Ana. Silencio en tus labios (1)*4

Los del otro pueblo nos esperaban con cierta impaciencia porque llegamos con algo de retraso, lo que no evitó que tuviéramos un rato de oración comunitaria. Algunos hubieran esperado que se celebrase una misa todos juntos, pero por prudencia y debido a todo lo previsto, se había considerado que cada grupo la celebrase por su cuenta y aquel final de Pascua, encuentro de los dos grupos, se limitara a ese rato de oración. No hubo opción ni ocasión de que Manuel y yo nos sentásemos en el mismo banco, lo que hubiera supuesto nuestra última oportunidad de rezar juntos. Sin embargo, no me esperó, no dio ocasión. Supongo que se cohibió un poco porque me vio demasiado entretenida con las amigas y en vista de los precedentes no se planteó que mi postura fuera a ser distinta. Nos faltó un poco más de comunicación e iniciativa, que hubiera sido un poco más atrevido en aquellas circunstancias y comportado como lo había hecho durante la Pascua, en busca de cualquier mínima oportunidad para que estuviéramos juntos, a pesar de mis desplantes. Aquella mañana su empeño hubiera estado más justificado, pero la situación le acobardó, quizá porque esperase alguna insinuación por mi parte, pero no la tuvo.

Tras el rato de oración, el ambiente se relajó un poco, era momento de los saludos y de hablar unos con otros. Como alguno comentó, era el momento de hacer hambre. Fue inevitable que uno de los asuntos más comentado entre los corros de gente fuese el de mi enamoramiento, sin que nadie se atreviera a dar el nombre del afortunado por temor a equivocarse o porque tampoco era algo tan relevante en aquellos momentos. Lo que casi todo el mundo quería saber era cómo nos había ido en la Pascua, aunque alguno diera testimonio durante la asamblea, pero aquella era una confidencia más informal. En cualquier caso, consideré que ya no tenía demasiado sentido que guardara aquel secreto, porque confiaba en la discreción de mis amigas, en su complicidad, y me sinceré con éstas. Les despejé cualquier duda referente a mi última conversación con Carlos, hasta donde les pude contar, y les desvelé el nombre de mi amado, con idea de que dejasen a un lado las habladurías y ciertos comentarios poco afortunados, aunque justificados. Quise que me ayudasen para que la despedida de aquella tarde no acabase como un fracaso. Necesitaba que me concedieran diez minutos para hablar con Manuel sin que ello nos convirtiera en el centro de todas las miradas. Esperaba que, con el respaldo de mis amigas, todo fuese más fácil. En especial temía que Manuel no se decidiera y se esperaba a que cada cual estuviera en su casa para que nuestra relación siguiera desde la distancia.

A la hora de comer, consciente de que mi pequeña confidencia nos había puesto en el punto de mira de mis amigas y que la presencia de éstas cohibiría a Manuel, me decanté por la compañía de éstas, con la particularidad de que quisieron hacer gala de esa complicidad de amigas y, aunque no hubo posibilidad de que me sentase al lado de Manuel, consiguieron que nos sentásemos en la misma mesa, lo bastante cerca el uno del otro como para que él comprendiera que aquello era una pequeña trampa de la que ninguno de los dos tuvo escapatoria. Se creó una situación lo bastante discreta como para que no resultase llamativo para aquellos que fueran ajenos a nuestra historia. En aquella ocasión fuimos nosotras quienes buscamos su mesa, de tal manera que a Manuel no se le pudo acusar de nada. Como le tenía allí cerca, por darle gusto a la curiosidad de mis amigas y que Manuel tuviera la confirmación de que aquello era intencionado, que me hubiera aprovechado en alguna ocasión de sus distracciones, de que no me prestaba atención, para robarle la comida, unas veces con descaro y otras con disimulo, me hubiera bastado con estirar un poco el brazo. Sin embargo, le dejé que comiera con tranquilidad. Tan solo compartimos el postre.

Tras la comida, nos fuimos todos a la plaza del pueblo y se volvió a crear el mismo ambiente distendido de después de la oración, me pareció la situación perfecta para que Manuel y yo hablásemos. Tuve un momento de debilidad, pensé que casi era mejor que nos diésemos algo más de tiempo y no precipitásemos los acontecimientos. Sin embargo, comprendí que la causa de aquellos temores no era suya, sino, más bien, mía, por eso de que había desaparecido de su vista después de comer, como lo había hecho en otras ocasiones durante la Pascua, aunque en aquella ocasión no hubiera sido con doble intención. Le encontré distraído con una de las conversaciones, aunque era evidente que estaba algo impaciente y nervioso, como si me hubiera buscado por todas partes sin mucho éxito hasta ese momento. Que tomara aquella iniciativa significaba la diferencia entre volver a mi casa como si nada hubiera pasado, esperanzada en que Manuel encontraría el modo de ponerse en contacto conmigo y preguntarme si todo aquello había sido en serio; o, por el contrario, marcharme con el compromiso de que iniciábamos algo juntos, por encima de los muchos inconvenientes que ello conllevaba debido a las distancias. En ningún caso me parecía bien que tras la Pascua todo siguiera como hasta entonces.

