27 de septiembre de 2003, sábado
Me desperté a las ocho de la mañana con idea de no madrugar más de lo necesario y estar descansada para conducir hasta Toledo, en realidad iba a probar suerte y mi primer destino sería el chalet, antes de ir al piso o llamar para avisarle que me encontraba allí y pretendía que nos viésemos. No sabía nada de él desde nuestra última conversación, pero estaba tranquila porque sabía que aquella falta de comunicación no se debía a que estuviéramos enfadados, tan solo que no teníamos nada importante que decirnos. Él pensaba que yo mantenía mi intención de acudir al Encuentro y yo no quería que supiera de mi cambio de planes antes de tiempo. El anhelo de su cariño lo había compensado con las llamadas a mis amigas. Era la ventaja que tenía frente a él, que en mi ambiente él no tenía gente de tanta confianza.
La idea era que quienes fueran al Encuentro desde Toledo se habrían reunido el viernes por la mañana para salir todos juntos. Como me había dejado en la estacada, Manuel ya no sabía desde dónde habría salido ni con quién habría ido, porque hubo gente de mi grupo que se había apuntado. Por lo cual, si éste hubiera ido a despedir a la gente de Toledo, ya sabría que no estaba con éstos. Lo que tenía claro es que ni siquiera me había llamado para preguntarme o desearme buen viaje y que aprovechara el fin de semana, lo que hubiera sido todo un detalle, sin embargo, no se molestó. Quizá porque pensó que ello me agobiaría o porque tendría el móvil desconectado por eso de que me iba de oración, aunque siempre lo hubiera podido hacer el día antes o antes de que llegara al punto de encuentro. Lo cierto es que también podría haberle llamado para que se uniera a mi oración, pero, dado que al final no me había apuntado, aquello habría sido una pequeña mentira para ocultar mi visita sorpresa lo que no me pareció apropiado
El viaje desde mi casa, el lugar de la calle donde había aparcado el coche la última vez que lo había cogido, hasta la entrada de Toledo fue tan tranquilo como siempre, en torno a las dos horas más o menos. Según mis amigas, para llegar hasta el chalet era mejor que me orientase desde allí porque era fácil perderse, aunque no estuviera demasiado lejos, pero el hecho de que no se hubiera montado allí alguna que otra fiesta o reunión de gente del movimiento evidenciaba o que no era tan fácil llegar o que Manuel era un chico tan poco sociable como desde un principio me había parecido, quizá ambos extremos. En cualquier caso, según mis amigas y quienes les habían dado las indicaciones, el mejor punto de partida era la entrada de la ciudad. En caso de que me perdiera la última alternativa era que le llamase, dijera que estaba allí y me indicara con más claridad cómo llegar hasta él, porque sin duda no desaprovecharía la ocasión de que nos viéramos y por mi parte confiaba que me diera la oportunidad de saciar mi curiosidad al respecto. Ya que había llegado hasta allí no me quedaría con las ganas, se trataba del chalet de sus padres.
Que si la salida no sé cuántos de la autovía, que si llegaba hasta el pueblo me diera la vuelta porque me habría pasado; que si una vez estuviera en la vía de servicio no me metiera por la primera ni por la segunda salida porque aquellas urbanizaciones no eran; que si llegaba a un puente con cambio de sentido lo ignorase, salvo que hubiera llegado hasta el pueblo y pretendiera volver atrás; que me fijara en las distintas señales porque algunas hacían alusión a la urbanización y me indicarían el camino; que si me parecía que llegaba a otra urbanización, siguiera recto por la calle principal; que si llegaba al final de la urbanización y me encontraba una calle mal asfaltada o con muchos baches no me detuviera y siguiera por ésta; que si al final más que en la numeración de los chalet debía fiarme de los impulsos del corazón; que si esto y que si lo otro. Sobre todo que para llegar sin problemas me consiguiera un mapa actualizado de carreteras y antes de dejarme llevar por un exceso de confianza me asegurase que la urbanización aparecía indicada, porque tal y como me plantease la búsqueda me sería más o menos fácil llegar a mi destino.
