enfadarla aún más, agobiarla. Me sentía impulsado a ser paciente como si intuyera que eso era lo que Ana esperaba de mí y no tanto ponerme a la defensiva, ya que nadie me agredía, era Ana quien me ignoraba o se mostraba fría y distante conmigo.

Como no sabía ir al restaurante, me tuvo que indicar el camino, se limitó a decirme las palabras justas y precisas, como si el coche llevara un navegador de a bordo o a quien pudiera responder. Ana conocía la ciudad y yo iba sentado al volante de su coche, tan perdido o más que frente a nuestra relación. No sabía hacia dónde dirigirme y la lluvia no me facilitaba la conducción. Confiaba que el destino del final del trayecto fuera tan positivo como lo que encontrase al final de aquella crisis sentimental. Estábamos allí para celebrar una boda y esperaba no tener que celebrar también el fin de nuestra relación, aunque ciertamente Ana tuviera mucho que recriminarme o sencillamente se hubiera dado cuenta que no se sentía tan enamorada de mí como había creído. Si estaba dispuesta a dejar su coche en mis manos, sin conocer la ciudad, no podía ser menos desconfiada en lo demás, por muchas dudas que se le plantearan.

El hecho de que el restaurante tuviera garaje y no hubiera que dejar el coche en la calle ni a la intemperie, realmente me sorprendió, no siendo algo muy habitual, aunque sí de agradecer en aquellas circunstancias. Teniendo en cuenta que el restaurante estaba en las afueras y que la gente se acercaría hasta allí en coche, el hecho de ofrecer una plaza de garaje era un detalle de distinción, una evidencia de que Carlos y su prometida querían que su boda fuera por todo lo alto. Aquel para ellos iba a ser un día inolvidable e irrepetible. Es más, por el concepto que los padres de Ana se habían creado de él, parecía lógico que el banquete no se hubiera montado en el bar de la esquina. Por lo que a mí respectaba, lamentaba reconocer que el banquete de boda que le podía ofrecer a Ana no excedería de una bolsa de pipas a compartir entre todos los invitados y sin moverse de la puerta de la iglesia. Y, si se ponía de manifiesto la generosidad de mis padres y la del resto de los invitados, tendríamos un banquete de lo más típico.

Nos separamos al llegar, al subir a la entrada principal. Yo necesitaba ir al servicio de caballeros a secarme y asearme un poco, después del chaparrón que me había caído encima no estaba muy presentable, aparte de tener la impresión de que Ana no quería tenerme muy cerca en aquellos momentos. Lo que no significaba que se fuera a desentender de mí ni yo de ella mientras estuviéramos allí. Habíamos llegado juntos, éramos pareja, y nos marcharíamos del mismo modo, aunque para entonces no estuviera tan clara nuestra relación. Sin embargo, confiaba que en ese sentido nada cambiara, sino, más bien, que Ana ya se hubiera sincerado conmigo y entre los dos hubiéramos superado aquella crisis personal o de pareja, según se lo hubiera planteado. Consideraba que era mi responsabilidad implicarme. No quería que rompiéramos, salvo que ella tuviera una razón convincente y justificada para hacerme entender que no cabía otra salida. Para mí la única opción era apostar por la continuidad.

Cuando salí del servicio, ya estaban allí casi todos los invitados en la entrada principal, esperando la llegada de los novios. Encontrar a Ana entre la multitud no fue una empresa demasiado complicada, destacaba por su belleza, su gesto serio y por ser la única que no disimulaba su frialdad conmigo, dado que hubiera esperado que me tendiera la mano o fijado la mirada en esa dirección dando muestras de su añoranza. Sin embargo, sus ojos se centraban en otra parte y sus manos escapaban de todo y de todos. No estaba tan animada ni participativa como se esperaría en un acontecimiento así. Estaba apática, aunque disimulaba para no hacerse notar demasiado y contradecir con ello mi comentario del día anterior. Carlos ya se había casado y en toda la tarde a Ana  nadie le había declarado su amor impresionado por el vestido, tan solo a mí me podía echar en cara que le agobiara con mi insistencia por obtener una sonrisa.

