Después de la intensidad demostrada en el beso me sorprendió su reacción, que se mostrara tan tranquila como si aquello no hubiera tenido importancia. Más que dejarle indiferente, era como si no se lo terminara de creer, no hubiera sido capaz de asimilarlo o por vergüenza reprimiera sus sentimientos. Por mi parte hubiera esperado la complicidad que tal vez ella me había reclamado en un primer momento. En cierto modo, era como si con su frialdad me recriminara que hubiera sido yo quien rompiera y estropease aquel mágico momento, que hubiera preferido que le diera tiempo a reaccionar, porque todo se había terminado de manera demasiado brusca. Me hubiera gustado un último baile, que permanecieramos abrazados un poco más antes de separarnos, pero a ella le habían vuelto las prisas porque nos fuéramos, por distanciarse de aquel protagonismo que se nos atribuía. Se lo planteaba como algo que había de quedar entre nosotros. En cierto modo fue como si me diera a entender que no necesitaba de los halagos de nadie para estar segura de sus sentimientos y planteamientos de nuestra relación, mientras que en mi caso parecía justo lo contrario, que necesitaba de toda aquella atención para sentirme confirmado.
Para que aquel momento de tensión de incertidumbre no se alargase, los dos nos encaminamos hacia los aseos, en un intento por apartarnos de la vista de la gente y dejar de ser el centro de atención. De algún modo fue como si huyésemos de nosotros mismos y de aquel instante tan intenso y que de manera tan fuerte fijaba el rumbo de nuestra relación. En mi caso ya no se trataba tan solo de haber escuchado de sus labios que me quería, sino que, además habíamos conectado, ya no había que esperar a que se produjese ese mágico momento entre nosotros y en el supuesto de que a alguno le quedara alguna duda con respecto a nuestro futuro, con un beso se habían desvanecido todas. Lo había sentido como un momento de máxima intensidad y entrega, algo que me descolocaba por completo porque no encajaba con los esquemas y planteamientos que me había hecho hasta entonces. En cierto modo se avivaba todos mis temores ante la expectativa de un compromiso un poco más serio y la exigencia de que estuviera a la altura de los acontecimientos, de las ilusiones que Ana hubiera puesto sobre el hombre con quien estaba dispuesta a compartir el resto de su vida. A mí aquel beso me había dejado impactado, tanto o más como cada vez que ella me había demostrado de una manera tan clara todo lo que sentía por mí, la primera vez para echarme en cara mis propias incompetencias y las siguientes para hacerme ver que, a pesar de éstas, ella se sentía enamorada de mí.
Encontrarme solo en el baño fue un alivio. No me sentía con ánimo para hablar con nadie y hasta cierto punto mi impulso era el de seguir con Ana y que hablásemos entre nosotros sobre lo sucedido, sin embargo, ella tardó poco en encerrarse en el baño de las mujeres al percatarse de que nos seguían dos de sus amigas, ante lo cual era fácil deducir la verdadera intención de éstas. De algún modo consiguió que me sintiera desplazado, marginado de su vida, como si después de un momento tan relevante en nuestra relación fuera más importante lo que tuviera que hablar con sus amigas que mis sentimientos hacia ella. Por mucho que la situación me incomodara no admitía discusión. Estaba claro que ella no iba a entrar en el baño conmigo ni consentiría que yo entrase en el suyo. Los dos necesitábamos nuestro momento de privacidad. Hasta cierto punto entendí que para ella aquella separación y mi aislamiento suponían una victoria porque se me privaba de la oportunidad de presumir de mis éxitos y conquistas ante los demás. Ana no pretendía que la considerase como una más ni que nuestro beso lo planteara como una conquista personal, cuando se había tratado de algo de los dos. Que yo no tuviera la ocasión se hablar sobre ello con nadie implicaba que la respetaba por encima de todo. Ya habíamos exhibido bastante nuestro amor con aquel beso en público.