Más o menos hacia el mediodía detuve el coche frente a la entrada del chalet, ya había visto la señal que indicaba que había encontrado la urbanización y en una de las columnas estaba el número del chalet que buscaba. En realidad sobre el detalle del número no estaba muy segura de haber acertado, pero por las indicaciones que mis amigas me habían dado aquel era el chalet. La parcela era grande, en comparación con los de las urbanizaciones prediseñadas y el aspecto del chalet no se parecía demasiado a los de los lados, lo que daba a entender que en algún momento los padres habían dispuesto del suficiente capital como para invertirlo en ese terreno y en la posterior construcción de la casa, aun en el supuesto de que lo hubieran conseguido de segunda mano. En cualquier caso, mi primera impresión era que allí habían invertido bastante tiempo y dinero. Además, desde la calle también se veía la piscina, lo que hasta cierto punto se consideraría un lujo caro. Mis padres, en cambio, habían reinvertido los beneficios de la gestoría en el propio negocio o en darnos una educación a los tres hijos. Al menos aquella era la prueba de que Manuel no era un muerto de hambre ni un cazafortunas, como me había insinuado mi madre al justificar sus recelos hacia éste.
La verja estaba cerrada, un perro grande se acercó ladrando y desde la calle se veía que la puerta del garaje estaba abierta, por lo cual mi primera deducción fue que habría alguien, que si no se trataba del chalet, sería el de algún vecino que me orientaría, en caso de que el chalet que buscaba estuviera por allí. Por lo cual, ante el hecho de que no había gente a la vista, con intención de hacerme notar, toqué varias veces el claxon con la esperanza de que se asomara alguien. Me hubiera gustado dar un par de voces, incluso acercarme un poco más a la verja en busca del timbre e incluso de sí disponía de portero automático, pero la actitud y los ladridos del perro resultaban un tanto amenazantes. Pensé que si aquel era el chalet de sus padres, mi primera reacción ante aquellos ladridos no sería muy diferente a la de Manuel cuando escuchó la voz de mi madre, con la diferencia de que yo me encontraba sola y desamparada, mientras que a él le habían dejado frente al portal mis amigos y yo entonces me encontraba a la vista. Sin embargo, aquella mañana mi coche era lo único que me era familiar ante la posibilidad de volver a subirme y emprender el viaje a Toledo en busca del piso.
Para mi tranquilidad y antes de que me diera tiempo a pensármelo mejor, Manuel apareció por uno de los laterales del chalé, vestía con ropa deportiva o, más bien, para trabajar en la parcela, ocupado de las plantas y del perro, con un aspecto distinto al que le había visto hasta entonces, más informal y descuidado. En realidad, lo que más destacó en aquellos primeros momentos fue su contrariedad por el hecho de que alguien hubiera interrumpido su tranquilidad y lo que hiciera en aquellos momentos. Sin duda alguna los latidos de mi corazón y aquellas primeras impresiones desde la distancia, a pesar de la actitud del perro, bastaron para que supiera que se trataba de él, aunque en el fondo más que encontrarle ocupado en cuestiones familiares, hubiera preferido sorprenderle en el trabajo, pero no había constancia de que lo hubiera encontrado en aquellos dos meses. En todo caso, si mi objetivo de aquella mañana era sorprenderle y verle en su estado más natural, sin duda lo había conseguido. A diferencia de mi madre, una vez que ya tenía la certeza de haberme reunido con el amor de mi vida, la presencia del perro no me resultaba tan amenazante. Mi suerte estaba en que no me debía inquietar por un hipotético encuentro con sus padres, porque ya sabía que no estaban.
En vez de correr hacia mí, con el entusiasmo y la alegría propios de aquel reencuentro, se lo tomó con calma, como si aquellos veinte metros fuesen como una maratón o no me hubiera reconocido, como si fuera tan habitual que una chica llamase a su puerta con el anhelo de su compañía y se lo tomara con cierta indiferencia. El perro mostraba más entusiasmo en sus ladridos para que me mantuviera alejada e incluso me fuera porque no me conocía y nadie le había dicho que fuera bienvenida, ya que Manuel ni tan siquiera se molestó en llamarle para que se tranquilizara y alejase de la verja, en previsión de que aquellos ladridos y aquella actitud me atemorizaran, incluso para que me pensara no entrar a riesgo de llevarme un mordisco porque Manuel no fuera capaz de hacerse cargo de la situación.
