26 de octubre 2003. Domingo
Aquel último baile sirvió para que nos relajásemos y olvidásemos de todas las preocupaciones que nos rondaban por la cabeza, de los agobios y de las ocurrencias con más o menos sentido, como la posibilidad de que aquel fuera el primer paso que nos encaminara a nuestra boda. Para mí lo importante en aquellos momentos estaba en disfrutar de la compañía de Ana, de dejar atrás los malos momentos de todo el día por desacuerdos y malentendidos con más o menos sentidos. Que yo si había dicho o hecho algo que a ella le hubiera molestado, había sido por un exceso de confianza y no porque me gustase pelearme con ella. Estaba allí para pasar el fin de semana con ella, que todo el mundo nos viera felices y no marcharme con la sensación de que había sido una pérdida de tiempo. Se suponía que, aunque la gente de Toledo regresara al día siguiente, yo me quedaría hasta el lunes por la mañana, abusaría un poco de la hospitalidad de los padres de Ana, ante la evidencia de que me sentía en deuda con ésta y casi pendía sobre mi cabeza la advertencia de que, si me marchaba antes, lo que estaría en juego sería el futuro de nuestra relación. Ella sabía que me tenía lo bastante conquistado como para que no fuera tan simple que me escapase.
Fue un baile de complicidad y de reafirmación de los sentimientos, la ocasión para que de una manera más clara y evidente los dos nos diéramos cuenta que nuestra relación empezaba a ir en serio, como si hasta entonces no nos hubiéramos mentalizado de ello porque nos habíamos fijado más en todo lo que interponía, en las dificultades. De algún modo los dos habíamos visto demasiado cercana y real la posibilidad de esa posible ruptura, que todo hubiera acabado en nada por falta de entendimiento y nos negábamos a que ello llegase a suceder. Aunque no hubiera sido necesario, con el asunto del ramo temíamos la aprobación explícita de todo el mundo, si es que aún nos quedaba alguna duda al respecto, porque, sin duda alguna, muchos tendrían presente nuestros desencuentros de los meses previos, de nuestro comienzo. Al vernos allí, tan cómplices el uno del otro, era razón suficiente para que aquello se diera por superado. Para nosotros era dejar atrás nuestro desencuentro por causa de mis comentarios poco acertados o de la evidencia de que hasta aquel momento nos habíamos exigido demasiado el uno al otro en una actitud un tanto egoísta y como pareja. Era nuestro momento de empezar a pensar más en los dos y no tanto en nosotros por separado, ser capaces de moverse al mismo ritmo, sin pisarse los pies y sin que las manos se considerasen una amenaza contra la integridad.
En cierto modo podía decirse que me sentía feliz y secuestrado entre sus brazos, aunque fuera ella quien se dejara abrazar, pero yo quien me sentía atrapado por su cariño y corazón. Ella buscaba esa tranquilidad y descanso en mi compañía, tras las tensiones de las horas previas necesitaba sentirse en paz consigo misma, además de conmigo, que se enmendara o desvaneciera cualquier mal pensamiento o sentimiento que se le hubiera pasado por la cabeza con respecto a nuestra relación y futuro, que durante el tiempo que aún siguiéramos allí recuperásemos el tiempo perdido por causa de las tensiones de todo el día. Frente a la firmeza y fortaleza de su carácter, en aquellos momentos prefería que la considerase y la viera como la chica más indefensa y desamparada, que me olvidase de esa imagen de chica huidiza y enfadada. Quería que todo transcurriera como desde un principio había esperado y que, por causa de un desafortunado comentario, se vio truncado. Me tenía allí, estábamos juntos y eso era lo que de verdad importaba. Debido a las distancias me había echado de menos y de algún modo pesaba sobre sus sentimientos el hecho de que, en cuanto lo pensara un momento, vería cómo me marchaba de vuelta a Toledo de manera irremediable.
Ana: ¿Nos vamos? – Me preguntó. – Es tarde. – Justificó.
Manuel: ¿Estás cansada?- Le pregunté.
Ana: Dijimos que un baile y nos íbamos. – Me recordó. – Nos despedimos de los novios y nos vamos a dormir. – Me indicó.- Tú, conduces. – Me dijo. – Yo, con estos zapatos, no puedo.
Manuel: Vale, como quieras. – Le contesté. – Vayámonos.
