Después de comer regresamos a su piso con idea de hacer tiempo hasta que nos llamaran quienes debían recogerme y de quienes no teníamos noticia, por lo cual se mantenía la incertidumbre de sí se habían olvidado de mí y me tendría que quedar otra noche más o todo estaba pendiente hasta que se hubieran organizado. Se suponía que el teléfono de referencia era el de Ana, pero éste no había sonado y en todo momento había tenido cobertura. De algún modo creo que nosotros no quisimos tomar la iniciativa porque nos apenaba separarnos tan pronto, sin tener muy claro cuándo sería nuestro siguiente encuentro por muy buenos propósitos que tuviéramos al respecto, sin embargo, Ana tendría trabajo en la gestoría hasta finales de año y no le sería fácil escaparse ni tan siquiera un sábado o domingo, mientras que por mi parte tampoco me quise comprometer a nada porque en cuestión de transporte no lo tenía más fácil y la idea de venir para que no me prestase la suficiente atención no resultaba muy alentadora. En cualquier caso, los dos esperábamos que no se rompiera la comunicación y fuéramos capaces de emendar los errores cometidos en los meses anteriores para que no hubiera sorpresas ni nuevos desencuentros.
Para que su padre se quedara tranquilo y se desentendiera de nosotros, porque estaría ocupado con la lectura de la prensa dominical, Ana me propuso que fuéramos a su dormitorio, que era donde tenía su ordenador, lo cual me recalcó para que no me crease falsas expectativas, no estaba dispuesta a confiarme nada más. Es más se justificó con el argumento de que yo le había enseñado mi ordenador durante su visita a su casa y se sentía obligada a corresponder. En realidad me dio la sensación de que su interés era bastante mayor que el mío entonces, aunque en su caso no tuviera constancia de su afición a la escritura y el hecho de que me fuera a mostrar gráficos y tablas contables no me suscitaba el mismo interés ni curiosidad. En todo caso aquello era parte de su vida y al igual que en su día a día había ratos de oración, los tenía también para sentarse delante del ordenador, para navegar por la red y revisar su correo, para sentirse un poco más en contacto con sus amigos. En cierto modo era una manera sutil de darme a entender que aún no se había producido ningún intercambio de correo entre nosotros y le picaba el gusanillo por saber lo que le contaba.
Aquel era su ordenador personal, el que no compartía con nadie, lo cual suponía una clara ventaja frente a mí, que utilizaba el de toda la familia, aunque a determinadas horas y en ciertos días dispusiera de la suficiente tranquilidad. Ana no tenía esas preocupaciones ni limitaciones, era parte de sus herramientas de estudio, de manera que en su caso se había planteado de igual modo que los apuntes de la universidad y que también utilizaba para su trabajo como contable en la gestoría. De algún modo me dio a entender que en la memoria de la aquel ordenador había recuerdos de los últimos años de su vida y, si disponíamos de tiempo, tenía intención de compartirlos conmigo, me mostraría las fotografías de sus reuniones familiares e incluso de los viajes que había hecho, tampoco es que se hubiera pasado la vida encerrada en la ciudad, ni sus escapadas se habían limitado a las sugerencias que le había hecho Carlos cuando aún era novios.
No tuvo reparo en mostrarme su cuenta de correo personal, que viera le echar un vistazo rápido al listado del correo recibido y con ello poner de manifiesto la buena y fluida comunicación que mantenía con la gente del grupo, tanto con la gente de su ciudad como con las chicas de Toledo, por lo cual estaba al corriente de todo cuanto allí se organizaba y sucedía a nivel de movimiento y aparte lo que sus amigas hicieran a nivel personal, hasta cierto punto compartían confidencias, lo que casi entendí como una advertencia para que tuviera en cuenta que, aunque no estuviéramos juntos, me tendría vigilado, de lo que ya me había quedado constancia en julio cuando quise organizar aquel reencuentro sorpresa entre nosotros y al final fue ella quien gestionó todo el plan. Por mi parte tampoco podía decirse que la controlase porque no tenía la misma confianza con la gente de allí.
Ana: ¿Me dejas curiosear en tu correo? – Me pregunté y propuso con total tranquilidad. – Creo que me lo debes, salvo que tengas algo que esconderme. – Justifiqué. – Prometo no leer tus mensajes.
Manuel: No, no tengo ningún inconveniente. – Le respondí. – Espera que accedo. – Me indicó.