En cuanto estuvo lo bastante cerca como para que me oyera, le saludé y pregunté si le quedaba mucho para marcharse. Para mí no supondría mucho problema esperarle en la calle diez o quince minutos. Sin embargo, por su actitud entendí que la espera sería larga. Aquella verja cerrada me inspiraba más confianza que la posibilidad de que abriera y me permitiera entrar con el coche, dado que terreno no me faltaría. Le quise dar a entender que el perro no me inspiraba demasiada confianza en aquellos momentos. Sin embargo, no se lo pensó demasiado antes de abrir la verja, por lo que me metí en el coche por prudencia y ante el hecho de que me invitaba a pasar. Con la verja abierta el perro tampoco tardó en reaccionar y salió, pero en vez de dirigirse hacia el coche, se encaminó hacia el otro lado de la calle con intención de marcar su terreno, dicho de una manera fina. Me ignoró por completo, como si hubiera comprendido que ya había cumplido con su cometido y que Manuel se hacía cargo de la situación desde aquel momento. Lo cierto es que éste se preocupó más por abrirme la verja que por saludarme con un beso, tal vez porque me refugié en el coche huyendo del perro y no de su cariño.
No hizo falta que me lo dijera dos veces para que entrara con el coche y por el espejo retrovisor observé cómo el perro se venía detrás mientras que Manuel se ocupaba de cerrar, aunque no me quedó muy claro si era por evitar que el perro se saliera de nuevo o para que yo no me escapase. A diferencia de lo ocurrido en mi casa, no era tan fácil que me cogiera de la mano y tirase de mí. Allí estábamos solos y mi única vía de escape me la proporcionaba el coche, ante lo cual ponía el único obstáculo que tenía. Su suerte estaba en que me sentía atada a él más por lo mucho que le quería que por sus intentos por atraparme, de tal manera que, mientras no me diera motivos, me sería indiferente cómo estuviera la verja o qué tipo de muro delimitase la parcela, aún en el supuesto de que no lo hubiera, dado que no pensaba irme a ninguna parte.
Dado que la actitud del perro me pareció mucho más amistosa, que había cambiado sus amenazantes ladridos por una silenciosa curiosidad, expresada por su interés por olisquear el coche y esperar a que me bajase, preferí dejar a un lado la cautela y abrir la puerta, con intención de hacer tiempo hasta que Manuel acudiera a mi lado y me rescatase, en caso de que lo necesitara. Para mi sorpresa, aunque nunca he sido una chica muy temerosa con los perros, cuando hice el primer intento por acariciar a éste, se dejó, se mostró mucho más receptivo que Manuel, aunque frente a las intenciones y expectativas que uno y otro tuvieran conmigo, casi me daba más confianza el perro, por eso de que los hombres en ocasiones se confunden de cerebro y en su caso temía que su entusiasmo por el hecho de que yo fuera su novia le llevara a confiarse más de la cuenta. Le quería y aquel interés era mutuo, pero todo a su tiempo, dado que le amaba con el corazón y prefería esperar.
Se tomó con calma eso de venir a mi encuentro, como lo había hecho para salir a recibirme, como si pretendiera que fuera el perro quien me recibiera con todo el entusiasmo y después agradeciera su moderación. Terminó de cerrar la verja y se encaminó hacía mi coche como si estuviera de paseo y disfrutara de un paisaje que ya se conocía de memoria, donde la única novedad era mi presencia.
Manuel: ¿Tú no debías estar rezando por los dos? – Me preguntó en tono recriminador y algo contrariado. – Creo que has equivocado el camino.
Ana: ¡Si te vas a poner tonto, me marcho! – Le respondí amenazante. – Te dije que iba a venir. – Le recordé. – Sólo ha habido un ligero cambio de planes.
Manuel: Pensaba ir a esperarte mañana, cuando llegase el autobús, si es que no te ibas directa a casa. – Me comentó. – No pude estar cuando salieron el viernes.
Ana: Al final yo tampoco he podido ir. – Alegué. – Hubo trabajo en la empresa. – Aclaré. – De todas maneras, hoy me he escapado. – Alegué con picardía.
Manuel: Debiste llamarme anoche. – Me recriminó. – Te hubiera esperado en casa y evitado que vinieras hasta aquí.
Ana: He preferido darte una sorpresa. – Le contesté. – Además, así puedo ver el chalé. – Me justifiqué. – Ahora me creo tus excusas.
Manuel: ¿Te ha costado encontrarlo? – Me preguntó intrigado. – No creo haberte dado la dirección
Ana: Le pregunté a mis amigas y el resto ha sido pura intuición. – Le contesté. – He dejado que el corazón me trajera hasta ti.