Manuel: ¿Has visto si nos sentamos juntos? – Le pregunté para romper el hielo.

Ana: Más te vale. – Me respondió amenazante y con frialdad.

Manuel: Alegra esa cara, por favor. – Le rogué. – Nadie diría que estás de boda.

Ana: Mejor que no me agobies. – Fue su respuesta.

Manuel: ¿Qué te pasa hoy? – Le pregunté preocupado. – Admito que puedas tener un mal día, pero no lo pagues conmigo.

Ana: No me pasa nada. – Se defendió.

Manuel: Estás preciosa. – Le dije para animarla. – Y si me dedicases una sonrisa, te lo agradecería.

Ni una sonrisa ni una mirada asesina por mi impertinencia, mantuvo su actitud fría. Mi alivio fue que no se movió de donde estaba y me dio la impresión de que no se limitaba a guardar las apariencias. Le pasaba algo que no sabía cómo confesarme, pero mi compañía y presencia eran un motivo para relajarse, como si en aquellos momentos se sintiera tan desamparada como yo y no quisiera refugiarse en nadie más. Para mí era una situación un tanto confusa, la evidencia de que no la conocía tanto como creía y la confirmación de que era tan reservada como se decía. Razón por la cual Carlos y ella no se habían entendido y ello les había llevado a romper su relación. Conmigo parecía encaminarse al mismo final, sin esperar a cumplir el primer año, más cuando, debido a las distancias, apenas habíamos compartido siete días, por lo cual la ruptura en teoría sería menos dolorosa para los dos. Resultaría más fácil no vernos y evitar añoranzas.

Con la llegada de los novios, y tras su brindis, entramos en el salón donde se iba a celebrar el banquete, yendo cada uno a su mesa, según la distribución que se había dispuesto, dando prioridad a la familia frente a los amigos y conocidos. No es que esperase que Ana y yo nos fuésemos a sentar en la mesa de los novios, pero tampoco era muy prudente dar demasiada relevancia a la presencia de ésta mandándola a la última mesa. De hecho, se nos colocó en una mesa intermedia, se destacaba que seguía habiendo una buena amistad entre ellos y que no era una simple ilusión de Ana, sino algo compartido por la novia, lo cual por una parte me sorprendía, pero, por otro lado, me parecido un tanto comprometido. En cualquier caso, era dar normalidad a esa relación sin excluir a Ana de su grupo de amistades, pasando por alto los sentimientos de ésta, más cuando éstos debían volcarse sobre mí, dejando olvidadas otras historias. Lo que era de agradecer.

En nuestra mesa nos sentamos cuatro parejas, ocho personas, gente del grupo parroquial con su respectivas, como era el caso de Ana. Es decir, estuvimos entre amigos para disfrutar mejor de la cena. Eso pareció animarla o al menos darle un motivo para cambiar de actitud y que los demás no aludieran a nuestros problemas o discrepancias de aquel día. No es que hablase conmigo, más bien, mantuvo su silencio, pero dio muestras de complicidad, como ya hizo en la Pascua o durante la convivencia, para que todo el mundo viera que no me había olvidado ni ignoraba, tan solo evitaba dirigirme la palabra, dado que yo tampoco estaba muy hablador aquella noche. Me sentía fuera de ambiente y un tanto contrariado por la actitud de Ana. Sentía que estaba jugaba conmigo, como siempre, pero en aquella ocasión no tanto para llamar mi atención, sino para eludir el fondo del desencuentro. Ella no se encontraba bien y no quería que nadie se percatase.

Carlos: (Se acercó a nosotros) ¡Qué, pareja! ¿Cómo os lo estáis pasando? – Nos preguntó. – Desde la mesa se os ve poco habladores esta noche.

