Ana. Silencio en tus labios (1)*4

Jueves, 17 de abril 2003

Aquella mañana fue mi despertador el que sonó para todas las chicas, había tenido la oportuna ocurrencia de traerlo conmigo de casa y a las ocho, cuando le oí, mi primer pensamiento fue de remordimiento por ello. La noche se había hecho demasiado corta y comprendí que en aquellos momentos era una de las personas menos apreciadas de la casa, porque ejercía de responsable, cuando todas hubiéramos agradecido un par de horas más de sueño, aparte de que ninguna tuviera mucho sentimiento de culpa por lo tarde que se apagara la luz la noche anterior. Lo peor de aquel despertar fue que de nuevo tomásemos conciencia de que no había suficientes baños en la casa para todas y ello nos obligaba a mantener un orden y administrar el tiempo que cada una necesitara y dispusiera para el aseo personal, de ahí que no hubiera sido una mala medida que el despertador hubiera sonado media hora antes de lo acordado con los chicos. Consideré que con media hora más habría tiempo suficiente para todas y las más perezosas o lentas no se verían tan agobiadas por las prisas del último momento. De hecho, como encargada de las llaves, para mí era una ventaja que se me dejase la última porque ello me daba un mayor margen para que me relajase un poco más que el resto, aunque me hubiera despertado y levantado la primera.

Lo que propició que todas se dieran prisa en el aseo fue la idea de que quizás hubiera tiempo de ver cómo los chicos salían de su casa y no tenían una excusa para que nos acusaran de tardonas, aunque en todo caso, el punto de reunión era la iglesia para el rezo de laúdes antes del desayuno, lo que quizá alguno o alguna entendiera como un margen de tiempo para que se aseara, pero el caso es que ese rezo ya formaba parte del programa de la Pascua, de manera que compartiéramos esa oración matinal, porque algunos ya teníamos esa costumbre y era un modo de compartirlo, de que se crease unidad, tanto con los que estábamos allí, como con el resto de la gente. En cualquier caso, todas las chicas reconocíamos que nuestro interés de aquellos primeros momentos de la mañana estaba en los chicos, en el hecho de que se hacía un poco pesada aquella separación cuando se suponía que había unidad dentro del grupo, que vivíamos la misma Pascua y no dos distintas. Como alguna comentó con bastante jocosidad, aquella mañana comprobaríamos quién había dormido mejor o peor durante la noche, porque el sueño en el suelo y en el saco no resultaba agradable para nadie y se echaban de menos las comodidades del hogar, pero aquel no era más que un pequeño sacrificio por la Pascua, porque estuviéramos juntos.

Como mi grupo era el encargado del desayuno aquella mañana, no me enteré demasiado del rezo de laúdes ni de nada, aún andaba medio dormida y me movía arrastrada por los demás. No recobré el sentido de la realidad, tomé conciencia de dónde estaba ni lo que hacía, hasta que me encontré en el comedor y asumí la tarea que se nos había encomendado. La preparación del desayuno resultaba fácil, si el grupo se organizaba y no se acobardaba ante la idea de que éste fuera para dieciocho personas, incluidos nosotros seis. Fue cuestión de que cada uno supiera lo que hacía, ya que tampoco se esperaba nada especial. Aquel sería un desayuno casero y normal, con la particularidad de que lo serviríamos nosotros, que una vez estuvieran las mesas puestas, nos sentaríamos y desayunaríamos mezclados con los demás, pendientes de que en la mesa donde estuviéramos no faltase nada. Recordé la experiencia del restaurante chino en febrero y consideré que en aquella ocasión era preferible que mantuviera las distancias con Manuel, aparte que me sintiera un poco desencantada tras su frialdad con la despedida de la noche anterior y no quisiera ser muy abierta con mis sentimientos e impulsos hacia él.

