27 de septiembre, sábado
Aquel sábado por la mañana fui al chalé a dar de comer al perro y regar las plantas. Pensaba que sería un día tranquilo y me imaginaba que a esas horas Ana ya estaría harta de rezar en la capilla, a la par que echaría en falta mi compañía, por vivir esos primeros momento del Encuentro conmigo, aunque el ritmo de la convivencia o del Encuentro no nos permitiera mantener una conversación muy fluida, confiaba que me echase en falta tanto como yo a ella.
Sin embargo, esa tranquilidad se vio truncada a media mañana, se puso de manifiesto nuestra falta de comunicación o lo impulsiva que Ana llegaba a ser en ocasiones cuando las circunstancias le eran favorables. Se presentó allí, al otro lado de la verja, conducía su coche, tan sorprendida por el logro de su llegada, como yo de verla, que se produjese aquel encuentro para el que no me había avisado, que hubiera sido lo lógico, para darle todo tipo de facilidades, sin que tuviera que estar dando vueltas por la zona ni perdiese tiempo, que hubiéramos compartido, pasado juntos, hubiera bastado con ponernos de acuerdo con antelación.
Vestía de una manera bastante informal, aún la recordaba vestida como la había visto al despedirnos el día que me marché de su casa y aquella mañana, como casi cada vez que nos habíamos reencontrado, me sorprendía de nuevo con su naturalidad, como si quisiera dejar claro que aquella mañana estaba allí para estar conmigo y, sobre todo, quería estar cómoda y a gusto consigo misma. Estábamos en otoño y desde que éramos novios había tenido pocas ocasiones de mostrarme la variedad de su vestuario, aún me podía sorprender y volver a conquistar atrayendo mi atención sobre ella, aunque dejase claro que se respetaba lo suficiente como para procurar que esas miradas fueran decentes. Se dejaba comer con la mirada, pero me dejaba con la miel en los labios.
Hasta entonces no había puesto el pie en mi casa, aunque debido a la asistencia a los retiros y demás actividades del Movimiento y la diócesis hubiera estado cerca o pasado por delante de la puerta e incluso se hubiera sentado en los bancos del parque, alejada de la multitud con alguna de sus amigas, sin que en ello hubiera una doble intención. El piso estaba allí y eso era innegable, cabía esa posibilidad, aunque sus estancias en la ciudad se contasen con los dedos de las manos, hasta donde mi conocimiento alcanzaba. De ahí que no me hubiera extrañado que esa visita sorpresa se hubiera producido allí, hubiera considerado en tal caso que Ana habría encontrado más facilidades que yo en llegar a su casa. Sin embargo, se presentó en el chalé, cuya dirección no era conocida por tanta gente del Movimiento, más cuando yo solía dar la del piso, de ahí que su osadía me pareciera más meritoria. Se había buscado las vueltas para encontrarme, como siempre sin yo haberme enterado con antelación.
Su ventaja o justificación para haberse presentado allí estaba clara, le había dicho que pasaría allí la mañana, esa era mi excusa para no haber ido al Encuentro, como en principio se suponía que ella haría. Como conocía mi situación y circunstancias se arriesgó a pensar que habría ido hasta allí en autobús, que no dispondría de coche, en consecuencia mí gratitud y alegría cuando la viese sería mayor. Su coche estaría a mi disposición, y me podría olvidar del horario de autobuses y, sobre todo, del paseo que me habría dado tenido que dar hasta la parada más próxima. De hecho, incluso me podía olvidar de la hora, ya que el regreso al piso supondría privarme de la oportunidad de disfrutar de su compañía sin que nadie nos molestase. Sin embargo, debido a su prudencia y desconfianza respecto a mi actitud e intenciones casi fuera preferible que estuviéramos rodeados de gente para desentendernos de ese recelo para disfrutar del momento con la debida normalidad y complicidad. Mejor que cambiara ese mal concepto que tenía de mí por falta de razones.