Manuel: Si me hubieras llamado, habríamos venido juntos y organizado mejor la visita. – Reiteró. – Así me has pillado en blanco.
Ana: Ha sido esta mañana cuando me he decidido a venir. – Alegué. – Supuse que, si hubieras madrugado para venir, te habría pillado en el autobús o camino de la estación.
Manuel: Llevo el móvil encendido. – Me contestó. – Aún no hace diez minutos que he vuelto del paseo con el perro. Si me hubieras llamado, me habría acercado hasta el cruce y esperado allí.
Ana: Vale, en eso puede que me precipitara. – Reconocí. – No se me ocurrió pensar que fueras a salir de paseo, pero ya te he dicho que esta mañana me ha dado por ahí y me he venido sin pensar. – Me justifiqué. – Necesitaba salir de casa.
Manuel: No pretendo criticarte. Tan solo que seguimos con los errores de siempre. – Me aclaró. – Ya me sentí bastante perdido en julio después de tres meses sin hablar contigo y me presenté en tu casa sin avisar.
Ana: Tal vez haya sido una tontería, pero quería verte. – Me justifiqué de nuevo. – Si no te hubiera encontrado aquí, te habría llamado.
Manuel: ¿Qué tal por casa? – Me preguntó cambiando de tema. – Supongo que tus padres lo van asumiendo; los míos ya desean conocerte.
Ana: Se equivocaron al juzgarte, pero, aunque tuvieran razón, la decisión es mía y con Carlos ya no hay nada que hacer.
Manuel: La verdad es que les entiendo. – Me dijo en tono conciliador. – No iba con intención de presentarme en tu casa y no les causé una buena impresión.
Ana: Si tenemos el favor de mi padre, lo demás carece de importancia. – Le respondí. – ¡Si yo soy feliz, está todo dicho! Quien aún no te traga es mi madre, pero porque sigue creyendo que Carlos es mejor que ningún otro.
Manuel: Es decir, debo agradecerle a tu padre que hayas venido. – Me contestó con sarcasmo. – Ya se lo agradeceré cuando le vuelva a ver.
Nuestra primera conversación de pareja, sin tener que pedirnos perdón por nada y sin esperar las disculpas del otro. Las sensaciones eran bastante positivas, de manera particular porque no estábamos condicionados por terceras personas, que tal vez fuera lo que nos había cohibido hasta entonces, que cuando no había sido la gente del Movimiento, había sido por nuestros padres. Aquel era un momento de complicidad que nos reservábamos para nosotros. En cierto modo, era la confirmación que tanto uno como otro necesitábamos para sentirnos una pareja. Tal vez hubiera preferido una demostración de cariño antes que esa recriminación por haberme presentado sin previo aviso. Sin embargo, como siempre, prefería su naturalidad, aunque más que una actitud un tanto paternalista necesitara la complicidad de mi novio, que me hiciera sentir la mujer más importante de su vida y no como una chiquilla traviesa que se hubiera escapado de casa sin permiso. Mis padres tenían sobrado conocimiento de mis planes, porque de mis impresiones de aquel día dependería nuestro futuro y para mi tranquilidad, me sobraban las razones para sentirme optimista; el corazón me latía más enamorado que nunca.
Manuel: Termino aquí y nos vamos. – Me dijo.
Ana: No hay prisa. – Le contesté. – He venido para estar contigo y mis amigas no están en la ciudad. – Alegué.
Manuel: Si aún viviéramos aquí, podríamos quedarnos, pero nos mudamos la semana pasada.
Ana: No he hecho planes. – Reconocí. – De modo que la decisión es tuya.
Manuel: Entonces, acabó en diez minutos y nos vamos. – Me propuso. – Si quieres, entra y date una vuelta por el chalé. – Me sugirió. – La próxima vez que vengas no tendrás esta tranquilidad e imagino que mis padres te invitarán a comer.
Ana: Tú, termina. – Le respondí con autoridad. – Ya veré lo que hago mientras te espero. – Se justificó. – Dejándote tranquilo, será la manera de no entretenerte.