La espera en el pasillo cuando salí del baño se me hizo interminable. Casi se me llegó a pasar por la cabeza de que por su parte se trató de algo premeditado, aunque ante el hecho de que no se encontrara sola en el baño, que sus amigas le hubieran seguido entrado con idea de darle conversación, aquella tardanza estaba justificada. Hasta cierto punto yo me había dado más prisa de la necesaria porque sentía la necesidad de marcharme, de alejarme de allí y que tuviéramos la oportunidad de quedarnos solos para hablar de lo sucedido, ante la expectativa de que cuando llegásemos a su casa entre nosotros se acabarían las complicidades y confianzas, allí imperaría el criterio de sus padres y más que la oportunidad de que nos diéramos un segundo beso, lo que pendía sobre mi conciencia era el hecho de que tuviera que dormir en el calle como ocurriera algo que no fuese de su agrado. Dado que llovía, lo cierto era que lo de dormir en la calle ya de por sí no resultaba muy tentador. Es más, como sus padres no tenían constancia de nuestra reconciliación tal vez nos esperasen despiertos a la espera de saber cómo se había desarrollado el resto de la velada, por si de nuevo se hacía obligada su mediación. La situación estaba como para que yo me comportara con todo el sentido común que tuviera en aquellos momentos de manera que el único sitio donde me apetecía estar era acostado y aislado en aquel dormitorio para disfrutar de un descanso reparador.
Ana: ¿Estás bien?- Me preguntó mientras salió por la puerta.
Manuel: Sí, bien.- Le respondió.- ¿Y tú?- Le pregunté.
Ana: Cansada.- Me confesó con sinceridad.- Tú conduces y yo te indico el camino.- Me propuso.- Si no te ves capaz, llamamos a un taxi o pedimos a alguien que nos llevé.- Me advirtió.
Manuel: Me veo capaz. Tranquila.- Le contesté.- Estoy algo agotado, pero me siento en condiciones para conducir y no he probado el alcohol.- Justifiqué.- Tan solo un poco de champan cuando brindamos por los novios.- Admití.
Ana: Ya me he dado cuenta.- Me contesté con complicidad.- Yo tampoco he bebido demasiado.- Alegó.
Manuel: Vayámonos que es tarde.- Le pedí.- No nos los pensemos.
Ana: ¿No te llevas el ramo?- Me preguntó al ver que no lo llevaba.
Manuel: Ya se lo llevará alguien.- Me justifiqué con desgana.
Ana: ¡No seas tonto!- Replicó y me recriminó.- Ves arrancando el coche mientras voy a cogerlo.- Me propuso.
Manuel: ¿Qué esperas que haga con el ramo?- Le pregunté contrariado.- Tú no lo quieres y a mí no me sirve para nada.- Argumenté.
Ana: La novia te lo ha lanzado a ti, de manera que quedará un poco mal que lo rechaces.- Me indicó.- El ramo ahora es tuyo y tú has de saber lo que haces, pero no te lo dejes olvidado en cualquier parte.
Manuel: Vale, ves a por el ramo.- Le contesté resignado.- Te espero en el coche.- Le indiqué.- Para que no tengas que bajar al garaje, te recojo en la puerta.- Le propuse.
Ana: Sí, mejor.- Me respondió.- En dos minutos estoy en la puerta.
No me apetecía volver a entrar en el salón porque ya me sentía bastante incómodo por todo lo sucedido y por otro lado me sentía ridículo con un ramo de novia que en todo caso debía ser para Ana, pero que ésta había rehusado o por lo mucho que implicaba o por lo inoportuno del momento, incluso por la poca seriedad con la que pensaba que yo me lo planteaba. La cuestión de fondo por mi parte no era tanto que dudase de mis sentimientos hacia ella o hubiera descartado la posibilidad de que aquella relación se encaminara a formalizare en algo más estable, pero acabábamos de salir de una discusión y lo último que me hubiera esperado en esas circunstancias eran ese tipo de insinuaciones, que se me presionara de algún modo en ese sentido, como si por cada desencuentro que hubiera entre nosotros se esperase que lo contrarrestara con una demostración de igual o mayor intensidad. La cuestión estaba en que desde mi punto de vista todo lo referente a nuestro futuro era algo que debíamos aclarar entre nosotros con la suficiente calma, aun a riesgo de que mi repentina pasividad fuera mal entendida, como si una vez que ya hubiera conseguido el objetivo de conquistar su corazón se me hubieran ido las prisas o perdido el interés.