Ana: ¡Este tonto que no sabe mantener la boca cerrada! – Le contestó. – Por lo demás, una cena estupenda.

Carlos: ¡No seas tan dura con él! – Replicó. – Te mereces todos los halagos que te haya dicho. Seguro que se ha quedado corto.

Ana: Mejor no te comento lo que me dijo anoche. – Le respondió.

Carlos: ¡Qué esta noche estás radiante! – Le dijo. – Si no fuera mi boda, le envidiaría.

Manuel: ¡Eh, qué tú ya te has casado! – Intervine con cierto mosqueo y jovialidad.

Carlos: ¡Tranquilo, no he venido a robarte a tu chica! – Se defendido.- Será mejor que la cuides porque no es tan fácil de reconquistar.

Ana: ¡No le des ideas!- Replicó. – Este tonto es capaz de tomárselo en serio y podría agobiarme.

Carlos: ¡Ya! Pero, como se descuide, hay veinte esperando su oportunidad. – Alegó. – Seguro que eso no se lo has contado.

Ana: ¡Cómo si hay mil! – Se defendió. – La decisión es mía y creo que hay confianza.

Carlos: Hacéis buena pareja, de verdad. – Le contestó. – Yo me apunto a vuestra boda.- Afirmó.- Os dejo porque he de seguir la ronda. – Anunció. – ¡Alegrad esas caras, por favor!

Las palabras de Carlos fueron una llamada de atención, aunque dudaba mucho que él se hubiera percatado de nuestra seriedad, fue más una ocurrencia para iniciar esa conversación, dado que recorría todas las mesas agradeciendo a todo el mundo su asistencia. Ana se había limitado a seguirle la broma, aunque para ello tuvo que airear los trapos sucios, por suerte no los míos, dado que para mí esa alusión a sus muchos pretendientes era una novedad, aun sin dudar que levantase esa pasión e interés entre sus conocidos masculinos, lo que si para ella era un agobio, para mí era un halago, al ser el afortunado que había logrado conquistarla. Se había fijado en mí, aunque hubiera candidatos mejores. Sólo esperaba que no tuviera intención de sustituirme por ninguno una vez que nuestra relación ya se había formalizado. Por mi parte yo sí me había hecho el propósito de no fijarme en ninguna otra y lo estaba consiguiendo al sentirme correspondido. De los dos dependía que eso no cambiara.

Como era lógico, el baile lo iniciaron los novios. Ana prefirió verlo desde la mesa, sin importarle que hubiera una barrera de gente impidiéndole la visión. Mantenía una actitud distante con todo. Había cantado en la iglesia, pero no se iba a implicar más en los acontecimientos, que no pareciera que disfrutaba, cuando su postura debía ser la contraria. Lo suyo con Carlos había quedado atrás y debía alegrarse por éste en vez de lamentarse por algo que ya no tenía mucho sentido. Se estaba amargando ella sola, me estropeaba la fiesta a mí y provocaba que todo el mundo se fijase en ella, casi con lástima, dado que ponía de manifiesto sus debilidades cuando por lo general se le tenía por una chica alegre y llena de vida. Además, teniendo en cuenta que yo me marchaba al día siguiente, debía disfrutar hasta el último segundo de mi compañía en vez de reprimirse o ignorarme de aquella manera.

Manuel: ¡Eh! ¿Bailas? – Le pregunté para animarla.

Ana: No me apetece. – Me contestó. – Siéntate y hablemos. – Me propuso.

Manuel: ¿Te encuentras bien? – Le pregunté preocupado. – No parece que te diviertas. – Le dije.- Bailemos primero y después hablamos.

Ana: Espera a que suene una lenta. – Me propuso. – Ahora prefiero que hablemos.- Insistió.

Manuel: Como quieras. – Le respondí resignado. – Tú eres más importante y lo decía por animarte. – Aclaré. – ¿Qué te pasa?

Ana: Primero pedirte perdón por mi actitud de todo el día. – Me dijo. – Soy yo que estoy un tanto tonta estos días.