La mañana se dedicó a las confesiones, para quien lo necesitó, los demás nos centramos en la oración y meditación personal en la iglesia. El sacerdote estaba ocupado y no tenía tiempo para las charlas de grupo. Lo cierto es que más atención por su parte no se le hubiera exigido, ya que para la confesión cada uno tuvo todo el tiempo que necesitó, aunque mientras tanto los demás nos sintiéramos un poco desatendidos, en especial aquellos que, como en mi caso, ya traíamos la conciencia tranquila de casa. Yo me quedé sentada en el banco y no me moví de allí en toda la mañana, aproveché y me dediqué a los preparativos de la charla del sábado. No hubiera encontrado mejor momento ni lugar para ello. En cierto modo, me escondí de cuanto sucedía y de mis propias distracciones, con cierto sentimiento de culpa porque la Pascua estaba en sus inicios y mis pensamientos estaban en la Vigilia, daban un salto en el tiempo, como si huyera del dolor y de todo lo que aquellos días significaban; me iba en busca de un premio que aún no me había ganado. Pero, por otro lado, se avivaba en mí ese anhelo de la Vigilia, que me sentía impaciente por la espera, casi sufría ante el hecho de que aún faltaran dos días para ese momento, con lo cual el sentido del sacrificio iba incluido. 

Cuando me quise dar cuenta, cuando me avisaron, ya era la hora de comer y, aunque mi primer impulso fue localizar a Manuel, no le encontré por ninguna parte. Por suerte tenía el horario de la pascua y gracias a éste confirmé que sería su grupo quien serviría la comida, lo que no hubiera tenido nada de particular ni de comprometido, si no hubiera sido por el temor de que quizá lo utilizase como excusa para un acercamiento conmigo, como no lo había tenido la noche anterior ni le había dado opción en el desayuno. Lo cierto es que en un primer momento la expectativa me asustó. Desde su llegada tampoco había sucedido nada que diera pie a que pensara que tuviera interés por mí, pero esa actitud la interpretaba más como una evasiva, como una manera de que sus sentimientos no le delatasen, como si temiera alguna represalia por su actitud conmigo. Más que su frialdad o indiferencia, lo que intuía era justo lo contrario, sus dudas e incertidumbre, como si esperase que participara de esa complicidad, correspondiera a esos sentimientos reprimidos, pero hasta ese momento había encontrado poca condescendencia por mi parte, que me era más fácil que no descubriera mi verdadera tensión.

Acudí al comedor en compañía de mis amigas y en cuanto crucé la puerta supe cuál sería nuestra mesa y mi sitio, con la suerte de que la comida no fue por grupos y había libertad de elección. Escogí la silla que había en el rincón, de tal manera que tenía la situación controlada y las espaldas cubiertas. Quedaba claro que mantenía las distancias con todo el mundo y me protegía con mis amigas, dado que éstas no objetaron nada al respecto y, en cierto modo, ello dejaba tres sillas libres para quien quisiera acompañarnos, porque no recelábamos de nadie, aunque por mi parte confiaba en que Manuel se iría a otra mesa, que no cambiaría su postura, por tentador que ello le resultara. Además, recién confesado, tendría mayor fuerza de voluntad y resistencia contra esos impulsos del corazón. Mi idea era que no se tomara ninguna libertad ni confianza y, aunque no se percatase de ello, en el trasfondo de mi actitud había un juego de complicidad, casi un flirteo disimulado con todo el descaro del mundo, una llamada de atención para que se diera cuenta de que no era insensible a su presencia.