Según la hora en mi reloj ya eran más de las tres y media, el tiempo se nos había pasado en un abrir y cerrar de ojos. De no haber sido por su cansancio habríamos seguido allí hasta el amanecer, hasta que la luz del sol hubiera hecho darnos cuenta del paso del tiempo. La verdad es que yo no tenía ninguna prisa. Tampoco es que me hubiera planteado quedarme con ella para siempre desde aquel mismo fin de semana, pero no tenía preferencia entre volver a Toledo el domingo por la tarde o el lunes por la mañana, había ido en autobús y la idea era regresar de la misma manera, aprovechar el fin de semana para estar juntos. A pesar de las incomodidades o tensión que me provocaba pasar otro día más en su casa, con sus padres, estaba dispuesto a asumirlo, no tanto por hacerme el valiente, como por el hecho de demostrarle mi interés, que me planteaba nuestra relación con la seriedad que merecía, en cierto modo, para que después no me recriminase que le hubiera dejado abandonada o le hubiera fallado, ante el riesgo de que después me lo echase en cara. Quería que le quedase claro que ese fin de semana estaba allí por ella, que el tema de la boda no era más que una excusa, aunque, en realidad, no necesitara ninguna para hacerle una visita más que el hecho de que fuésemos novios.
Ella se aprovechó que se rompía la intensidad de mi abrazo para mirar la hora y se liberó con idea de dejar claro que era en serio que prefería que nos marchásemos, al menos que se rompiera aquel silencio como si tuviera la sensación de que era mejor que nos moderásemos, que recuperásemos la compostura porque todo el mundo tenía la mirada puesta en nosotros. Sin pretenderlo nos habíamos convertido en la pareja del momento, robado todo el protagonismo a los recién casados, lo que le empezaba a poner nerviosa. Como si aquello, sin pretenderlo, fuera una manera tácita de remover el pasado y aquellas muestras de cariño conmigo fueran un intento por cerrar de manera definitiva esa etapa de su vida, tanto de cara a los demás como para sí misma. Ella había acudido a la boda como una amiga más de los novios y como el resto de los invitados pretendía compartir la felicidad de éstos, con la suerte de que tenía con quién, que su vida sentimental también se había resuelto. A mi lado pretendía pasar inadvertida, pero aquella situación empezaba a no gustarle porque algo que hasta entonces había sido personal se convertía en un asunto público. Era como si de pronto sintiera que justificaba sus razones para estar conmigo, ante lo cual prefería que nos quitáramos de enmedio.
Gente: (A coro) ¡Qué se besen! ¡Qué se besen! – Empezaron a gritar.
Por enésima vez a lo largo de la noche se repetía la misma petición y grito, de lo cual en alguna ocasión nosotros también habíamos participado como una manera de olvidarnos de la tensión surgida entre los dos y sentirnos parte de la fiesta, en cierto modo había sido nuestra manera de desahogar las tensiones y de lanzarnos mutuamente esa petición para superar nuestras discrepancias, sin que ello hubiera tenido respuesta por parte del otro, en todo caso, provocado que los dos nos cohibiéramos al sentir que nos buscábamos con la mirada, aunque la del otro nos pareciera un tanto fría o que se desviaba para evitar ese cruce y atracción. Una vez superada aquella crisis de pareja, los dos sentíamos el impulso de participar de la complicidad y la alegría de la fiesta, de compartir la felicidad de los novios, porque nos sentíamos liberados del lastre y, por lo tanto, con cierta envidia. Entre nosotros, hasta aquel momento no había habido ese tipo de besos tan apasionados, pero cada vez que escuchábamos esa petición ese impulso cobraba más fuerza en nuestro interior y nos cohibía que una iniciativa precipitada provocase una nueva discusión entre los dos porque aún no teníamos plena conciencia de que en nuestra relación los dos íbamos al mismo paso.
Al grito de “¡Qué se besen! ¡Qué se besen!”, aparte de los recién casados, habían sido otras parejas quienes se habían dado por aludidas o no se había reprimido a la hora de demostrarse ese cariño mutuo, cuando no había sido una petición expresa por parte de los presentes, como una manera de que la felicidad no se centrase tan solo en los recién casados, quienes de vez en cuando agradecían que les diéramos un descanso, dado que tenían el resto de sus vidas para demostrarse ese amor. Quizá en algún momento alguien hubiera pensado en nosotros, hubiera querido dirigir esa petición contra nosotros, pero en vista de la tensión surgida, ello nos había librado, lo que por una parte era un alivio, porque la verdad es que no me atraía la idea de que todo el mundo fuera testigo de aquel momento, sobre todo me preocupaba el hecho de que se dieran cuenta de mi inexperiencia, que Ana se sintiera desencantada y llegara a pensar que no me tomaba el suficiente interés. Me planteaba aquel primer beso de una manera mucho más discreta, en que los dos disfrutásemos del momento, aunque el resultado fuera mejorable.