Mientras ella entraba en el salón a por el ramo y a despedirse de todo el mundo, justificando que yo no le acompañase en aquella ocasión por ganar tiempo y porque ya entendía que me había despedido de ellos, yo dirigí mis pasos hacia el garaje, para ocuparme del coche, dado que el punto de reencuentro era la puerta principal. La situación era similar a la planteada tras la boda, aunque en aquella ocasión no tuviera que enfrentarme al aguacero ni la sensación de huir de nadie. Si había algo que sentir era remordimiento porque de nuevo daba la sensación de que nos distanciábamos, que tras el espectáculo que habíamos dado con aquel beso no daba un cierto apuro que nos vieran juntos, sin que como tal tuviéramos nada que esconder ni de lo que avergonzarse. Tan solo era cuestión de ganar tiempo ya que los dos queríamos marcharnos y en lo posible se nos convirtiera en el tema de conversación, aunque resultara inevitable que hablasen de nosotros y se hubieran desvanecido muchas dudas con respecto a la estabilidad de nuestra relación. Nuestro beso no había sido tan solo por la presión ni por guardar las apariencias, se había sentido el amor que nos teníamos.
Como había sitio, detuve el coche justo delante de la puerta, con la distancia establecida por la acera de la calle, por lo que en el supuesto de que hubiera llovido con fuerza ni siquiera se hubiera planteado que ella necesitase un paraguas para protegerse, hubiera bastando con que la puerta del coche estuviera abierta y el asiento libre. De todos modos nuestras prisas se debían más al cansancio a la necesidad de alejarnos de allí, por lo cual no había motivo ni necesidad para que ella se montase en el coche a la carrera. Hasta cierto punto, hasta hubiera tenido que reconocer que esperaba verla salir relajada, que se tomara aquella situación con normalidad, después de las tensiones acumuladas a lo largo de todo el día, para que ello diera un poco más de sentido a nuestra relación y que debido a lo lejos que vivíamos el uno del otro aquello fuera como si hubiera pasado a recogerla a su casa, el detalle estaba en que se trataba de su coche y nuestro destino era ese, por lo que aquel brote de ilusión se desvanecía en cuanto se pensaba con un poco de objetividad. De todos modos para mí era importante saber que confiaba en mí, que aunque se le pasara por la cabeza la posibilidad de que terminásemos con todo, ella apostaba por nuestra continuidad a pesar de las dificultades y malentendidos.
Antes de entrar en el coche, dejó su abrigo y el ramo de novia en el asiento de atrás. El primero le incomodaba para ir en el coche y lo segundo era una responsabilidad que no estaba dispuesta a asumir, que, si había ido a recogerlo, había sido para tener una excusa y evitarse bajar al garaje. Se lo había planteado más como un favor que me hacía y no tanto como algo que le afectara. Quizá su actitud tan solo fuera aparente en espera de que tuviéramos oportunidad de hablar sobre ello y aclararnos, pero aquel no era ni el momento ni el lugar más adecuado. Por otro lado, se podría considerar que con la salida del restaurante se terminaba la fiesta para nosotros, por lo cual era una sutil manera de empezar a dejar claro que no estaba en situación de mostrarse demasiado confiada conmigo. Como en ocasiones anteriores, a esas horas de la noche delimitaban su espacio y establecía las distancias entre los dos. Se imponía una cierta formalidad y compostura. Estaba agotada y tenía la mente más en el hecho de irse a dormir sola que en el disfrute de esos últimos momentos en mi compañía.
Al igual que a la ida, a pesar de su mal humor me había indicado el recorrido para llegar hasta allí desde la iglesia, para el regreso a su casa se mostró colaboradora, con la prudencia de saber que yo me sentía un tanto perdido en una ciudad que aún no conocía, conducía un coche que no era el mío y no eran horas para que tuviera la mente muy despierta. Lo único que me favorecía como conductor en aquellos momentos era la idoneidad del calzado, mis propias aptitudes y el hecho de que Ana me daba un voto de confianza y de nuevo puso la seguridad de los dos bajo mi responsabilidad. Hasta donde se esperaría me sentía en condiciones para sentarme al volante, con la ventaja de que a esas horas no esperábamos que hubiera demasiado tráfico por las calles, se suponía que sería una distancia corta y a nivel personal tenía la mente despejada porque apenas había probado el alcohol, de lo cual Ana había sido testigo y de algún modo contaba con ello desde el primer momento, aunque nuestro regreso hubiera dependido más de la resolución del conflicto surgido entre los dos, que por fortuna había ocurrido, de lo contrario el regreso hubiera sido mucho más tenso.