Me acerqué hasta donde estaba, confiada en que en aquellos momentos contaba con la complicidad y el respaldo de mis amigas. Me sitúe a su espalda y me limité a susurrarle “Ven” para que me siguiera. Era momento de que mantuviéramos aquella última conversación antes de la despedida y hasta cierto punto de la asamblea con la que concluirían las celebraciones de la Pascua. Teníamos que hablar y el tiempo se había vuelto en nuestra contra. Tal vez no fuese muy justo para ninguno de los dos, porque con Carlos me había escapado de la celebración de la Resurrección y con Manuel no pensaba hacerlo. Sin embargo, mi historia con Carlos ya había llegado a su fin y la de Manuel estaba en sus inicios, tendríamos el resto de nuestras vidas o lo que durásemos, si nos convencíamos de que aquello no tenía demasiado sentido. El caso es que no me quería marchar de regreso a casa sin que él se sincerase conmigo y me confesara sus sentimientos, dado que en las últimas horas la única que había hablado era yo con la intención de que no me dejase escapar de su corazón, pero el mío aún mantenía el anhelo de oír esa confesión de sus labios.

Nos sentamos en uno de los bancos de la plaza, a la sombra de un árbol, apartados de todo el mundo, aunque conscientes de que aquello sorprendería y extrañaría a la mayoría. Allí, tomados de la mano, con la mirada en los ojos del otro, sin saber muy bien cómo expresarlo sin que resultase muy forzado, me declaró su amor, compartimos nuestra primera conversación como pareja. El uno al otro nos confesamos cómo habían sido aquellos cuatro últimos días de nuestra vida. Él se disculpó por sus torpezas, me dio a entender que era consciente de que en ocasiones se había mostrado muy impulsivo, ante lo cual me dio a entender que yo le había correspondido con paciencia y dulzura, que me admiraba por cómo había sido capaz de llevar aquella situación sin alterarme. En realidad, se disculpó conmigo por lo sucedido a lo largo de los meses previos, aunque al final todo hubiera derivado en aquel momento.

Yo también le fui sincera, le confesé que había ido a la Pascua con esa inquietud en el corazón, con el temor de que aquello se convirtiera en un problema de convivencia para todo el grupo. Admití que en alguna ocasión se había puesto un tanto pesado, pero que, en realidad, no había sucedido nada grave, que él se había comportado como debía en todo momento, con alguna que otra excepción puntual. Es más, incluso me reconocí culpable, porque la estupidez de su comportamiento había sido como respuesta a mis sutilezas, por lo cual parte de la culpa y responsabilidad eran mías. Con ello había conseguido que me riera y animara en los momentos en que me había sentido un poco más decaída. Lo que más le recalqué fue el asunto del Emaús, que se pasara de listo y pusiera en evidencia delante de todo el mundo. Le confesé que me hubiera hecho ilusión que nos diéramos aquel paseo juntos y que me sentía un poco frustrada por cómo acabó. Si me hubiera dado la ocasión, aquella hora larga de paseo, hubiera sido nuestra ocasión para que habláramos y asentásemos lo que aquella tarde reafirmábamos. Como le dije, se comportó como un tonto.

Nuestra conversación se interrumpió cuando nos llamaron porque comenzaba la asamblea. Estábamos tan a gusto el uno con el otro, que, cuando reaccionamos, nos dimos cuenta de que casi nos habíamos olvidado de que no estábamos solos, que si no se hubieran acordado de nosotros, habríamos seguido allí hasta que nos hubieran avisado de que era hora de marcharse y porque a Manuel le llevaban a casa y uno de los coches era el mío, tomaríamos rumbos distintos. Tampoco es que los dos hubiéramos querido que el tiempo se hubiera detenido en aquellos momentos, pero ninguno se hubiera molestado, si nos hubieran concedido cinco minutos más.

Nos sentamos en círculo en mitad de la plaza, cada cual al lado de quien quiso, por lo cual no permití que Manuel se soltara de mi mano ni se fuera muy lejos de mí. Era el momento para que todo el mundo nos viera juntos y se hiciera oficial algo que en los últimos diez minutos había sido comentado por todo el mundo y que ninguno de los dos desmentiría. Después de todo lo que había sido nuestra relación y trato hasta entonces, iba a resultar extraño que no lo negásemos. Casi era como si necesitásemos que hubiera mucha gente pendiente de nosotros para ser sinceros con nosotros mismos y con los demás. Quizá lo más relevante de aquello no era tanto el hecho de que nos vieran juntos como que todo el mundo se percatase de que esa unión tenía los minutos contados, lo que tardase la asamblea y que cada cual se marchase a su casa, ante lo cual exprimíamos al máximo cada segundo que nos quedaba antes de esa separación.