Lo cierto es que fue el perro quien primero se percató de su presencia, aquel era un camino rural, una cañada, con apenas tráfico, el ocasional tránsito de algún vehículo para mí no tenía relevancia, tampoco era tan raro que alguno, hubiese errado en su trayectoria y llegara hasta allí para dar la vuelta y regresar a la autovía. Sin embargo, Ana no había equivocado su destino, aunque hasta llegar hasta allí se hubiera dado alguna que otra vuelta por las urbanizaciones de la zona, si desconocía la ruta exacta; que para mí, después de tantos años, no tenía pérdida posible, todo recto desde la vía de servicio. Aparte de que mis preocupaciones y pensamiento no iban más allá de los límites de la parcela y de lo que había ido a hacer para aprovechar la mañana, de manera que mi desinterés y falta de atención en lo referente a la calle y los coches resultaba más que evidente. No esperaba visitas y, menos aún, que Ana fuera tan osada en ese sentido.
El claxon del coche sonó en varias ocasiones y así se hizo notar para que me percatase de su presencia. No había llegado hasta allí para dejar que los ladridos del perro le asustasen ni pasarse la mañana en la calle, al otro lado de la verja, en espera de que yo saliera. Con su presencia allí no es que me hiciera chantaje emocional, pero, si había acudido a buscarme, no era sólo por capricho, llegaba procedente de su casa y con la preocupación de que sus amigas toledanas estaban en el Encuentro, de manera que su primera y única opción, antes de plantearse la vuelta a casa, había sido encontrarse conmigo. No tenía a nadie más a quien acudir en tales circunstancias, dado que evidentemente si se había tomado todas aquellas molestias no era con otra intención. Sus circunstancias eran peores que las mías con respecto a mi visita a su casa, se presentaba allí sola, no contaba con el apoyo o la complicidad de terceras personas, más aún, tenía en cuenta que, en teoría, ella se había apuntado al Encuentro y este cambio de planes era inesperado.
Cuando sentí los pitidos me di por aludido y me asomé a comprobar quién era. En un primer momento no la reconocí, ni el entorno ni su vestimenta me encajaban con ella, aunque en un segundo vistazo se desvanecía esa confusión, el coche me pareció familiar y, en consecuencia, encajaba todo, si aquel era el coche de Ana, quien iba sentada al volante no podía ser otra persona. En realidad, ya se había bajado del coche, confiada en que no se había equivocado de chalé ni de verja. No hubiera sido tan extraño que hubiera detenido el coche frente a la verja del vecino e incluso hubiera subido toda aquella calle y descubierto que ésta no tiene salida. Ana tuvo la suerte y la prudencia en ese sentido. Se detuvo ante la verja correcta, más preocupada por saber si yo me encontraba allí que por pensar que estaba llamando a la puerta equivocada. Quien le hubiera dado la dirección se debía haber asegurado de orientarla, le habría comentado algún detalle característico del chalé, siempre y cuando Ana no se hubiera lanzado sola a la aventura.
Si esperaba verme correr a abrirle la verja y que acudiera a su encuentro para saciar el anhelo de su compañía tanto tiempo añorada, me lo tomé con calma, sin prisas. Dejé que los ladridos y la curiosidad del perro, ante la presencia de una extraña, le dieran la bienvenida. Fue mi manera de recriminarle que se hubiera presentado allí sin previo aviso, sin consultarlo conmigo, aunque no se tratase de una revancha por nuestro reencuentro de julio. Ella tenía la ventaja de saber que no se tropezaría con mis padres y que no jugaría sucio, no le pondría entre la espada y a la pared. No venía a reconciliarse conmigo, en todo caso, me reafirmaba sus más puros sentimientos. Ignorando los recelos paternos, era la confirmación de que por pensar en mí era capaz de hacer frente a las dificultades y objeciones de su familia, quienes de un modo u otro habrían de aceptarme como su novio, dado que no renunciaría a mí. Le bastaba con un ex novio con el que no había llegado a nada. Yo llenaba ese vacío y se sentía dichosa, de manera que no había que darle más vueltas a la cuestión.
