Manuel. Silencio en tus labios ( 2-1)

Agosto 2003

Su primera carta me llegó a los pocos días, justificaba de manera más coherente su empeño por que pasara aquella tarde de domingo con ella y que la actitud de sus padres había estropeando al final. Quiso que me siguiera implicando en su vida. Teníamos mucho de qué hablar, al menos por su parte, durante el poco tiempo que disponíamos para estar juntos y tranquilos, era más importante que nos centrásemos en disfrutar del momento antes que tratar cuestiones más prácticas, ya que, como me decía en su carta, se tomaba nuestra relación tan en serio como la otra, pero confiaba en que nos entendiéramos para no acabar igual. Si ya me había enfrentado a sus padres, aunque sin demasiado éxito, me correspondía hacer méritos para que mejorase esa primera y poco afortunada impresión, que no pareciera que estábamos tan separados, a pesar de las distancias y, sobre todo, había que dejar claro que el interés era mutuo y no nos limitáramos sólo a las cartas o llamadas telefónicas. Lo cual, según ella, hubiera sido una relación sin consistencia.

Su vida no había comenzado el día que nos habíamos conocido, aunque se sintiera más viva cuando más se decidía a reconocer sus sentimientos. El caso era que de nuevo encontraba un motivo para esa alusión a los tres años que había durado la otra relación y lo difícil que le había sido aceptar esa ruptura, dado que ni ellos esperaban que acabaran rompiendo, de manera que lo habían planificado de cara al futuro, que si no se habían casado fue por no adelantar acontecimientos, pero llevaban esa idea; aunque, en vista del resultado, Ana se sentía aliviada por no haber sido tan imprudentes. Sin embargo, esa ruptura había dejado todos aquellos proyectos en el aire, algunos sin opción de continuidad y otros para los que se había abierto un paréntesis hasta que alguno de los dos encontrase con quien retomarlos, que era justo donde Ana me llevaba con aquella carta. Consideraba que yo era la persona con quien quería retomar aquellos proyectos, dado que como pareja teníamos futuro y negarlo sería un desmentido del presente que estábamos viviendo. No quería aquellas ilusiones se quedasen en nada, como castillos en el aire, una vez que ella creía haber encontrado a su príncipe azul.

Tenía una cuenta vivienda e intención de disponer de ese capital en no más de uno o dos años. No me especifico la cuantía, pero era fácil pensar que tendría cinco cifras, aparte de los decimales, una vez descontada la parte que le hubiera entregado a Carlos como segundo titular de la cuenta hasta el momento de su ruptura. Además, aparte de ser una demostración de su capacidad de ahorro o de sabia administración de sus bienes, sin duda alguna era la prueba de la generosidad paterna por haber tenido con ella la misma consideración que con su hermano. Con lo cual podía decirse que su proyecto de conseguir una vivienda era factible en la práctica, aunque evidentemente para ella sola suponía una inversión demasiado fuerte y necesitaba de mi colaboración, tanto en lo referente al entusiasmo de la idea como a la cuestión económica.

Si me comentó aquello no fue para ponerme los dientes largos ni para que se fomentase mi avaricia, no pretendía poner precio a mi interés por ella ni acentuar aún más las diferencias con su anterior relación, dado que no se trataba de decirme que estaba viviendo de las rentas del pasado, sino, más bien, esperaba que me implicase en aquello donde Carlos ya no participaba y ella continuaba invirtiendo de cara al futuro. Esperaba afianzar nuestros lazos, con la seguridad de que, si lo nuestro al final no llegaba a nada, ninguno se iría de vacío. Era una apuesta o inversión de futuro, si lo teníamos, lo que consiguiéramos reunir, sería para los dos por igual, porque como matrimonio ella no esperaba que hubiera diferencias entre nosotros, aunque considerase que todavía fuera pronto para nuestra boda, pero era una posibilidad lógica a medio plazo y precisamente quería que rentabilizase ese tiempo para no llegar a esa fecha con una mano delante, la otra detrás y mucho amor en el corazón.

Entre los dos debíamos ser capaces de ahorrar más de nueve mil euros anuales como mínimo, lo que no aportase yo, saldría de su bolsillo, aunque tendría siempre presente que el proyecto sería de los dos y que la diferencia entre la aportación de cada uno tendría su reflejo en el hipotético caso de que nuestra relación no llegara a tener futuro. Lo del reparto al cincuenta por ciento o eso de que “todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío” se quedaría para cuando estuviéramos casados, dado que ella esperaba que esa deuda se saldase con cariño, si no acabábamos en los tribunales.