La asamblea era para dar testimonio, para compartir con los demás las vivencias de la Pascua, era una opción libre, aparte de que el tiempo apremiaba y éramos demasiados como para que hablase todo el mundo. Por lo que había escuchado de otras Pascuas, Manuel era de los que siempre tenían algo que decir, pero en aquella ocasión, consciente de que todas las miradas estaban sobre nosotros, se cohibió. Frente a su silencio, yo me animé, sentí impulsada a ello, no tanto porque me sintiera obligada a justificarme ante los demás por mis sentimientos, como por la necesidad de dejar claro que había ido con idea de vivir la Pascua en toda su plenitud y regresaba a casa con el objetivo cumplido. Les dije a todos que había vivido la Pascua desde la humildad, casi a escondidas, a pesar de que hubiera sido una de las responsables y de la charla del sábado, que la actitud no siempre acertada de Manuel me había forzado a renunciar a todo protagonismo y adoptar una postura más servicial, a mantenerme ocupada. Había sido una renuncia a mí misma. Me marchaba a casa contenta por la vivencia de una Pascua irrepetible y me llevaba en el corazón a alguien con quien compartiría ese nuevo corazón.

Cuando llegó el momento de marcharse, Manuel me acompañó hasta el coche. Como seguía agarrado a mi mano no le di opción, consciente de que en cuando le soltará sería hasta que volviéramos a vernos y las expectativas no resultaban muy alentadoras, dado que establecer una fecha para una próxima cita se presentaba un tanto complicado por parte de los dos, dado que ni él se mostraba muy decidido a tomar la iniciativa de hacerme una visita ni yo tenía muy claro que mis compromisos me permitieran que fuera a Toledo, para lo cual casi la única excusa era que el Movimiento organizase alguna actividad o las amigas me convencieran para que me apuntase a algún acto organizado por la diócesis, pero ya no tenía el argumento de que necesitara alejarme de nada ni de nadie, aunque los latidos del corazón fueran razón más que suficiente como para que fuera a cualquier sitio. Al final concluimos que cada uno por su cuenta buscaría esa ocasión y nos pondríamos de acuerdo. Antes de la Pascua tal vez nos lo hubiéramos pensado dos veces volver a vernos, pero después ya no había nada que pensar.

Nos comprometimos a una llamada de teléfono a la semana, que nos turnaríamos. Para el tema de las cartas no establecimos ningún límite, tan solo la condición de guardarlas y releerlas cuando estuviéramos juntos, de manera que ello sirviera de prueba para lo mucho que nos hubiéramos echado de menos el uno al otro. Le propuse que me lo contase todo, que no tuviera secretos conmigo, porque debido a las distancias no tendríamos mucho tiempo para conocernos y sería una manera de que formásemos parte de la vida del otro. Por mi parte le prometí que procuraría que no hubiera demasiados secretos, pero que alguno que otro me guardaría para el día que se decidiera y me fuera a visitar a casa. De su vida él poco o mucho me podía ocultar, mientras que yo me consideraba una chica un poco más discreta.

Por la presión de mis amigas, para que nos marchásemos de una vez, por mucho que se entendiera que en aquellos momentos no tuviera ninguna gana, la despedida se hizo inevitable. Ya estaba sentada en el asiento del conductor, la llave en el contacto y los pies en los pedales. Aun así, no quise que la despedida, las últimas palabras o expresión de cariño entre nosotros resultase demasiado frío, por lo cual, abrí el cristal de la ventanilla, me asomé y dado que a él también le costaba alejarse, me hubiera costado poco susurrarle al oído lo mucho que le quería. Sin embargo, debido a que la presencia de mis amigas, la mirada atenta de éstas, me limité a darle un beso en la mejilla, confiada en que no tardaríamos demasiado en volver a vernos, que antes de que nos echásemos de menos o se enfriase lo que sentíamos el uno por el otro encontraríamos la excusa y ocasión para estar juntos de nuevo. En cierto modo, fue mi compromiso tácito de que ya no hablaría mal de él a mis amigas, si es que en los últimos meses mi concepto y comentarios sobre su persona no le habían sido tan favorables. En cualquier caso, él debía comprender que todo lo negativo que dijese sobre él sería sin maldad y con la libertad de saber que lo haría desde el corazón, porque me sentiría respaldada por su cariño.

 Domingo 20 de abril
De vuelta en casa. Esa es la buena noticia. La mala es que Manuel no está aquí conmigo ahora que somos novios. Nos queremos. Se lo tuve que confesar porque el muy tonto andaba bastante despistado y no hacía más que meter la pata.

La conquista tuvo poco de romántico. Como mis amigas me han dicho, se lo he puesto demasiado fácil y yo no soy así en realidad. Se lo confesé ayer cuando llegamos al pueblo, después de un Emaús silencioso y accidentado. De esos en lo que me dan ganas de golpearle por tonto. Y hasta esta tarde después de comer, cuando por fin hemos hablado en serio, le he estado haciendo sufrir porque tuvo que mantener mi confidencia en secreto cuando quería que lo supieran todos. He sido un poco traviesa. Así creo que me respetará.

Me respetarás ¿Verdad? Porque si has llegado hasta aquí y has leído esto es porque he encontrado el valor para dejarte que leas mis reflexiones.

Final del libro 1