Lo primero que hizo fue preguntarme si me quedaba mucho para marcharme, quiso con ello tener una base sobre la que decidir qué hacía con el coche. En cualquier caso, debido a la hora que era y a que los dos teníamos el deseo de estar juntos, esa pregunta estaba de más. Debía darme a entender que estaba allí para quedarse y que cruzase aquella verja con el coche era una manifestación de esa confianza. Yo había pasado una noche en su casa, de manera que le correspondía a ella obrar en consecuencia y no quedarse en la calle cuando venía de visita y, más aún, con intención de recogerme. Después de todo lo acontecido en su casa, ese detalle de normalidad y naturalidad en nuestra relación era lo mínimo que se esperaba. Por mi parte era una prueba de hospitalidad cederle el paso y que se sintiera allí como en su casa, mejor que como me había sentido en aquellas dos primeras visitas poco afortunadas. Ana no tenía nada que temer dado que el perro no era peligroso. En su casa yo no me había sentido tan a salvo, aunque no hubiera perro.
Posiblemente ella no supiera el terreno que pisaba, se adentrara en un terreno desconocido, pero como me había demostrado hasta entonces, no andaba a ciegas, iba con ventaja, para ese primer contacto con mi vida y entorno familiar se evitaba un serio compromiso, del que yo no me había librado. Parecía que se había planteado aquella primera visita como si acudiera a un encuentro con el Movimiento, no tenía que guardar las apariencias ni las formalidades por temor a las primeras malas impresiones con trascendencia. Confiaba que cualquier tropiezo con mis hermanos sería desde la condescendencia y la comprensión, como se suponía que yo habría recibido a las respectivas parejas. En cualquier caso, hacía recaer sobre mí toda la responsabilidad que ella había asumido cuando me presentó a sus padres. Pero por mi parte era un mal comienzo ese reencuentro, si hacía ese tipo de comparaciones o juicios, más cuando estaba tan ilusionado como ella por la oportunidad que se nos presentaba.
Una vez pasó el coche, cerré la verja, no tanto para evitar que el perro se saliera como para impedir que Ana cambiase de parecer en el último momento e incluso si, por una torpeza mía, quisiera marcharse. Si se encontraba con la verja cerrada, me iba a dar la oportunidad de disculparme y convencerla para que se quedara. En su caso, como venía desde tan lejos, cualquier discrepancia entre nosotros que motivase su marcha no era como para tomársela a broma. Ya había un mal precedente en nuestra relación y era preferible que no nos viésemos de nuevo en esa tesitura. A mí no me era tan fácil salir tras ella y ya me había mentalizado que Ana no tomaría la iniciativa en ese sentido. La evidencia de mis buenos sentimientos la encontraría en el empeño que pusiera en volver a reunirme con ella. Había dos malos precedentes en uno y otro sentido y no me sentía orgulloso de ninguno de los dos, consideraba que todos se debían haber resuelto de una manera más sencilla.
Las primeras caricias, las primeras palabras cariñosas, cuando se bajó del coche, fueron para el perro, de quien debía ganarse la confianza y que había corrido a su encuentro, no tanto para guardar la casa como en espera de alguna golosina o algo que llevarse a la boca, aunque en aquella ocasión Ana se presentaba con las manos vacías, no había previsto ese detalle, lo que por otro lado era lógico y aconsejable. El perro no la conocía y Ana no sabía con qué actitud la recibiría. Es decir, el perro se me adelantó porque me entretuve con la verja, aunque la responsabilidad última fuera de Ana porque se preocupó primero del coche antes que por un recibimiento digno por mi parte. La naturalidad de mi actitud contrastaba con la novedad del momento, se evitaba el trabajo de tener que dar explicaciones de su presencia allí antes de estar segura que tendría una buena acogida, en caso de yo asumido a mal su iniciativa o el planteamiento, aunque la sorpresa fuera relativa.