Supuse que asumía la importancia de su sugerencia, que de manera tácita era consciente de mi irreprimible curiosidad y concedía plena libertad para que la saciase, confiado en que me sabría comportar. En casa de mis padres, salvo porque había dormido una noche en la habitación de mi hermano, casi podía decirse que no había pasado del comedor y yo allí tenía la oportunidad de ir donde me apeteciera, sin que nadie me controlase, aunque no llevara intención de ser muy minuciosa en aquella incursión. Tal como me insinuó, esperaba que hubiera otras visitas en las que no estuviéramos tan solos, en las que se me invitase a quedarme a dormir, aunque, por prudencia, hubiera aludido tan solo a una comida familiar. Por mi parte a esa invitación le incluiría un baño en la piscina, cuando fuese época. Hasta cierto punto podía pensar que aquella mañana tenía la oportunidad de escoger dormitorio para esa siguiente visita, aunque no me convencía demasiado la expectativa de que mi elección se tuviera en cuenta llegado el momento. Allí no sería más que una invitada y, por lo que sabía, la familia era numerosa y alguno de los hermanos estaba casado, incluso tenía descendencia.
Tardé poco en decidirme, algo más que él, quien optó por seguir con lo que hacía antes de mi llegada. Era mi momento de descubrir un poco más sobre el gran amor de mi vida y su familia. Cuando hablé con mi madre sobre mis expectativas, ésta se había mostrado poco optimista. Lo del chalé lo intuía más como un adosado en una urbanización a las afueras del pueblo, un sitio para escaparse del bullicio de la ciudad y, en cierto modo, la evidencia de que sus primeras impresiones no iban muy desencaminadas, pero la realidad era que lo que más destacaba de aquel lugar era que se trataba de una urbanización alejada del pueblo, con parcelas individuales de unas dimensiones bastante aceptables. En aquella en particular mi madre hubiera encontrado espacio para tres o cuatro adosados de los que se imaginaba, por supuesto sin piscina y sin que el coche pasase de la entrada, mientras que en aquel había sitio para que rodease el chalé y aún sobraba terreno para que hubiera piscina y árboles, incluso una caseta para las herramientas y lo que me pareció en su momento debió ser un gallinero con un corral anexo.
Las expectativas de mi padre, bastante más optimistas, se aproximaban más a aquello, que, si la familia era numerosa, el chalé debía ser grande, aunque tampoco demasiado, aquel tenía dos plantas y buhardilla, no estaba hundido en la tierra. Sin embargo, mi primera impresión, cuando entré por el garaje, fue que allí no cabrían más de dos coches en paralelo y que la planta baja no estaba acondicionada para que fuera habitable, no es que fuera un espacio diáfano, porque tenía los muros sobre los que se asentaba todo el edificio y ello servía como distribución de las habitaciones. Fue algo que me sorprendió un poco y que confirmaba que aquel chalé no era el típico adosado con las distintas dependencias repartidas por las distintas plantas. Aquella planta estaba preparada para que fuera una vivienda completa cuando se decidieran a continuar con las obras. Por sus dimensiones me dio la impresión de que no era más pequeño que mi casa, más cuando yo compartía dormitorio con mi hermana, hasta su marcha, y allí hubiéramos tenido un dormitorio para cada una y quizá quedase alguno libre.
El aspecto de la planta superior era completamente distinto, aquello sí tenía aspecto de vivienda e incluso que se utilizaba como tal desde hacía bastantes años. Era fácil deducir que se trataba de la segunda vivienda, donde toda la familia pasaba el verano, e incluso imaginarse a Manuel cuando era niño y recorría aquel largo pasillo como si fuera una pista de carreras. Se intuía la preocupación de su madre para que todo el mundo anduviera con cuidado no se fueran a resbalar, chocaran, aparte de que se rompiera algo o se hicieran daño. De todo destacaba la amplitud, que como familia numerosa que eran todos necesitaban su espacio. Sin embargo, en contra de mis expectativas, ello tenía la lógica desventaja de que los dormitorios eran compartidos. No era difícil deducir cuál era el de los padres, por la cama de matrimonio. Incluso me pareció sencillo determinar el de sus hermanas, incluso el de alguno de los hermanos casados, pero la duda se me planteó con el de Manuel, evidencia de que tal vez aún no le conociera lo suficiente y que me tenía que presentar a la familia.