Carlos: (Se acercó a nosotros y nos señaló con el dedo) ¡A éstos, a éstos!- Indicó.
Ana: ¿Qué?- Le preguntó un tanto contrariada.
Carlos: El beso.- Me indicó.
Ana: Pero es que ya nos marchamos.- Argumentó como excusa.- Nosotros hasta ahora no hemos llegado a tanto.- Justificó.
Gente: (A coro) ¡Qué se besen! ¡Qué se besen!- Nos pidieron al unísono.
Carlos: ¡Qué se besen! ¡Qué se besen!- Reiteró para que no disminuyera la insistencia.
Gente: (A coro) ¡Qué se besen! ¡Qué se besen!
Mi deducción fue que alguien se había percatado de nuestra intención de marcharnos y después del protagonismo que habíamos adquirido con el asunto del ramo el asunto no estaría zanjado mientras no les diéramos la oportunidad de ser testigos de ese beso, que si nos planteábamos en serio cumplir con la tradición, debíamos dar alguna evidencia de ello. Que nos hubieran vista bailar no bastaba. Es más, por la frialdad con que Ana había reaccionado y la manera en que yo había recibido el ramo, tampoco había demasiados argumentos para deducir que lo nuestro fuera en serio, que aquello en realidad tal vez pareciera más una pantomima, una manera de justificarnos ante los dos y ante nosotros mismos para que todos se olvidasen de buscarnos pareja. Nuestra excusa de que estábamos empezando o que nos lo tomábamos con calma carecía de importancia. Más que palabras o buenas impresiones, la gente esperaba alguna evidencia de que nosotros estábamos convencidos de ello, tanto como esperábamos que los demás lo estuvieran.
Gente: (A coro) ¡Qué se besen! ¡Qué se besen! ¡Con lengua, con lengua! ¡Qué se besen! ¡Qué se besen!
Ana: Hola.- Me dijo en actitud receptiva.
Gente: (A coro) ¡Qué se besen! ¡Qué se besen! ¡Con lengua, con lengua! ¡Qué se besen! ¡Qué se besen!
La mire, descubrí en el brillo de sus ojos, en su mirada, algo especial, diferente a como lo había visto entonces. De pronto me dio la sensación de que ella había dejado a un lado el cansancio y las prisas por marcharse, tenía toda su atención puesta en mí. Me dio la impresión de que se mantenía expectante a que yo me decidiera, dispuesta a corresponder a la petición de todo el mundo y que aquella cuestión de zanjase. Era como si nuestra libertad de aquella noche dependiera de aquel beso, como si nos sintiéramos rodeados y la única vía de escape fuera ese beso, no de complicidad ni por compromiso, como nos los habíamos dado en ocasiones anteriores, no se trataba de un beso en la mejilla, que en realidad no habían sido más que un roce, una caricia, mero formalismo. En aquella ocasión se esperaba que nuestros labios se fundieran, que lo saboreásemos y pusiéramos en ello los cinco sentidos. La gente nos reclamaba intensidad y que dejásemos aparcados nuestros miedos y temores, que si los recién casados habían salido de la iglesia como marido y mujer, nosotros nos marchásemos de aquel restaurante como una pareja de enamorados y no solo como un par de amigos con un proyecto de vida y una relación sentimental en común. Se esperaba una entrega mutua, incondicional y sincera, aunque comedida.
Gente: (A coro) [Gritaron] ¡Qué se besen! ¡Qué se besen! ¡Con lengua, con lengua! ¡Qué se besen! ¡Qué se besen!
Gente: (A coro) [Gritaron] ¡Qué se besen! ¡Qué se besen! ¡Con lengua, con lengua! ¡Hasta el fondo! ¡Hasta el fondo! ¡Qué se besen! ¡Qué se besen!