Pensé ponerle en la tesitura que ella me había puesto cuando nos encontramos en la puerta de su casa, pero no hubiera tenido ninguna lógica. Por suerte nuestra relación iba bien y no había discrepancias pendientes. Ana sabía a lo que se arriesgaba al presentarse allí. Si yo quería retenerla, debía tratarla como merecía, ya que mis comentarios jocosos y mis bromas no me habían reportado nada bueno. A ella, por el contrario, sus juegos le habían ayudado a confirmar que me tenía conquistado y que el único peligro que pendía sobre nosotros era la distancia, que en su ausencia otra ocupase mi corazón. Es decir, si la abandonaba yo perdía, ella no aceptaba infidelidades; Sin embargo, si era ella quien me abandonaba, lo consideraría una pérdida menor, porque me daría otra oportunidad, consideraba que siempre se podía rectificar. En todo caso, no merecía la pena pensar en rupturas y sí en fortalecer nuestra unidad, de ahí que me viera condicionado a medir mis palabras y actitud hacia ella, si no quería que se volviera en mi contra, aunque fuese bastante más benévolo y paciente en ese sentido, aceptaba de mejor grado sus sutilezas aunque no me agradasen.
Manuel: ¿Tú no debías estar rezando por los dos?- Le pregunté en todo recriminador y algo contrariado.- Creo que has equivocado el camino.
Ana: ¡Si te vas a poner tonto, me marcho!- Me respondió amenazante.- Te dije que iba a venir.- Me recordó.- Sólo ha habido un ligero cambio de planes.
Manuel: Pensaba ir a esperarte mañana, cuando llegase el autobús, si es que no te ibas directa a casa.- Le comenté.- No pude estar cuando salieron el viernes.
Ana: Al final yo tampoco he podido ir.- Alegó.- Hubo trabajo en la empresa.- Aclaró.- De todas maneras, hoy me he escapado.- Alegó con picardía.
Manuel: Debiste llamarme anoche.- Le recriminé.- Te hubiera esperado en casa y evitado que vinieras hasta aquí.
Ana: He preferido darte una sorpresa.- Me contestó.- Además, así puedo ver el chalé.- Se justificó.- Ahora me creo tus excusas.
Manuel: ¿Te ha costado encontrarlo?- Pregunté intrigado.- No creo haberte dado la dirección
Ana: Le pregunté a mis amigas y el resto ha sido pura intuición.- Me contestó.- He dejado que el corazón me trajera hasta ti.
Manuel: Si me hubieras llamado, habríamos venido juntos y organizado mejor la visita.- Reiteré.- Así me has pillado en blanco.
Ana: Ha sido esta mañana cuando me he decidido a venir.- Alegó.- Supuse que, si hubiera madrugado para venir, te habría pillado en el Autobús o camino de la estación.
Manuel: Llevo el móvil encendido.- Le contesté.- Aún no hace diez minutos que he vuelto del paseo con el perro. Si me hubieras llamado, me habría podido acercar hasta el cruce y esperado allí.
Ana: Vale, en eso puede que me precipitara.- Reconoció.- No se me ocurrió pensar que fueras a salir de paseo, pero ya te he dicho que esta mañana me ha dado por ahí y me he venido sin pensar.- Se justifica.- Necesitaba salir de casa.
Manuel: No pretendo criticarte. Tan solo que seguimos con los errores de siempre.- Le aclaré.- Ya me sentí bastante perdido en julio después de tres meses sin hablar contigo y me presenté en tu casa sin avisar.
Ana: Tal vez haya sido una tontería, pero quería verte.- Se justificó de nuevo.- Si no te hubiera encontrado aquí, te habría llamado.
Manuel: ¿Qué tal por casa?- Le pregunté cambiando de tema.- Supongo que tus padres lo van asumiendo; los míos están deseando conocerte.
Ana: Se equivocaron al juzgarte, pero, aunque tuvieran razón, la decisión es mía y con Carlos ya no hay nada que hacer.
Manuel: La verdad es que les entiendo.- Le dije en tono conciliador.- No iba con intención de presentarme en tu casa y no les causé una buena impresión.
Ana: Si tenemos el favor de mi padre lo demás carece de importancia.- Me respondió.- Si yo soy feliz, está todo dicho. Quien aún no te traga es mi madre, pero porque sigue creyendo que Carlos es mejor que ningún otro.
Manuel: Es decir, debo agradecerle a tu padre que hayas venido.- Le contesté con sarcasmo.- Ya se lo agradeceré cuando le vuelva a ver.