Preferí no seguir con mi excursión por el chalé cuando encontré el aseo que estaba junto a la puerta principal, la que deduje daría acceso a las escaleras que había visto por fuera, lo que por otro lado fue una manera de orientarme para saber dónde estaba, aunque tuviera localizadas las escaleras interiores. La persiana estaba bajada y tuve que subirla, me pareció mejor que encender la luz, aunque ello determinase mi situación, en caso de que Manuel estuviera pendiente de que diera alguna señal. Preferí no abrir la ventana ni asomarme. En aquellos momentos era mejor que se me concediera un tiempo de intimidad, sobre todo después de las dos horas de viaje en coche y del nerviosismo por el reencuentro, incluso por el susto provocado por la actitud del perro. Supuse que él no se molestaría si me tomaba aquellas confianzas, como si estuviera en mi casa, pero fue una necesidad justificada. Mi tiempo de reflexión.
A la pregunta de sí había encontrado lo que buscaba, mi respuesta era bastante optimista, incluso ante el hecho de que a mis padres también les causaría buena impresión, mejoraría la primera, aunque aún me quedase la duda sobre si habría un buen entendimiento y afinidad entre sus padres y los míos. Tampoco es que mi padre se caracterizase por ser un hombre de campo, sino, más bien, de negocios y es probable que las visitas a aquel chalé le aburrieran un poco pasadas las primeras horas. Sin embargo, a mi madre aquella sensación de hogar le encantaría, como el hecho de tener una casa tan amplia como para que mis hermanos y yo nos hubiéramos perdido y no nos oyera en toda la mañana o la tarde. Mi hermana aquí sentiría una cierta envidia por la amplitud y la expectativa de no tener un dormitorio para ella sola. Mi hermano, sobre todo, disfrutaría de la libertad del lugar, aunque ahora que ya vivía emancipado, vivían en la casa que su mujer y él se habían buscado, que tampoco está nada mal.
Para mí estaba claro que para mi futuro no me veía en una casa tan grande y que sí regresaba a aquel chalé sería de visita y por las reuniones familiares. Para mis planes y expectativas sobre mi vida, pensaba más en un piso, en la ciudad o como mucho un chalé adosado no demasiado grande. En realidad, una vez que Manuel se había implicado en mis proyectos cabía esperar que tratásemos el tema y nos pusiéramos de acuerdo. Sin embargo, aún era pronto para pensar en bodas a medio plazo. Desconocía sus planteamientos, pero prefería ser positiva con respecto a ese lógico e inevitable acuerdo. Me debía a mi trabajo en la gestoría, aunque no descartase que aumentásemos la familia, si mi salud no suponía un impedimento, por lo cual confiaba en que Manuel tuviera en cuenta todas las circunstancias y considerase que la vida en la ciudad sería lo más ventajoso para todos. De hecho, no pensaba mudarme al piso de al lado de mis padres, pero sí que éstos no vivieran demasiado lejos. Si me quería de verdad, habría de comprenderlo. Por supuesto, nuestra casa estaría siempre abierta a su familia y no habría objeción en que les devolviéramos la visita e incluso tomásemos la iniciativa, si el momento era favorable.
Cuando terminé en el aseo, preferí dejar la visita a al ático hasta una mejor ocasión, ya tenía una idea de cómo era el chalé. Me pareció más relevante que me reuniera con Manuel para que los dos disfrutáramos de la mutua compañía y me diera la oportunidad de justificarle el motivo de mi viaje, mi no asistencia al Encuentro y mi presencia allí, que no se debía a que le recriminase su falta de iniciativa o al constante anhelo de su presencia, sino, además, al compromiso que para mí suponía la asistencia a la boda de Carlos y que no esperaba que me diera plantón para ese fin de semana, que, en tal caso, tuviera una buena justificación y me la dijera a la cara. Quería ir a la boda acompañada por mi novio o me quedaba en casa, aunque la invitación a la boda fuera por ser miembro del grupo parroquial y no por el pasado compartido. Pretendía disfrutar de la velada como las demás y no ser el centro de atención ni de las que esperase a que alguien me sacara a bailar para que abandonase esa cara de aburrida. El remedio a mis frustraciones estaba en que Manuel acudiera conmigo y se comportase como el novio que era y no sólo como el que se le suponía.
Le encontré jugando con el perro delante de la puerta del garaje. Daba la impresión de que me esperaba, que ya había acabado con todas sus obligaciones y tan solo dependía de que yo diera señales de vida. Mejor que me esperase allí, que se hiciera el disimulado, antes que en el pasillo, donde la impresión resultaría más comprometida. Si se había percatado que había entrado en el aseo, no era muy lógico que subiera a buscarme, aunque, como tal nadie, se lo hubiera impedido. En mi casa al menos se sentía condicionado por la presencia de mis padres, pero allí me daba la sensación de que no había costumbre de que el perro pasara del garaje, mientras que Manuel se movía con total libertad por la parcela y el chalé.
