Jueves, 17 de abril
Tras una noche no muy tranquila, fue la primera y en la única que todos nos relajamos, se aprovechó hasta el último minuto de fuerza, de resistencia al sueño, antes de que hubiera silencio en la casa, el despertar fue como siempre. El despertador sonó para todo el mundo a las ocho y media; no se dejó que nadie cediera a la pereza.
Cuando nos reunimos en la iglesia, para el rezo de laúdes, los chicos nos dimos cuenta de que el despertador tampoco había tenido compasión con las chicas y que habían pasado una noche tan poco relajante como la nuestra. El interés se centró en la determinación de quién había dormido menos a causa de los ronquidos de los demás o del suelo, de la privación de las comodidades de nuestra cama, lo cual para los que se había acercado hasta allí en su primera Pascua fue toda una novedad y experiencia. En mi caso, después de tantas pascuas sobre mis espaldas, consideraba que había llegado mentalizado y lo asumí con resignación. Me fijé en la cara de Ana, la verdad es que estaba tranquila. No me dio la impresión de que hubiera pasado una mala noche, aunque sus ojeras delatasen que no había sido una de las primeras que conciliara el sueño y que hubiera preferido que el despertador sonara un poco más tarde.
Dulce melodía Buenos días te desean mis ojos, mi corazón te busca en silencio, buscando el color de tu bandera, el número de aquel estandarte, pero entre tanta gente no oyó nadie, tus pasos entre silencios de palabras, su destino era el no decirme nada, pero la esperanza fue lo más fuerte y saliste al fin de entre tanta gente, quizás buscando lo que yo encontraba, una flor hermosa para aquella mirada, que mis oídos se abrieran al viento, porque no oyen nada en la mañana, Tú eras entonces esa dulce melodía con la que el silencio felicita el día. No sabía entonces dónde estabas, por verte entonces ya no importaba. El desayuno lo sirvió su grupo y, como ya me comentó el día anterior, tuvo mucho cuidado y no se acercó por donde yo estaba. De mi mesa se ocupó otro, aunque confieso que hubiera esperado algún detalle por su parte en ese sentido, pero comprendí aquella actitud con algo más de humildad y resignación. Yo, como todos, había ido hasta allí, a la Pascua, despreocupado por quien estuviera, con la excepción de alguien conocido que me llevara. La presencia de Ana para mí había sido toda una sorpresa y, en consecuencia, no había entrado en mis planes, aunque tampoco negase que me fuera del todo indiferente. Su sola presencia, nuestro encuentro en aquella pascua, era toda una novedad y después de los últimos acontecimientos para mí cobraba una mayor relevancia.
Pasamos la mañana en la iglesia, hubo tiempo para que confesara quién lo necesitara, como lo haría la gente del pueblo. La única que no necesitó moverse del banco fue Ana. De hecho, se sentó en el primer banco y permaneció ajena a cuanto sucedía a sus espaldas. Me pareció que aquello fue más un empeño personal, ya que ni siquiera buscó un par de minuto de descanso en la calle. Yo lo hice en un par de ocasiones; primero me levanté para confesarme, sentía que lo necesitaba, tenía que estar más centrado en la Pascua y necesitaba más fuerza interior frente a mis distracciones, que tenían nombre de mujer aquella mañana. Como el sacerdote me dijo, convenía que pusiera mis ojos y mi atención en la oración para que esos impulsos no me dominasen. Sin embargo, ella estaba sentada en el banco de delante y yo no podía darle la espalda. La segunda vez que me levanté del banco fue cuando salí a la calle para que ante mi vista no estuviera aquella panorámica.
Mi grupo sirvió la comida y, de manera casi descarada, Ana escogió su asiento con premeditación y alevosía, en un rincón, con la seguridad de que, al menos, una mesa se interpondría entre nosotros. Si en la iglesia me había dado la espalda, durante la comida no me perdió de vista, dejó claro que mantenía las distancias conmigo. Sin embargo, no evitó que fuera yo quien sirviera en su mesa, pero en ningún momento me prestó atención; sus compañeros de mesa la distraían con la conversación, cuando no era ella quien sacaba el tema y conseguía que sus miradas no fueran hacia mí. Parecía que le era más fácil centrarse en la Pascua, mientras que otras cuestiones irrelevantes en aquellos momentos quedaban a un lado. Lo sucedido en febrero había permitido que nuestra relación se aclarase y asentara en un clima de fraternidad, sin romanticismos ni complicidades.
La tarde se repartió entre la preparación de los Oficios, la celebración y el rato de oración posterior antes de la cena. Todos estuvimos tan entretenidos que las cuestiones personales perdieron relevancia, ignorábamos las sorpresas que habría para aquella noche, más cuando el ritmo de la pascua de un año para otro no se alteraba, había que dejar claro que estábamos de Pascua y no de campamento ni pasando el fin de semana con los amigos. Se respetaba el ritmo de las celebraciones del pueblo, aunque tuviéramos alguna actividad propia.
Después de la cena, tuvimos la Hora Santa, lo que se convertía en el anticipo de los turnos de vela durante toda la noche. El sacerdote, mejor que nosotros, conocía las costumbres del pueblo y tras la Hora Santa casi nos quedamos solos en la iglesia, aunque la asistencia tampoco hubiera sido muy destacable, pero, al menos a mí, me había dado la impresión que aquello tendría su continuidad durante toda la noche, quedó claro que, por nuestra parte, cada uno escogería cuándo se iría al alojamiento y qué hora o momento de la noche se reservaba para ese turno de vela. Aquel vacío en la iglesia me dejó un tanto desilusionado, aunque admitía que era de los primeros con la costumbre de salir por la puerta y no volvía hasta la mañana siguiente. Pero la presencia de los demás era un aliciente para que mi derrota por el agotamiento o la comodidad se retrasase. Aparte de que, a título personal, me hubiera hecho el firme propósito de que mi estancia no se viera condicionada por lo que hiciera Ana.