Tras estas primeras palabras no podía sentirme más optimista, desde la Pascua era la primera vez que los dos estábamos hablando claro, sin dobles intenciones, de manera que la convivencia de julio, aparte del incidente con sus padres, estaba siendo un buen punto de partida, superados los recelos anteriores y olvidados los juegos de la Pascua. Tal vez mi valoración fuera demasiado positiva por la emoción de la visita y el hecho de haberla organizado a título individual, sin estar condicionados por el Movimiento, lo cual suponía todo un avance en nuestra relación, un paso adelante en la cimentación de nuestro futuro en común, confiando en que no sucedería lo contrario. Era optimista porque sentía que ella estaba ilusionada con la visita y yo no lo estaba menos, aunque tuviera que hacerme a la idea, me mentalizase que no se trataba de un sueño y sobre todo me organizase las ideas para no cometer ninguna torpeza o, en todo caso, no repitiera las suyas ni hiciera nada que pudiera molestarla
Manuel: Termino aquí y nos vamos.- Le dije.
Ana: No hay prisa.- Me contestó.- He venido para estar contigo y mis amigas no están en la ciudad.- Alegó.
Manuel: Si aún viviéramos aquí, podríamos quedarnos, pero nos mudamos la semana pasada.
Ana: No he hecho planes.- Reconoció.- De modo que la decisión es tuya.
Manuel: Entonces, acabó en diez minutos y nos vamos.- Le propuse.- Si quieres, entra y date una vuelta por el chalé.- Le sugerí.- La próxima vez que vengas no tendrás esta tranquilidad e imagino que mis padres te invitarán a comer.
Ana: Tú, termina.- Me respondió con autoridad.- Ya veré lo que hago mientras te espero.- Se justificó.- Dejándote tranquilo, será la manera de no entretenerte.
Como era su primera visita al chalé tal vez fuera un tanto precipitado proponerle que se diera una vuelta sin que la acompañase, era un voto de confianza excesivo, pero consideré que necesitaría ir al servicio o que no querría sentirse agobiada por mi presencia, aquella me pareció la solución más lógica, aunque mi actitud fuera poco hospitalaria. En cualquier caso, había quedado claro que nos marcharíamos juntos, ante lo cual no había por qué preocuparse, cada cual aprovecharía el tiempo como mejor le pareciera, nos entretendríamos menos y se subsanaría el problema de su inesperada llegada. Yo ya me había organizado la mañana y mi planteamiento inicial se había visto alterado. De hecho, casi esperaba que me propusiera que nos quedásemos a pasar el día, pero tampoco quería presionarla. Ana debía tomar conciencia de las circunstancias en que me encontraba y amoldar sus planes a la realidad de mi vida. No quería sorprenderla como ella había hecho conmigo en su casa.
El perro se quedó sin caricias, pero Ana me tomó la palabra y se fue a dar una vuelta por el interior del chalé, aplazó la visita a la parcela para después, si había tiempo. Y no es que yo esperase que fuera a estar dentro y recorriera las distintas plantas. En realidad para ella resultaba una situación un tanto comprometida yendo sola. Supuse que se conformaría con un rápido vistazo al pasillo de cada planta y con localizar la puerta del cuarto de baño o aseo más próximo y accesible. El resto del chalé ya lo recorrería en próximas visitas con más calma y en mi compañía, para que le dijera cuál era mi dormitorio e incluso en cuál se instalaría ella, en caso de quedarse varios días; pero no era esa su intención en aquella primera visita ni por supuesto la mía, porque no había allí nadie en aquellas fechas. Sin embargo, no estaba de más planteárselo de cara al futuro, si teníamos en cuenta que ella venía de lejos y era la única forma de sacar provecho al viaje. Como éramos novios no era algo que se pudiera descartar y yo no lo hacía después de haber pasado una noche en su casa.