Ana: Tengo que comentarte algo. – Le dije temerosa. – Es una de las razones de mi visita.
Manuel: Te he visto llena de vida, preciosa, pero acabas de romper el encanto. – Me contestó apenado.
Ana: Lo lamento. – Me disculpé. – La próxima vez prometo que mantendré la boca cerrada.
Manuel: Me sigues pareciendo igual de preciosa. – Me respondió para enmendarlo. – ¿Qué tienes que comentarme? – Me preguntó intrigado
Ana: La boda de Carlos es dentro de un mes y nos ha invitado. – Le dije con toda seriedad.
Manuel: No sabía que lo suyo fuera tan en serio. – Reconoció. – En abril, según me diste a entender, quería volver contigo.
Ana: Aquello sólo fue un bache. – Me justifiqué. – Quiso asegurarse que lo mío con él estaba definitivamente olvidado. – Le expliqué. – Aunque lo nuestro no fuera oficial, por aquel entonces, tan solo quería estar contigo.
Manuel: Pues, si nos ha invitado, habrá que ir. – Me contestó con toda tranquilidad. – Pero la decisión es tuya. – Me aclaró. – Se trata de tu ex. Si no has terminado de superar aquella historia, quizá fuera mejor dejarlo. – Me recomendó.
Ana: Le he dicho que iríamos. – Le dije. – Aún faltan tres semanas y te aviso para que te organices ese fin de semana y no me des plantón. – Le aclaré. – Te puedes venir a dormir a casa.
Manuel: Ya veremos. – Me contestó no muy convencido. – Si ya le has dicho que iremos, intentaré organizarme.
Ana: Sé que es ponernos en un compromiso, pero quiero dar ese asunto por superado y Carlos ha invitado a todo el mundo.
Manuel: La decisión es tuya. – Me contestó. – Aún quedan tres semanas y supongo que para entonces lo tendré más asimilado. – Me dijo para justificarse. – La noticia me ha dejado de piedra.
Me sorprendió y extrañó su actitud, que no se buscara ninguna excusa para librarse del compromiso. En cierto modo temí que fuera porque le faltase valor para llevarme la contraria e incluso que con tres semanas por delante aún tendría tiempo para justificar su no asistencia. En cualquier caso, por mi parte era mejor que no se lo pensara dos veces y entendiera la relevancia de ese acontecimiento en nuestra relación de pareja. No se trataba tan solo de la boda de Carlos, sino de algo mucho más trascendente para nosotros. Manuel volvería a mi casa con el beneplácito de mis padres; le presentaría a mis amigas como mi novio; asistiríamos a un acontecimiento social independiente de las actividades del Movimiento y en definitiva haríamos que nuestra relación de pareja fuese un poco más formal y oficial para que los demás nos considerasen como tal en un sentido más pleno y serio. ¡Cómo me fallara, seríamos los dos quienes causaríamos una mala impresión a todo el mundo!
Ana: Si te queda mucho que hacer, no me importa pasarme aquí el día. – Le dije.
Manuel: Ya acabo. – Me contestó. – Me falta cerrar la puerta. – Me aclaró. – Pero, si quieres que nos quedemos, no me importa. En el piso tampoco me espera nadie.
Ana: Me apetece un día de campo. – Reconocí. – Me paso el día encerrada en la oficina.
Manuel: Lo malo es que no hay comida. – Me avisó. – Mi madre ha dejado el congelador lleno, pero no creo que debamos coger nada.
Ana: El bar estaba abierto. – Le dije. – Al menos, eso me ha parecido al pasar. Aunque me apetece comida casera. – Aclaré. – No me importa cocinar.
Manuel: Será mejor que nos vayamos al piso. – Me aconsejó. – De todas maneras, hemos de coger el coche.
Ana: Si no te importa compartir, he venido de casa preparada por si acaso. – Reconocí. – La costumbre de venir a los retiros. – Alegué.
Manuel: Si prefieres que nos quedemos, a mí me da igual. – Me contestó. – Ya te he dicho lo que hay.
Ana: Marchémonos. – Le contesté resignada. – Pero que conste que me debes un día de campo.
