Sábado, 18 de Mayo 2002
Tras unas insistentes llamadas por parte de mis amigas para que me decidiera, porque me ofrecían todo tipo de facilidades en lo referente al alojamiento y para ese fin de semana no había nada demasiado relevante en mi casa ni en la parroquia que me retuviera, me armé de valor y acudí al Encuentro Diocesano de la Juventud, aunque no perteneciera a la diócesis y por lo tanto no me diera por aludida, pero mis amigas insistieron en que necesitaba un cambio de aires, un nuevo sentido en mi vida porque pensaban que estaba demasiado decaída y a punto de hacer una estupidez que lamentaría el resto de mi vida. Iba a ser un encuentro que no tendría de antemano el peso de que ya lo hubiera vivido con Carlos. Lo cierto es que al final fue tal la insistencia de mis amigas para que no me lo pensara dos veces, que me organicé todo el fin de semana. Me presenté en Toledo el viernes por la tarde con idea de quedarme hasta el domingo, casi hasta que se cansaran de verme por allí y me mandasen de regreso a casa. En cierto modo, lo consideré la ocasión perfecta para pasar página y olvidarme de mi relación con Carlos para siempre. Viernes por la noche salida por la ciudad; sábado por la mañana Encuentro y por la tarde más fiesta con las amigas hasta que el cuerpo aguantara; para el domingo levantarme tarde, ir a misa y, después de comer, regreso a casa con la satisfacción de haber superado una etapa de mi vida y haberle encontrado un nuevo sentido.
El viernes por la noche nos acostamos tarde, quizá porque mis amigas y yo nos entusiasmamos más de la cuenta por la novedad de que aquella noche estuviera en la ciudad y quisieran que fuera algo especial. El sábado por la mañana, como sucedía con los retiros, hubo que madrugar un poco, por lo que acudí con falta de sueño y algo cansada. Sobre todo sentí que mis amigas me arropaban, que querían que aprovechase aquel día para que el viaje no hubiera sido en balde. Tenía que volver a casa con las pilas recargadas. En cierto modo, la primera impresión fue encontrarme con aquella cantidad de gente procedente de toda la provincia, mi asombro ante el hecho de que, si durante los retiros me había ido con la sensación de que conocía a casi todo el mundo; allí, mirase hacia donde mirase, me sentía rodeada de extraños. En cierto modo, me sentí algo desamparada y necesitada de encontrar alguna cara que me fuera familiar, una confirmación de que la gente del Movimiento, aparte de mis amigas, acudía a aquellos encuentros y más a aquel en la ciudad. Tuve curiosidad por saber la capacidad de convocatoria de aquellos eventos y establecer una comparación entre una diócesis y otra.
Entre la gente allí concentrada de manera casi inevitable me encontré con Manuel. Hasta cierto punto era normal que nos viéramos porque pertenecíamos al mismo Movimiento y, a pesar de la multitud, se buscaba esa proximidad entre nosotros. Era cierto que de los nuestros faltaba mucha gente, que, como no se trataba de un retiro y la convocatoria era para los jóvenes, más de uno no se había dado por aludido. La cuestión es que Manuel acudió y por no encontrar mejor ambiente se acercó a nosotras, aunque tampoco demasiado, lo suficiente como para que supiéramos que estaba ahí, como hubiera hecho cualquier otro en aquellas circunstancias. Lo que a mí me llamó la atención fue el hecho de que estuviera solo, en el sentido de que no daba la impresión de que hubiera planeado el día para estar con alguien, como había quedado yo con las amigas. Lo cierto es que aquella situación me empezó a inquietar, a poner un poco nerviosa. Se me pasaron por la cabeza los típicos temores ante este tipo de chicos solitarios. Ciertos comentarios poco afortunados que había escuchado al respecto no le favorecían demasiado en ese aspecto. Entre amigas hablamos de muchos temas y hay cuestiones que no se pueden pasar por alto por muy discreta que una quiera ser. Lo que sabía de él lo cierto es que desentonaba un poco con esas impresiones, pero también admitía que no le conocía lo suficiente como para haberme creado mi propia opinión al respecto. En cualquier caso, yo estaba allí para pasar el fin de semana con las amigas y no para otras preocupaciones.