Tardó poco en subir a la planta principal y encontrar el aseo. Lo cual quedó patente cuando subió la persiana, preservando su intimidad para evitar tentaciones, se percató de que dicha ventana da a la fachada de delante, a la escalera exterior y cabía la posibilidad de que le gastase una broma y me asomara. Nuestra relación y mutua confianza le hacían obrar con prudencia, aunque, ante tal supuesto, no hubiera precedente, pero, aun así, era mejor que siguiera sin haberlo. Ella ya debía sentirse bastante intranquila, se encontraba en una casa extraña y no quería sufrir mis tonterías. Me tenía por un chico serio y responsable, pero poco mentalizado de cómo debía ser nuestra relación. Para mí todo era nuevo y era mejor que no fuera demasiado impulsivo. Ana me quería a pesar de esas torpezas, sin embargo, esto no significaba que me las consintiera. Había que buscar un punto intermedio y poner los dos algo de nuestra parte para lograrlo.
Aquel encierro se alargó más de lo esperado o al menos me ayudó a concienciarme de que, si no era una excusa para esconderse de mí, se lo tomaba con calma. En la Pascua o durante la convivencia no había sido un detalle en el que me hubiera detenido. Que ella necesitara ir al servicio era lógico e incluso que fuera en compañía de alguna amiga, en coherencia con el tópico por tener un sitio privado donde conversar sin la presencia de los chicos. Sin embargo, allí se encontraba sola, yo la esperaba fuera y el reloj avanzaba sin que diera señales de vida, aunque después de más de dos horas de viaje y de nervios, comprendía que necesitaba relajarse y buscara esos instantes de intimidad y tranquilidad. No es que a mí me alterase los nervios por la impaciencia, pero me sentía privado de su compañía después de sentirme dueño de toda su atención. Para mí fue una lección de humildad y paciencia, aunque tal vez no fuera esa su pretensión, sólo lo motivó la necesidad de hacer uso del aseo.
Cuando finalmente salió por la puerta del garaje, porque la del piso estaba cerrada, la expresión de su cara reflejaba que su tranquilidad, los nervios del viaje y de los primeros momentos habían quedado atrás. Se había descargado de preocupaciones. Haciendo una comparación no muy acertada, era la misma expresión del Sábado Santo, en la Pascua, cuando me confesó sus sentimientos, en vista de mi falta de iniciativa y a pesar de mis torpezas de aquella tarde. Como si hubiera llegado pesándole aún aquel desencuentro con sus padres y se hubiera dado cuenta que la vida seguía siendo maravillosa, la calma tras la tempestad, la confianza frente a las dudas. Como si hubiera venido esperando recibir una mala noticia y se hubiera encontrado con la más dichosa de las sonrisas. No es que le hubiera dado la vuelta a una situación adversa, pero de nuevo me parecía una chica dispuesta a comerse el mundo y no dejarse acobardar por los problemas, que deseaba disfrutar de mi compañía antes que mostrarse esquiva.
Ana: Tengo que comentarte algo.- Me dijo temerosa.- Es una de las razones de mi visita.
Manuel: Te he visto llena de vida, preciosa, pero acabas de romper el encanto.- Le contesté apenado.
Ana: Lo lamento.- Se disculpó.- La próxima vez prometo que mantendré la boca cerrada.
Manuel: Me sigues pareciendo igual de preciosa.- Le respondí para enmendarlo.- ¿Qué tienes que comentarme?- Le pregunté intrigado
Ana: La boda de Carlos es dentro de un mes y nos ha invitado.- Me dijo con toda seriedad.
Manuel: No sabía que lo suyo fuera tan en serio.- Reconocí.- En abril, según me diste a entender, quería volver contigo.
Ana: Aquello sólo fue un bache y la charla que mantuvimos en la charla fue por otro motivo.- Se justificó.- Quiso asegurarse que lo mío con él estaba definitivamente olvidado.- Me explicó.- Aunque no fuera oficial lo nuestro, por aquel entonces, tan solo quería estar contigo.
Manuel: Pues, si nos ha invitado, habrá que ir.- Le contesté con toda tranquilidad.- Pero la decisión es tuya.- Le aclaré.- Se trata de tu ex. Si no has terminado de superar aquella historia, quizá fuera mejor dejarlo.- Le recomendé.
Ana: Le he dicho que iríamos.- Me dijo.- Aún falta un mes y te aviso para que te organices ese fin de semana y no me des plantón.- Me aclaró.- Te puedes venir a dormir a casa.