Manuel: No hay nada que perdonar. – Le respondí en tono conciliador. – Comprendo que la boda de Carlos no te deje indiferente. Puede que te haya agobiado sin pretenderlo.

Ana: Como siempre. – Me dijo con complicidad. – ¿Cuándo te vuelves a casa? – Me preguntó.

Manuel: Mañana por la tarde en el autobús. – Le contesté extrañado por la pregunta.- Ya te lo dije.

Ana: Y no nos veremos hasta Navidad ¿Verdad? – Preguntó apenada. – Nos vemos de uvas a peras y debido a las distancias no hacemos planes.

Manuel: Creo que no es momento de ponerse serios. – Le avisé. – De eso ya hablamos anoche. Si te digo la verdad, no he tenido tanto tiempo para pensarlo. La propuesta de tu padre no se puede tomar tan a la ligera.

Ana: Te hablo de nosotros. – Me aclaró. – Lo que le digas a mi padre es decisión tuya. – Me dijo. – Necesitamos tiempo para estar juntos sin que me agobies.

Manuel: Intentaremos vernos con más frecuencia. – Le propuse. – Lo malo es que los dos estamos limitados por uno u otro motivo. Eso ya ha quedado patente.

Ana: ¿Y si nos casamos? – Me propuso con toda naturalidad. – No te digo que haya de ser mañana ni el mes que viene, pero sí que nos lo empecemos a tomar en serio.

Manuel: ¿Tú has bebido? – Le pregunté sorprendido. – Deberíamos esperar hasta el año que viene, hasta después del verano para planteárnoslo. – Justifiqué. – Aún es pronto. No dejes que la boda de Carlos te confunda.

Ana: Vale, no he dicho nada. – Respondió. – Vayamos a bailar antes de que nos echen en falta. – Me sugirió. – Sólo te advierto que, si te agarras a mí, no olvides que tengo uñas y que esta noche has de dormir en mi casa. – Me advirtió.

Manuel: Si consigo que te rías, me atrevo incluso a hacerte cosquillas. – Le contesté con complicidad, entendiendo su advertencia.

Aquella crisis se daba por superada. Ella superaba mal nuestras separaciones y me había querido castigar con su silencio, de algún modo, animarme a que desapareciera de su vida para quitarse esa preocupación de encima. Sin embargo, nuestra relación era más fuerte que su debilidad o tal vez que el momento elegido para planteárselo no fuera el más apropiado. Su proposición de matrimonio para contrarrestar ese abandono para mí era totalmente inoportuna. Aún no nos conocíamos lo suficiente como para dar ese paso y no sabíamos si seríamos capaces de soportar esa vida en común a diario con todo lo que implicaba. Ella misma me recriminaba que la agobiaba a los diez minutos de estar conmigo. Trasladado a las veinticuatro horas del día no era como para pensar en bodas. Aparte que ella no hubiera superado del todo su separación con Carlos y no porque me sintiera tratado como un sustituto. Necesitábamos aclararnos las ideas.

La música que sonaba en aquellos momentos era lenta, en realidad las canciones y el ritmo se alternaban y aquella en concreto era para bailar agarrado. Lo que no esperaba que a Ana le fuera a motivar. Sin embargo, no hizo falta que se lo pidiera, ella se abrazó a mí, no tanto para tenerme cerca y dejar que la rodease con mis brazos, como por apoyar su cabeza sobre mi hombro y evitar mirarme a la cara. No quería hablar, tan solo que bailásemos, que nos confundiéramos entre el resto de las parejas. En otras circunstancias me habría soltado un sopapo de haber tenido sólo la tentación de tocarla. Sin embargo, aquella noche le habría sentado peor que no la abrazase, sobre todo, con delicadeza y respeto, reteniéndola junto a mí, pero sin que se sintiera prisionera de mi cariño, sólo se refugiada frente a sus miedos y temores. Me dejaba presumir por estar bailando con la chica más hermosa de toda la fiesta, mientras ella se conformaba con bailar conmigo. Olvidándose del resto del mundo.