En cuanto ella me rodeó el cuello con los brazos, yo no pude menos que abrazarla por la cintura, como si de nuevo fuésemos a bailar, aunque en aquella ocasión esa se agarrase a mí con mucha más intención, dejaba claro que no me dejaría escapar en aquella ocasión ni en ningún otro momento en lo que le restase de su vida, aunque hasta el día de nuestra boda aun tuviera oportunidad de pensárselo, pero en aquel instante era mejor ser positivos y optimistas con respecto a nuestro futuro. Quería dejarme claro que estaba segura del paso que pretendía que diésemos. Que si en alguna ocasión se había reprimido a la hora de demostrarme su malestar conmigo, allí no se cohibiría. El movimiento de sus brazos se vio acompañado de una amplia sonrisa y un primer momento de indecisión a la espera de mi iniciativa, una sonrisa para que mi atención se fijase en sus labios y no quedase la menos duda de su expectativa, ante el punto de que dada mi pasividad inicial, se atrevió a acercarse lo bastante como para que nuestras narices se rozasen, un primer amago de beso para que reaccionara y rompiera con la
Gente: (A coro) [Gritaron] ¡Qué se besen! ¡Qué se besen! ¡Con lengua! ¡Con lengua! ¡Hasta el fondo! ¡Hasta el fondo! ¡Qué se besen, qué se besen!
La estreché con un poco más de fuerza entre mis brazos y sin pensármelo mucho más mis labios se lanzaron al encuentro de los suyos, a lo que en un primer momento ella se vio un tanto sorprendida, por repentino, como si hubiera esperado que le avisara y aquello no se convirtiera en algo frío, en una imposición por mi parte, porque ella en los preliminares había buscado mi complicidad mientras mi actitud era más de dominación, de posesión. Sin embargo, a pesar de mi torpeza no se mostró huidiza, me correspondió, sentí que sus labios también anhelaban ese primer beso entre nosotros y que la presión de sus brazos aumentaba para que me escapase demasiado pronto. Los dos queríamos disfrutar de la magia de aquel momento y demostrarnos que existía ese sentimiento que nos habíamos confesado de palabra, pero que hasta aquel momento no había encontrado una evidencia tan clara. Lo cierto es que su actitud me dejó un tanto incrédulo, porque no esperaba ese entusiasmo por su parte. Estaba más confiado en que sería un beso rápido para que los demás se dieran por satisfechos, pero con un primer roce entre nuestros labios consiguió convencerme de que aquel era nuestro momento, que nos olvidáramos de todo y centrásemos tan solo el uno en el otro.
Gente: (A coro) [Gritaron] Uno, dos, tres… Ciento quince, ciento dieciséis,…
En cuanto empezamos a oírles contar los dos empezamos a tomar conciencia de que aquel beso les había dejado sin palabras, como a nosotros parecía que nos dejaba sin respiración, que en vez de ser discretos, de manera premeditada nos convertíamos en el centro de atención de la fiesta, como si llevásemos demasiado siempre reprimiendo ese momento y ya no encontrásemos la manera de frenarlo. Por mi parte, si mantenía aquel intensidad en gran medida se debía a que ella tampoco se frenaba, sentía que aquello era más por sí misma que por los demás, que llevaba mucho tiempo con aquella pasión contenida y necesitaba soltarlo en la primera ocasión que se le presentara. Lo cierto era que yo no me sentía merecedor de todo aquello, porque no había hecho ningún mérito. En cualquier caso, en las ocasiones en que hubiera esperado una demostración de afecto como aquella, Ana se había mostrado mucho más comedida. Era como si aquella noche me compensara por toda aquella frialdad y con un beso como aquel me hiciera entrega de todo su corazón.
Gente: (A coro) ¡Eh, parad e idos a un hotel!- Nos gritaron de manera un tanto exagerada.
Manuel: (Interrumpí el beso) ¿Nos vamos?- Le pregunté.
Ana: Sí, a mi casa, donde nos esperan mis padres.- Me respondió para que no se emocionara ni pensara que había perdido la cabeza.
Manuel: Sí, a tu casa.- Le contestó para que entendiera que no esperaba otro destino.
Carlos: (Cantó) Campeones, campeones oe, oe, oe!!!
Gente: (Cantaron a coro) Campeones, campeones oe, oe, oe!!!
Ana: ¿Me sueltas?- Me pidió con intención.- Nos vemos dentro de veinte minutos en la puerta.- Me indicó.
Manuel: Sí, en veinte minutos.- Le respondí.