Cuando empezó la charla apunté en mi cuaderno el título: “La juventud, camino de santidad”. La idea, volver a casa y compartir con mis hermanos de allí todas las vivencias de aquella mañana. Como se suele decir, confiaba en tomar tantos apuntes que el cuaderno se acabara antes de la comida. Sin embargo, los sacerdotes hablaron y yo me encontré con que todo aquello me superaba, me desbordaba, apetecía más escuchar en silencio que escribir. Sentí la ausencia de Carlos y, en cierto modo, que toda mi juventud se había desaprovechado por una historia que al final había acabado en nada. Mis anhelos de santidad no hacía tanto habían incluido a Carlos, pero sentía como si, una vez que se había cerrado esa etapa en mi vida, necesitase recuperar esas ganas de retomar el camino y me resultaba más difícil de lo que pretendía. Todo aquello que los sacerdotes decían estaba muy bien, lo había vivido, lo vivía o pretendía que fuera parte de mi vida. Sin embargo, cargaba con esa pena en mi corazón. También era verdad que gracias a aquella ruptura, a aquel deseo de seguir hacia delante, se fortalecía mi amistad y relación con las chicas del Movimiento y mi compromiso. Lo que Carlos no había conseguido como mi pareja, lo propiciaba el hecho de que hubiéramos roto nuestra relación, que ésta hubiera terminado.
Me dio por pensar que casi prefería que mi vida fuera más como la de Manuel. Allí estaba sentado un poco más delante de mí, por lo que había oído, con más de un tropiezo con alguna que otra chica, entre las cuáles se encontraba alguna de mis amigas. Sin embargo, estaba allí. No supe muy bien lo que escribió en su cuaderno, por rumores y comentarios, la deducción lógica era que algún que otro poema con más o menos sentido que en alguna ocasión se atrevía a compartir con los demás. Según mis amigas, eran cosas suyas. Lo preocupante era cuando pretendía que esos poemas tuvieran un sentido más romántico y se los enviaba a quien consideraba su inspiración. A algunas le resultaba gracioso, pero también había quien lo consideraba obsesivo. En cualquier caso, eran las historias que él se montaba y que no pasaban de ahí, si con ello pretendía hacerse destacar por encima de los demás y que la chica en la que tenía puestos los ojos se fijase en él. La verdad es que, si se le mencionaba en alguna conversación, no era por algo que le favoreciera. Después cada cual tenía su propia opinión y las más críticas preferían mantenerse a distancia, la mayoría con cierta indiferencia y alguna que otra con cierta frustración porque él no se lo tomaba tan en serio como pretendía.
En general el día transcurrió con normalidad. Entre amigas y en los descansos, sobre todo durante la comida, hay tiempo para compartir impresiones. Por tonterías sin demasiada importancia los comentarios que se hicieron sobre Manuel en aquella ocasión no le favorecieron demasiado. A nosotras nos dejó bastante tranquilas, pero fue inevitable que nos diésemos cuenta de que de vez en cuando dirigía la mirada y atención hacia donde estábamos nosotras. En plan de broma, una de mis amigas llegó a insinuar que tal vez entre nosotras se encontrase la musa de sus poemas, aunque no fuera fácil determinar quién, aunque alguna del grupo se diera más aludida que el resto, pero la opinión general era que ninguna en concreto. Los rumores situaban a la afortunada en otra parte, que no había acudido al Encuentro. Por lo que me comentaron quienes más la conocían, se había encontrado con otros compromisos. En cualquier caso, no era un interés correspondido. Mi impresión era que Manuel se sentía un poco perdido y notaba demasiado aquella ausencia.