Manuel: La próxima vez. – Me prometió. – Si vuelves en verano, hasta podremos darnos un baño en la piscina.
Ana: ¡Aún falta mucho para eso! – Le respondí con intención. – Lo del día de campo me lo apunto.
Me pareció que se mostraba demasiado entusiasmado con la expectativa de que nos bañásemos juntos en la piscina. Por la manera en que me lo dio a entender mi primer pensamiento fue que aún quedaba bastante antes de que llegásemos a ese grado de confianza el uno con el otro, por lo que implicaba y porque era mejor que nos lo planteásemos con calma. No es que la idea me escandalizase, no lo descartaba, porque era lógico que ese momento llegara, pero nuestras preocupaciones más inmediatas eran más pudorosas y prácticas, antes que interesarse en que nos viéramos en traje de baño. Comprendí que su comentario era sin maldad y no le di mayor importancia. No me había tomado tantas molestias para que discutiéramos por una tontería. Aquello era, más bien, una invitación para el verano siguiente, la evidencia de que para los dos nuestra relación tenía un futuro y por lo tanto había cabida para proyectos a largo plazo. Le había implicado en mis planes de vivienda y él confiaba en que compartiríamos las vacaciones.
Para no seguir con aquella conversación, que no era más que un intento por ponernos de acuerdo con respecto a nuestros planes para aquel día, mientras él se disponía a cerrar la puerta del garaje, yo me dirigí hacia el coche para ponerlo en marcha y sacarlo a la calle. Consciente de las circunstancias de Manuel, entendía que nos iríamos juntos. Si hubiera visto algún coche en el garaje o por la parcela, me habría surgido la duda. Sin embargo era evidente que había llegado hasta allí en autobús y que gracias a mi buena predisposición le evitaría el paseo hasta la parada de autobús y la espera. En cierto modo, gracias a mi visita, él veía alterados sus planes, salía beneficiado. De igual modo que desde un punto de vista un tanto egoísta, yo confiaba que su presencia e influencia en mi vida supusiera un cambio a mejor, aunque en tal caso fuera de una manera no tan evidente, porque lo cierto era que no me había llegado a sentir tan desamparada como él se encontraba allí, que necesitaba que alguien le acercara a su casa.
Cuando Manuel abrió la verja el primero que salió a la calle fue el perro, como había sucedido tras mi llegada, aunque no fuese con intención de escaparse, tan solo de examinar las proximidades mientras yo sacaba el coche, hasta que Manuel le ordenó que entrase para cerrar la verja y que no se quedase fuera, porque tardarían dos o tres días en regresar y ello implicaría un problema y mucha responsabilidad. Dentro de la parcela el perro tenía sus necesidades cubiertas, salvo la compañía, justo al contrario que en mi caso, que no conseguía nada si me quedaba y que al marcharme Manuel se vendría conmigo. De hecho, ante aquella situación, como había sucedido en mi casa, una vez que el coche estuvo fuera y considere que lo dejaba seguro, puse el freno de mano, apagué el motor y me pasé al asiento de al lado. Supuse que Manuel conocería mejor que yo el camino hasta su casa en la ciudad y que para mí sería mucho más cómodo que no me pusiera en esa tesitura, dado que como mucho sabía llegar hasta las distintas iglesias donde se habían celebrado los retiros el curso anterior y a casa de alguna de mis amigas. Para llegar hasta su casa lo más probable fuera que me perdiera.
En un primer momento él se mostró un tanto contrariado, hasta que cayó en la cuenta de que le dejaría conducir, por lo cual, en cuanto lo asumió se lo tomó con cierta normalidad. Sería la tercera vez que condujese mi coche y, hasta cierto punto, empezaba a ser una costumbre, pero de algún modo tenía que hacerle comprender que para ciertas cuestiones no dejaba de ser una chica tradicional, aparte que fuera por interés personal, porque había conducido desde mi casa y pensaba en lo que sería el no menos agotador regreso. El hecho de que Manuel condujese para mí era un descanso y la oportunidad para que me demostrase sus cualidades, que estaba a la altura de las circunstancias y con ello me diera argumentos para defender nuestra relación frente a los menos optimistas. Es más, con la excusa de la boda, él regresaría a mi casa y debía mostrarse más seguro para mejorar esa primera impresión no muy afortunada. Si se daba cuenta que contaba con mi apoyo, se mostraría más seguro de sí frente a mis padres.