Encontré aparcamiento cerca de su portal, más o menos donde había cogido el coche aquella tarde, en la misma calle donde había visto que Ana lo aparcaba siempre, por lo cual no me puso ningún reparo ni objeción en ese sentido. Ella me había indicado la ruta hasta allí, por lo que en parte era responsable de aquella elección. Igual que se mostró segura y firme cuando nos bajamos del coche, ya que a la hora de coger el ramo de novia ella se hizo la desentendida, en cierto modo cohibida y condicionada por el hecho de que estábamos en su barrio, que casi todo el mundo la conocía y aquello hubiera sido motivo de habladurías que prefería evitarse. Que yo fuera quien llevara el ramo resultaría menos llamativo, aunque fuéramos juntos.
Cuando entramos en el portal, aunque aún no hubiéramos llegado a su piso, se lo pensó poco antes de descalzarse. Los zapatos ya le hacían daño y en cierto modo fue toda una liberación para ella y demostración de confianza para mí, como si en aquellos momentos ya no le importara que la viera con más naturalidad, como si me descubriese uno de sus trucos de belleza, si es que valoraba de algún modo su estatura con respecto a la mía o el efecto que aquellos zapatos tenían sobre ella. No le dije nada, pero para mí fue un momento, una situación un tanto extraña porque me obligaba a mirarla de otra manera. Como si la chica con quien había estado en las últimas horas se hubiera desvanecido y en su lugar hubiera aparecido ella con la seguridad de que no habría perdido ni un ápice de su encanto ni de mi cariño. Era como si una vez liberada de aquellos zapatos quisiera tener la seguridad de que el chico que decía estar enamorado de ella lo afirmaba por ella misma y no por su apariencia. Hasta cierto punto me pareció algo premeditado, pero no le dije nada, más por temor a que ella se molestara por mis palabras que por la indiferencia que me causara.
Según subimos a su casa me dio la impresión de que la cuestión de los zapatos no había sido una ocurrencia del momento, del agotamiento tras la boda, sino de una costumbre, como si por el hecho de ir descalza pretendiera que sus pasos no se oyeran y por lo tanto le fuera más fácil entrar a hurtadillas en su casa, sin que sus padres lo supieran. Me pareció una actitud un tanto adolescente, más cuando sus padres ya sabían que regresaríamos tarde, como nosotros que no les encontraríamos despiertos ni pendientes de nuestra vuelta, que en el supuesto de que nos oyeran, se quedarían en la cama. La única razón por la que se hubiera visto alterado su descanso habría sido que nosotros aún siguiéramos peleados o volviéramos en una actitud poco apropiada. Sin embargo, si en algo se fiaban del sentido común de Ana y del respeto que yo sentía tanto hacia ellos como hacia ella, por mi parte podían dormir tranquilos. Para aquella noche con el beso del restaurante ya tenía suficiente para una larga temporada. De hecho, como se me pasara por la cabeza pretender más aquella noche, Ana no necesitaría de la mediación de nadie para echarme de su vida.
Ana: Buenas noches.- Me dijo para despedirse.
Manuel: Más bien, buenos días.- Le corregí con complicidad por la hora que era.
Ana: Me has entendido, de manera que hasta luego.- Me respondió.- Felices sueños.
Manuel: ¿No hay beso?- Le pregunté extrañado.
Ana: ¿Aún no tienes bastante?- Me preguntó con intención.- Mejor que te des una ducha fría.- Me recomendó.- Buenas noches.
Manuel: Buenas noches y que sueñes con los angelitos.- Le contesté.
Me dio la sensación de que me trataba como a sus zapatos. En mi caso incluso me sentí afortunado porque se había esperado hasta llegar a casa para desprenderse de mí. Los dos estábamos cansados, le preocupaba que el ruido despertara a sus padres y no estaba de humor para muchas carantoñas ni muestras de complicidad. Era la misma actitud mantenida durante los días de ejercicios, a la hora de irse a la cama, ella quería dejar constancia de que no necesitaba compañía. Por supuesto sabía que yo ni tan siquiera le haría insinuaciones en sentido contrario, pero mi pretensión a la hora de buscar esa última complicidad no era tanto incomodarla como el hecho de que se aliviara la sensación de abandono durante aquellas horas en que estaríamos separados, demostrarle que la echaría de menos y esperar por su parte la misma confidencia con respecto a mí. Es más después de la cara de enfado de la noche anterior mis expectativas de aquella noche estaban más justificadas, porque confiaba en que al menos me dedicase una sonrisa, alguna evidencia que me hiciera desear verla cuando despertara y no con la sensación de que me cruzaría por los pasillos con una desconocida.