Manuel hizo el intento de atender mi mesa, incluso de ocupar una de esas tres sillas libres, pero, si lo primero lo consiguió con relativa facilidad, porque el reparto de las mesas pareció claro desde el primer momento, lo segundo se le complicó bastante desde el momento en que se dejó una mesa libre para los de su grupo, ya que, a diferencia de lo sucedido en el desayuno, no se dio opción a que se mezclasen. La comida fue mucho más relajada y era mejor que ellos comieran sin agobios, una vez que los demás hubiéramos acabado. De hecho, a los de mi grupo nos tocaba recoger y no demostramos ninguna prisa en ese sentido. Los del otro grupo habían recogido el desayuno y servirían la cena. Cada vez que Manuel se acercaba por mi mesa, yo desviaba la mirada y me mostraba interesada en la conversación y cuando me parecía que él no me observaba, fijaba mi atención en él, en busca de su reacción, de algún indicio de que participaba de aquel juego. Sin embargo, tampoco noté nada raro, tan solo esa frustración porque de nuevo sentía que se abría un precipicio entre los dos, una distancia insalvable.

Después de la comida, un rato de siesta o tiempo libre antes de la reunión por grupos para la preparación de los Oficios. Fue tiempo más que suficiente para que me escondiera de Manuel, me refugiara en la casa de las chicas, tanto porque busqué un lugar de descanso, como un escondite donde no me sintiera culpable ni tan confundida por cómo estaba en aquellos momentos. Ni yo misma entendía que mantuviera aquella actitud y todo porque en febrero había cambiado mi modo de ver a Manuel y avivado ese sentimiento de enamorada que tanto me recordaba a mi pasado, a mi relación de novios con Carlos. De nuevo me sentía llena de vida, pero a la vez asustada e impotente ante el hecho de que sabía que mi salud no soportaría de nuevo aquella situación, las exigencias de la relación de novios, aunque con Manuel tuviera la sensación de que sería mucho más llevadero, que éste se mostraría menos exigente, dado que las distancias entre nuestras casas serían una ventaja a mi favor y favorecerían ese tiempo de descanso y tranquilidad que con Carlos no disfrutaba. En el fondo no estaba segura de nada, ni creía tan viable que no cambiara nada desde el momento en que me comprometiera con aquella relación. Sea como fuere, me sentía llena de vida y era un sentimiento que escapaba a mi control.

No sé si cierto tipo de confidencias entre amigas son muy apropiadas en un ambiente de Pascua como aquel, pero sin duda la ocasión era propicia para ello, con la seguridad de que ningún chico nos escucharía y que aquella conversación no trascendería. El caso es que aproveché la tranquilidad que nos proporcionaba la casa y comenté con mis amigas los pensamientos que rondaban por mi cabeza, mis impresiones con respecto a la actitud que Manuel mantenía conmigo desde su llegada, aunque les ocultase el detalle de que tal vez yo tuviera parte de la responsabilidad por mis provocaciones. Tan solo les tanteé por si tenían una apreciación distinta y algo más objetiva. Por sus respuestas entendí que no habían quedado tan en el olvido mis quejas y agobios al respecto o que mis amigas exageraron un poco porque pensaron que era lo que esperaba. En cualquier caso, a ninguna le pareció que la situación fuera demasiado grave, más bien, lo consideraban soportable hasta el domingo cuando regresáramos a casa. Mi alivió fue que ninguna de las dos se mostró demasiado crítica ni recelosa e intuí que quizá no recibieran mal la noticia de que entre Manuel y yo comenzase algo especial en aquellos días.

Fue el grupo de Manuel quien ayudó en los Oficios de aquella tarde, de tal manera que yo me escondí, pero él no pasó inadvertido, incluso como entre los hombres del pueblo no hubo suficientes, se contó con los chicos de ese grupo para el lavatorio de los pies, lo que además sirvió para que la gente supiera que estábamos allí y a lo que habíamos ido. El hecho de que el Lavatorio de los pies fuera solo para los hombres provocó algún que otro comentario por parte de las chicas del grupo, como si alguna hubiera acudido a la Pascua con la expectativa de que eso cambiaría y no habría ninguna discriminación en ese sentido. Sin embargo, creo que ninguna de las chicas de aquel grupo estaba demasiado entusiasmada con esa posibilidad, de modo que, como tal, no había ningún conflicto. En realidad no creo que ninguna de las chicas se hubiera animado, en caso de que esa posibilidad se hubiera planteado en serio. En cualquier caso, la composición de los grupos y la distribución de las distintas actividades se habían hecho con un sentido práctico y organizativo, hubiera sido indiferente cuál de los tres grupos hubiera ayudado aquella tarde, ya que cada uno tenía asignado un día.