Manuel: Ya veremos.- Le contesté no muy convencido.- Si ya le has dicho que iremos, intentaré organizarme.
Ana: Sé que es ponernos en un compromiso, pero quiero dar ese asunto por superado y Carlos ha invitado a todo el mundo.
Manuel: La decisión es tuya.- Le contesté.- Aún queda un mes y supongo que para entonces lo tendré más asimilado.- Le dije para justificarme.- La noticia me ha dejado de piedra.
En realidad la noticia de la boda de Carlos no me pillaba muy de sorpresa. La ruptura con Ana había sido hacía varios años y, en realidad, era Ana quien no había rehecho su vida sentimental y, por cómo llevaba todo aquel asunto, era comprensible que hubiera sido de las últimas en recibir la noticia y que se hubieran esperado hasta asegurarse que lo asumiría, cuando tuviera esa parte de su corazón ocupada de nuevo. Es decir, nuestra participación en la convivencia ratificaba ante los demás el hecho de que Ana ya tenía novio y habría superado su historia con Carlos. El compromiso, en todo caso, era para mí, que no quería un implicación en sus crisis pasadas porque ya me bastaba con las mías, casi podía asegurar que me inquietaba que Ana no lo olvidase del todo e insistiera en afianzar esa amistad, como si nuestra relación no fuera más relevante en su vida. Yo no pretendía enlazar hasta ese punto presente y pasado. Mi interés y sentimientos se centraban por completo en Ana, aunque no arrinconara totalmente mis recuerdos, pero eran sólo recuerdos.
El hecho de acudir juntos a la boda, como pareja, nos ayudaría a traer más normalidad a nuestra relación, compartiríamos algo más que las actividades del Movimiento, dado que, para llegar a conocernos, cada cual debía llevar al otro a su terreno, en nuestro caso con la desventaja de vivir en ciudades y ambientes distintos y, en cierto modo, distantes, aunque hubiera aspectos en común que habían favorecido que nos encontrásemos. Es decir, Ana había confirmado nuestra asistencia sin consultármelo primero, vio en ello la excusa perfecta para acercar posturas e implicar a sus padres. De hecho, consideraba que ante un aviso con un mes de antelación, no podía objetarle nada, aunque lo lógico hubiera sido que preguntase antes, dado que hasta entonces esas iniciativas individuales nos habían traído más problemas que ventajas, aunque al final el resultado hubiera sido favorable. En cualquier caso, era cuestión de mentalizarnos y no recaer en el mismo despiste siempre. Por suerte eran nuestros inicios y eso tenía disculpa, aunque no lo justificase.
Ana: Si te queda mucho que hacer, no me importa pasarme aquí el día.- Me dijo.
Manuel: Ya acabo.- Le contesté.- Me falta cerrar el agua.- Le aclaré.- Pero, si quieres que nos quedemos, no me importa. En el piso tampoco me espera nadie.
Ana: Me apetece un día de campo.- Reconoció.- Me paso el día encerrada en la oficina.
Manuel: Lo malo es que no hay comida.- Le avisé.- Mí madre ha dejado el congelador lleno, pero no creo que debamos coger nada.
Ana: El bar estaba abierto.- Me dijo.- Al menos, eso me ha parecido al pasar. Aunque me apetece comida casera.- Aclaró.- No me importa cocinar.
Manuel: Será mejor que nos vayamos al piso.- Le aconsejé.- De todas maneras, hemos de coger el coche.
Ana: Si no te importa compartir, he venido de casa preparada por si acaso.- Reconoció.- La costumbre de venir a los retiros.- Alegó.
Manuel: Sí prefieres que nos quedemos, a mí me da igual.- Le contesté.- Ya te he dicho lo que hay.
Ana: Marchémonos.- Me contestó resignada.- Pero que conste que me debes un día de campo.
Manuel: La próxima vez.- Le prometí.- Si vuelves en verano, hasta podremos darnos un baño en la piscina.
Ana: ¡Aún falta mucho para eso!- Me respondió con intención.- Lo del día de campo me lo apunto.