Supuse que querría anotar su dirección de email, en su anterior visita se había comprometido a enviármela, pero se le había pasado por alto, por lo cual, accedí a mi cuenta, la que casi toda la gente del grupo conocía, aunque me hubiera encontrado con que Ana tenía la que utilizaba para cuestiones más privadas, sin que ésta se hubiera molestado en explicarme cómo la había conseguido, aunque en su interés por saber de mí tal vez hubiera preguntado más de la cuenta. La cuestión es que prefería que la comunicación con Ana fuera por esa dirección para que no hubiera confusiones y la que con más frecuencia miraba casi a diario. En esa era más complicado esconder mi nombre, aparte que con Ana no quería tener más secretos de los precisos, de igual modo que confiaba en que fuera su mismo planteamiento. Cuando revisó mi lista de contactos se percató que no estaba la suya, lo que de algún modo explicaba que hasta entonces no le hubiera escrito nada, que nuestra comunicación había sido por correo ordinario o por teléfono.
Ana: ¿Quieres mi dirección de empresa o la particular? – Me preguntó. – La documentación que mi padre te ha pedido mejor que la mandes al correo de la empresa. – Me indicó.
Manuel: Anota la que quieras. – Le respondí.
Ana: Entonces, las dos. – Me conteste. – Pero cuando me tengas que decir lo mucho que me quieres, mejor que sea a la dirección privada. – Le advertí. – Los correos de empresa los leemos todos. – Me indicó con cierto rubor.
Manuel: Vendré a decírtelo en persona y así no habrá confusiones. – Le respondió con todo romanticismo.
Ana: Entonces ¿Volverás dentro de un mes? – Aprovechó para preguntarme. – Hasta Navidad no creo que me escape. – Me avisó. – Me gustaría ir a los retiros, pero tengo trabajo.
Manuel: Lo intentaré, pero no te aseguro nada. – Le contesté. – De todas maneras, chatearemos. – Me justifiqué. – Dime a qué hora estarás disponible e intentaré estar conectado.
Ana: Espera que me organice y ya te lo diré. – Me contestó. – Entre el trabajo y mis compromisos tengo la agenda un poco apretada, pero te haré un hueco.
Manuel: Cuando puedas. – Le respondió resignado.
La conversación se vio interrumpida por el timbre del teléfono móvil, cuando por fin parecía que empezaba a haber una conversación fluida entre los dos. De algún modo aquello nos dejó con una sensación de derrota, que cuando los dos más interés demostrábamos para encontrar tiempo para nosotros las circunstancias se volvían en nuestra contra, nos veíamos obligados a separarnos. Casi estuve a punto de sugerirle Ana que le pidiera que se marcharan sin mí, que me quedaba otra noche más. Sin embargo, me sentí un tanto cortado por la situación, ya todo el mundo se había hecho a la idea de que me iba esa tarde y no era prudente cambiar de planes. Para mí era mejor que me llevaran hasta la misma puerta de mi casa, que la complicación del autobús, aunque más o menos tuviera claras las combinaciones que habría de hacer y no tuviera pérdida. Hasta cierto punto sentía que me debía marchar porque ya había abusado en exceso de su hospitalidad y no tenía demasiado sentido que me quedara más tiempo porque estaba de más una vez que Ana me había insistido y recalcado que le esperaban semanas de mucho trabajo en la gestoría.
Ana: Recoge tus cosas y te acompaño. – Me propuso. – Mejor que no les hagamos esperar porque os queda un largo viaje por delante. Si no te marchas, no tendré ocasión de echarte de menos. – Argumentó.
Manuel: Entonces, ¿no me secuestras? – Le pregunté con jocosidad.
Ana: Prefiero tenerte toda para mí, por eso te alejo de mis padres. – Me respondió.
Manuel: ¿Les aviso a mis padres de que cuenten contigo en Navidad? – Le pregunté.
Ana: De momento no les confirmes nada. – Me indicó. – Aún quedan dos meses. Además, supongo que este año aquí también tendremos convivencia y aún no sé los planes que tienen mis padres y mi hermano.
Manuel: Bueno, cuando lo tengas seguro, ya concretaremos. – Le contestó para que no me sintiera presionada.
Ana: Si acaso, plantéate lo de venir tú. – Me propuso. – Escoge la fecha que más te convenga. Si no tienes otros compromisos, quédate tres o cuatro días. No te límites al fin de semana.
Manuel: Ya lo pensaremos. – Le respondí.