Ana: ¡Eh, esa mano!- Protestó.

Manuel: ¿Qué mano? – Pregunté extrañado

Ana: Ninguna. – Me contestó. – Olvídalo. Cosas mías.

Manuel: Si lo prefieres, nos sentamos.- Le propuse.

Ana: No, espera a que termine la canción.- Me pidió.

Con aquella llamada de atención puso de manifiesto su desconfianza, su temor a que intentase aprovecharme de la situación para acariciarla. Lo cual, aunque me lo hubiera planteado, no me dejé llevar por la tentación. La respetaba y no quería estropear aquel dulce momento en que los dos nos abrazábamos contrarrestando la frialdad de todo el día. Después de haber llegado a pensar que me había dejado de querer, el hecho de tenerla entre mis brazos y sentir que me necesitaba me parecía lo más maravilloso del mundo. Prueba más que suficiente para descartar cualquier pensamiento negativo respecto a nuestra relación hasta el punto de vencer cualquier resistencia por mi parte para no dudar de sus sentimientos, como me había sucedido a lo largo de todo el día. Ella de verdad me quería, ya que de otro modo no se habría dejado abrazar de aquella manera, aunque desconfiara de donde ponía las manos.

Ana: ¿Nos casamos? – Me preguntó. – Empezamos a organizarlo y, el año que viene, tenemos boda por todo lo alto. – Se justificó. – Si te esperas a que pase el verano, no nos casamos en dos años.

Manuel: Mejor que no nos precipitemos. – Le contesté. – Ya sé lo que tu padre me ha ofrecido y que ya estamos planificando nuestro futuro, pero no creo que debamos tomárnoslo tan en serio todavía.

Ana: Aunque no quieras el trabajo, yo espero que me declares tu amor. – Me contestó. – Dejaré que le pongas todo el romanticismo que quieras.

Manuel: Ya te lo pediré cuando sea el momento. – Le dije algo contrariado. – Le has quitado todo el encanto. – Le recriminé.

Ana: No te creas. – Me contesto con sutileza. – No soy una chica tan fácil de convencer en la segunda oportunidad. – Me advirtió. – Aún puede que me lo piense mejor, dado tu poco entusiasmo.

Manuel: ¡Eres tú quien se entusiasma demasiado! – Repliqué. – En un año has pasado de la indiferencia a la pasión, sin yo haber hecho en realidad nada digno de mención.

Ana: ¡No lo estropees! ¿Quieres? – Me respondió desencantada. – De aquí a que nos casemos se puede decir mucho.

Manuel: Aún nos estamos conociendo y en estos meses estamos empezamos y hemos tenido nuestros desencuentros. La convivencia diaria puede no ser tan dichosa. No quiero agobiarte

Ana: Vale. – Me contestó con gesto serio. – No discutamos. – Me pidió. – Eres tú quien ha de tomar una decisión, yo tengo mi vida y sólo te he de dar el “sí, quiero”.

Abandonamos la pista de baile, porque estaba claro que era ella quien más interés tenía en solventar aquella cuestión, no aceptando negativas ni aplazamientos. No iba a ser fácil hacerle cambiar de idea, como si la vida se le escapase de las manos y necesitara vivirla en su plenitud antes de que le llegara el final, considerando que nuestra relación sólo tenía una salida posible para continuar, o nos planteábamos casarnos o nos olvidábamos de todo y cada uno se iba a por su lado. Mentalizándose de que formalizando un matrimonio conmigo tendría menos motivo para sentirse agobiada por mi presencia. Es más, yo también debía tomar conciencia de que las distancias se debían acortar entre los dos e intentar amoldarme a su manera de ser. Como le dije, tendríamos un mayor interés por conocernos y menos argumentos para defenderme de mis torpezas. Ella era el cebo, el matrimonio la trampa y yo la presa, tenerlo todo o quedarme sin nada.