Un nuevo desacuerdo que ella no se tomó a mal, no pasaríamos el resto del día en el chalé porque no entraba dentro de mis planes, y ella lo aceptaba resignada, ya que se trataba de un plan improvisado, de un capricho por su parte. Sin embargo, con respecto a la cuestión del baño en la piscina no se mostró tan condescendiente, creyó entender mis intenciones con respecto a esa alusión; nuestro grado de confianza aún no había llegado a tanto. Y sólo en caso de que hubiéramos coincidido en algún campamento se lo hubiera planteado con menos recelo. Lo cierto era que nuestra vivencia en común se reducía a la Pascua y la convivencia de julio, aparte de haberme dejado pasar una noche en su casa, bajo la vigilancia de sus padres. La coincidencia en la piscina, aunque hubiera más gente, era un paso demasiado importante, por mucho que aún faltarán varios meses para que fuera posible. Ana no estaba dispuesta a poner sus miras tan lejos ni a que yo las pusiera tan cerca de ella. Mejor respetarnos y que no nos creásemos falsas expectativas, aunque ella entendiese de manera equivocada mis palabras.
Tomada la decisión, nos marchamos, no había nada más que discutir, aunque tal vez la idea no fuera totalmente de nuestro agrado, suponía una renuncia voluntaria a la tranquilidad, a intimidad que allí disfrutábamos. La verdad era que me sentía tan contrariado como ella, por lo que prefería atenerme a mis planteamientos iniciales. Con la diferencia de regresar al piso en coche y acompañado. Era menos comprometido hacerlo entonces, ya que, en caso de cruzarnos con algún vecino, nuestra llegada no llamaría tanto la atención. Desconocía qué pensaban de mí sus vecinos, pero prefería que la visita de Ana no fuera fuente de falsos rumores, más aún, si no estaban mis padres y ello podía dar la impresión que nos citábamos a escondidas. Por lo que a mí respectaba, no tenía nada que ocultar y prefería que aquel asunto se comentase con la misma indiferencia que el resto. Que mis vecinos se pusieran contra Ana no nos ayudaría cuando se presentase ante mis padres. Y no era por ser pesimistas ni criticar a nadie en ese aspecto
Nos coordinamos de tal manera que mientras yo me ocupaba de cerrar y me preocupaba que el perro no se saliera, costumbre ésta que supe manejar porque era lo habitual, Ana sacó el coche. Es decir, lo último que tuve que hacer antes cerrar y echar el candado a la verja, fue conseguir que el perro se volviera para dentro, para lo cual no fue difícil convencerle ante el hecho de que nos marchábamos en coche, aunque éste no le fuera conocido y que por instinto supiera que implicaba tener que quedarse encerrado en la parcela hasta el lunes cuando alguien volviera para regar y sacarle de paseo. Además de Ana, el perro habría agradecido que nos hubiéramos quedado más tiempo, pero mi atención no se podía repartir entre los dos y, en cierto modo, la toma de aquella decisión fue mi modo de darle a entender a Ana que en mi casa la situación la controlada yo, que también me sabía hacer respetar, aunque era consciente que ella era algo manipuladora en ese sentido.
Por cansancio, comodidad o confianzas, el caso fue que me dejó que me sentase al volante. No me dejó otra alternativa, aun tratándose de su coche. La llevaba a mi casa y era más fácil suponer que me conocería mejor el camino, aunque después de que ella hubiera llegado hasta el chalé, me atrevía a dudarlo. Me había demostrado ser una chica muy organizada y que no dejaba nada al azar, de modo que aquello no era la excepción, por lo cual prefirió no parecer muy dominante. El noviazgo se habría de vivir aprendiendo a compartir y su coche era de lo poco que hasta entonces se permitía poner a mi alcance, para lo único que no me reprimía, lo cual no era por mantener el tópico en ese sentido, al menos no me lo tomaba como tal, aunque esa situación no fuera nada fuera de lo normal, lo había visto en alguna otra pareja del Movimiento. Para mí era simplemente que Ana se dejaba querer y no se mostraba tan desconfiada. Era como la ocasión para encontrar un motivo de orgullo al verme a la altura de sus expectativas.