Por lógica o coherencia tal vez ella estaba más obligada que yo aceptar la invitación de celebrar la Navidad en mi casa. Si le resultaba demasiado comprometido, con que pasara allí uno o dos días a su elección, la cuestión era que tuviera un momento de acercamiento con mi familia para que nuestras situaciones en ese sentido se equilibrasen. Sin embargo, no se mostró demasiado entusiasmada con la idea y de nuevo se excusó con la cuestión del trabajo. En realidad me dio la sensación de que se resistía por inseguridad, por lo comprometido que le resultaría la situación. Por mi parte tampoco quería obligarla sin que la situación resultase forzada porque yo había pasado por ello con su familia y me hacía a la idea. De hecho, incluso aceptaba la excusa de que en mi casa se encontraría con mucha más gente e iban a ser fechas de mucho jaleo, por lo cual ella preferiría una ocasión mucho más tranquila, algo similar a su visita de septiembre, aunque ya no evitara el encuentro con mis padres, incluso es posible que nos planteásemos ese primer encuentro tan solo con alguno de mis hermanos. En último caso la decisión dependía de ella y era una cuestión insalvable.
Al menos, si nos tomábamos en serio la comunicación por email, confiaba en que me mandase alguna que otra fotografía que pudiera mostrar a mis padres y que éstos tuvieran alguna manera de conocerla y hacerse una primera impresión, que estaba seguro sería positiva porque ella tampoco tenía motivos para temer lo contrario. Sus dudas con respecto esas primeras impresiones derivaba en una desconfianza con respecto a mis criterios para la hora de buscarme pareja, aunque sobre ese respecto tal vez Ana estuviera en mejor situación que yo para hacer sus valoraciones porque había escuchado las opiniones de quienes se habían visto afectadas de algún modo por mis fallidos intentos de conquista, aparte de lo que hubiera padecido en su persona y del concepto que tuviera de sí misma. Es posible que a mí me faltase objetividad porque era lógico que mi interés hubiera estado en aquellas que de un modo u otro atrajeron mi atención. La conclusión a la que al final los dos teníamos que llegar en ese sentido es que me había quedado con al mejor de todas, aunque ella no pudiera decir lo mismo en su caso porque aún había quien me comparaba con Carlos y yo no salía muy bien parado.
Cuando salimos a la calle, desde el portal ya nos dimos cuenta que los coches de la gente de Toledo se encontraban frente a la parroquia. Nos habían avisado con tiempo, se suponía que yo ya debía estar preparado, pero nos habíamos entretenido con las despedidas, de manera que estaban algo impacientes, aunque se mostraran comprensivos una vez que ya les habíamos dado muestras de la seriedad de nuestra relación y que en nuestras circunstancias quisiéramos alargar cada segundo que pasásemos juntos, conscientes de que aquella separación era inevitable. De algún modo en aquellos momentos cobraba un poco más se sentido la propuesta que su padre me había hecho con respecto a la posibilidad de que trabajara con ellos en la gestoría y en consecuencia viviera en la ciudad, que mis viajes fueran con idea de visitar a mis padres y no para encontrarme con Ana. De todos modos era algo que se debía pensar con calma y me marchaba con el compromiso de no ser algo que fuera a dejar en el olvido hasta nuestro próximo reencuentro, más cuando Ana también se lo tomaría en serio y buscaría la solución que considerase más beneficiosa para los dos.
Hubo tiempo para un último beso algo más comedido que el que nos habíamos dado aquella noche, pero sí más intenso que el beso de paz que nos habíamos dado en misa. Fue ella quien llevó la iniciativa, porque era su manera de demostrarme su alegría por la visita y su pena por la despedida, su anhelo de un próximo reencuentro y su esperanza de que nuestro amor siguiera vivo a pesar de la distancia. En cierto modo entendí que más que montar el espectáculo delante de nuestros amigos y tener un detalle de complicidad con éstos para hacerles ver que nuestra relación era capaz de superar cualquier discrepancia, lo que Ana pretendió fue dejarme con la miel en los labios, que si quería más besos como aquel ya sabría dónde buscarlos y a quién reclamárselos. De todos modos, antes de que se rompiera aquel abrazo, para que me subiera al coche, me dio un beso en la mejilla, que me pareció mucho más dulce y sincero, que el primero, aunque sentido, había sido más por las apariencias, a pesar de que no era necesario que me aclarase que no demostraba el mismo entusiasmo con todo sus amigos, tan solo conmigo.