Tras los Oficios, tuvimos un rato de oración ante el Monumento, un modo de que todos nos mentalizásemos de que ya estábamos de Pascua y comenzaban los días más intensos de nuestra vida. Nos reunimos los dieciocho de manera que aquella fuese una actividad y oración de grupo. El sacerdote se quedó con nosotros, nos dio una pequeña charla y se puso a disposición de quien necesitara confesión o consejo, lo que no fue mi caso, ni tampoco por parte de Manuel, quien parecía satisfecho con la conversación mantenida por la mañana. Yo conservaba mis inquietudes, ese deseo contenido de que sucediera algo especial, mientras, por otro lado, no quería que nada ni nadie alterase la vivencia de la Pascua, por lo que más que llena de dudas, casi vivía en el constante anhelo de que llegase la Vigilia y ello permitiera que me sintiera liberada de mis agobios, que si por la mañana lo había sentido como una vía de escape, aquella tarde era algo que me pesaba en el alma. Tuve el impulso y la necesidad de pasar inadvertida, aunque, como responsable, era algo que escapaba de mi alcance, porque sentía que todo el peso de la pascua caía sobre mi conciencia, aunque con el alivio de que era una carga compartida con los demás.

Cuando fuimos a cenar, me costó poco decidir dónde me sentaría, aquella silla del rincón, tras cómo había sido la comida, se convertía en mi mejor refugio, con la suerte de que mi grupo ni servía ni recogía la comida, por lo cual no había inconveniente en que me lo tomase con calma, en los siguientes días ya habría ocasión para los nervios y las prisas, dado que el desarrollo de la Pascua era lo que condicionaba toda la organización de los turnos. El caso es que la mesa de seis se completó en un visto y no visto, sin opción a que Manuel se lo pensara y diera más prisa que los demás, por lo que de nuevo se quedó con las ganas de que compartiéramos la mesa, tuviéramos ese momento de convivencia entre nosotros, que parecía que cada vez se le hacía más difícil y que por mi parte no le ponía muchas facilidades. En aquella ocasión no fue del todo intencionado, pero en aquellos momentos tenía más que compartir con los demás que con él, aunque mi pena era que cada vez quedaba menos para el domingo y menos ocasiones para que aquello que yo sentía se formalizara en algo, al menos que hubiera una intención clara por su parte. Sin embargo, estábamos allí por la Pascua y ese era el centro y la motivación de cada día, no nuestras individualidades.

Cena, media hora de tiempo libre y aseo personal, para regresar a la iglesia donde nos esperaba la Hora Santa, a las diez y media, con previsión de que no se alargara más de una hora, según la costumbre del pueblo y la intención del sacerdote, aparte de que nosotros tuviéramos una actividad después, mientras la gente del pueblo se iba de procesión, en la que no participaríamos. La idea era que tras la Hora Santa, dejásemos que la gente del pueblo ocupara la iglesia y nuestra presencia o deseo de oración se aplazara hasta después, sin que ese intermedio supusiera tiempo libre, porque la noche se presentaba intensa con los turnos de vela, donde nuestra participación se hacía inexcusable, aunque cada cual según sus fuerzas, cansancio y predisposición. Yo en aquellos momentos ya tenía una idea clara de cuál sería mi turno y, aunque resultara un tanto inapropiado, porque era la responsable de la pascua, dejaría que el sueño me venciera, me reservaría para los turnos de la madrugada, una vez estuviera un poco más descansada, sin que el madrugón supusiera demasiado sacrificio ni esfuerzo en aquellos momentos.