Sábado, 5 de octubre de 2002
Durante el mes de septiembre me quedé en casa, retomé la rutina del trabajo y de mi vida, sin que nadie me convenciera para que me apuntara a ninguna otra actividad, aunque las hubiera y fuera igual o más importante mi participación, pero ya no se trataba de actividades del Movimiento como tal, sino a un nivel superior, como una manera de unificar, por parte de unos y otros, lo vivido durante el año antes de que comenzase el nuevo curso. Aparte que debido a la costumbre de años anteriores, durante el mes de septiembre me concentraba en los exámenes, aunque en aquella ocasión ya no los tuviera como excusa, pero sí el hecho de que ya había cubierto mis días de vacaciones en el trabajo y me reservaba el resto para otras fechas, aunque, como tal, como trabajadora de la empresa familiar, mis padres se hubieran mostrado algo más condescendientes, en caso de que me tomara más días de vacaciones de los que me correspondían. Sin embargo, debido a mis bajas médicas resultaba un poco abusivo por mi parte que no aprovechase cuando me encontraba bien.
Cuando me avisaron de la fecha del primer retiro del curso y de la posibilidad de que gente de la parroquia fuera, considerado casi como una necesidad después del verano, en un primer momento reconozco que tuve mis dudas. La idea resultaba tentadora y no tenía menos interés que el resto por ese viaje, pero también me asustaba la idea de ese reencuentro con Manuel, que surgiera otro momento de tensión entre nosotros y se estropeara todo lo ganado durante el verano. En cierto modo, esperaba que fuera mi salud y no mi fuerza de voluntad lo que me retuviera en casa, lo que me desaconsejara ese viaje. Prefería evitarme las excusas ante las amigas, cuando estás contaban conmigo, dado que, como alguna me había comentado, parecía que el verano me había llenado de vida, ayudado a superar los malos rollos del curso anterior. Era algo así como el ave fénix que resurgía de sus cenizas. Visto con un poco más de objetividad, me sobraban los motivos para las alegrías, aunque quizá la pena de que Carlos se reafirmara más en su nueva relación, destacaba mi propia impotencia, mientras que, por otro lado, se mantenía la incertidumbre con respecto a Manuel y cómo afectaría a mi relación con el Movimiento. Estaba en un mar de dudas y no tenía las ideas muy claras.
Al final me convencieron, me propusieron un viaje de ida y vuelta en el día, de manera que tan solo perderíamos un día y no sería tanto el trastorno en el trabajo ni en las obligaciones de cada uno. El inconveniente estuvo en el madrugón del sábado y la expectativa de que sería de noche cuando regresáramos a casa, pero el sacrificio merecería la pena y, después de todo, si no hubiéramos ido, habríamos quedado esa tarde para dar una vuelta y tampoco hubiera estado de regreso en casa demasiado pronto. Pensé que, si llegaba a Toledo medio dormida, esas primeras horas del retiro serían más llevaderas y mis distracciones no me causarían tanto remordimiento, no tendría la cabeza como para preocuparme por lo que sucediera a mi alrededor. Por otro lado, cuando me hubiera despertado del todo, ya sería casi la hora de regresar y el único remordimiento es que no dispondría de tiempo suficiente para charlar con las amigas de allí. Sea como fuere mi deseo es que regresaría a casa llena de optimismo con respecto al curso y la posibilidad de que aquel no fuera el último retiro al que fuera, aunque era poco probable que acudiera a todos, debido a la distancia, las obligaciones y mi salud.
Lo que me sorprendió un poco fue que, a causa del madrugón de aquel día, del empeño de alguno del grupo de que llegásemos pronto para disfrutar lo más posible del retiro, nos encontramos la iglesia casi vacía, tres o cuatro miembros del Movimiento y el sacerdote, otros que habían madrugado casi tanto como nosotros, alguno que ellos vivía fuera y había estado en la meditación de la noche y dormido en la ciudad. Como había que organizar las distintas actividades del retiro, se necesitaba gente que ayudara, se contó con nuestra sincera disponibilidad, lo que sería un aliciente para que se destacara más nuestra presencia, pero sobre todo el hecho de que las distancias no eran motivo para que nos sintiéramos menos integrados en el Movimiento y sus actividades, como si todos viviéramos bajo el mismo techo. Tampoco es que esperase una actitud un poco más discreta o pasiva, pero, sin duda, aquello trastocaba mis planes, por lo que pensé que era justo lo que me hacía falta para que las distracciones no se apoderasen de mí ni de mi estado de ánimo.
El rezo de laúdes ya había empezado cuando llegó Manuel. Lo hizo solo, lo cual en su caso tampoco tenía nada de particular. Tardó poco en juntarse con alguien con quien compartir el diurnal. Yo no lo compartía con nadie y a mi lado había sitio, pero me descartó desde un primer momento. Él se buscó a alguien que estuviera varios bancos por detrás de mí y donde hubiera varios cuerpos entre nosotros que impidieran que nos viésemos, lo cual me pareció premeditado, pero tampoco esperaba que se hubiera comportado de otra manera en aquellas circunstancias. Supongo que no me molestó su actitud, tan solo me incomodó un poco, dado que quedaba patente que entre nosotros había pasado algo aquel verano y él dejaba claro que había recibido mi carta y estaba dispuesto a que sus obsesiones no me afectaran. De algún modo, creo que se asustó ante la idea de que yo estuviera allí con la gente de mi parroquia y sintiera protegida por éstos, frente a su propia soledad.
Durante el rezo del rosario, por el exterior de la iglesia, a mí me asignaron el tercer misterio, imposible que pasara desapercibida por el grupo, pero me dio la sensación de que Manuel estuvo más pendiente de que nuestras miradas no se cruzasen que de la oración en sí. Puso todo el esfuerzo en que quedase patente que no lo aprovechaba como excusa para un acercamiento conmigo. A mí me era indiferente hasta cierto punto porque ya tenía bastante distracción y compañía con las amigas. Tampoco es que él fuera solo, pero no buscaba la compañía de nadie en particular, iba con el grupo.
El momento de la comida era la ocasión para tratar los unos con los otros de una manera un poco más distendida y aquello me hizo recordar lo sucedido durante el retiro de junio, durante el que mantuve una actitud más vigilante con Manuel. Como en ocasiones anteriores no me era fácil que aquella sensación se me fuera de la cabeza, aunque no sucediera nada relevante y toda mi atención se centrara en quienes estaban conmigo o se acercaban a nuestro grupo con intención de saludar o unirse a la conversación, sin que en nuestro caso hubiera un recelo contra nadie, todos eran bien recibidos porque de un modo u otro algo nuevo se aportaba. En aquella ocasión, además, era una excusa para compartir recuerdos del campamento y demás actividades del verano, porque se habían tomado fotos que unos y otros ojeábamos con más o menos interés, en busca de ese momento que quizá no habíamos olvidado o la imagen de quien no se sabía si había estado o no en esa actividad. Ello me sirvió para confirmar que mi presencia en el campamento había pasado menos desapercibida de lo que pretendía. Es más, creo que Manuel también se dio cuenta de ese detalle, aunque su curiosidad por esas fotos estuviera en saber cómo había pasado yo el verano y no tanto en lo intenso que éste hubiera sido. Lo que a mí me quedó patente, después de ver las fotos, es que su cara no aparecía por ninguna parte y que en ese aspecto tampoco aportaba nada, como si sus vacaciones hubieran sido en sentido pleno.