Me lo pensé con calma durante varios días, hice mis cálculos, ya que no era una cuestión como para tomársela a broma por el riesgo que conllevaba, dado que Ana parecía muy segura de sus sentimientos, pero no olvidaba que ya había pasado por una ruptura, como una advertencia de que, en caso de encontrarnos en la misma situación, nos toparíamos con algún que otro problema, si nuestros lazos iban a más allá de lo meramente sentimental. Ella estaba dispuesta correr el riesgo y esperaba que yo estuviera a la altura de sus expectativas. Por cuánto valorase mi implicación era lo de menos. Sabía que no me pondría a su nivel, pero no era tanto la cuantía, la cifra en céntimos, como la intención. Nosotros no estábamos juntos por intereses económicos, pero mientras no hubiera boda y sí dos horas de coche entre nuestras casas, de algún modo debíamos atestiguar que compartíamos algo más que sentimientos. Nos estábamos labrando nuestro porvenir como matrimonio y aquella era la primera piedra a nuestra vida en común. Es decir, acepté su propuesta con limitaciones.

Su contestación fue telefónica en agradecimiento a ese voto de confianza y a mi aportación inicial a la cuenta vivienda; no le quitó mérito al hecho de que con ésta se costearían sólo los tornillos de las puertas, mientras que la suya serviría para la compra de los ladrillos. Pero, aunque mi capacidad económica no hubiera dado más que para la compra las pipas para la fiesta de inauguración, Ana se daba por satisfecha. La intención o el sentido era lo que de verdad valoraba. Era algo de los dos, cada uno desde sus circunstancias personales; si mi sueldo no daba para más, a ella no le importaba tener que vivir debajo de un puente en vez de en un palacio o en la suite de lujo de un hotel de cinco estrellas. Confiaba en que cuando llegase el día de nuestra boda en esa cuenta vivienda se hubiese juntado el suficiente capital como para que no resultara tan fácil determinar que parte correspondía a cada uno, porque la casa que nos compasemos sería para los dos por igual y de manera indivisible, aunque hubiera que pedir un crédito hipotecario a pagar durante el resto de nuestras vidas con tal de estar juntos bajo el mismo techo. La primera teja, al menos, ya estaría pagada.

Aquello empezó a tener efectos y consecuencias, dado que quedaba patente que aquella relación no era algo meramente platónico y que de igual modo que Ana me hacía partícipe de sus planes de futuro, no esperaba menos de mí, aunque me gustase más vivir el día a día o atado a mi pasado. Teníamos algo en común y esperaba que lo compartiésemos, aunque fuera desde la distancia y supiera que para mí todo aquello resultaría algo difícil de asimilar, pero quería leer cuanto escribiera y ser mi crítica más implacable. Es más, pretendía ser parte de ese mundo interior que yo viviera, aunque fuera la primera que reconocía que era una persona bastante reservada, pero, dado que para mí lo de escribir era un vicio irreprimible, al menos quería tener la oportunidad de protestar, si escribía algo malo respecto a ella, que la imagen idílica que yo plasmara evidenciara más sus virtudes que sus defectos y, ante todo, que no avivase de mala manera mi imaginación. Ella quería ser Ana y no una fantasía fruto de mi imaginación ni una fantasía machista de sí misma.

Como me advirtió por carta, para que entendiera bien sus palabras y me diera por aludido, para escribir mis historias me amparaba el derecho a la libertad de creación, expresión o al secreto de sumario, pero como llegase a sus manos una palabra, frase, párrafo o texto que considerase ofensivo contra su persona, esa página o paginas serían arrancadas, troceadas y tiradas a la basura para sacarlas de mi cabeza. Lo cual no era por censura ni por darme un motivo para que seleccionase al detalle lo que le permitiera leer, era simplemente una cuestión de coherencia. Si la quería, debía demostrárselo y no tratarla ni a ella ni al concepto que tuviera de su persona o nuestra relación como una fantasía, de manera, que aunque le echase toda la imaginación que quisiera, si me daba algún banquete, que no fuera a su costa, o al menos donde ella no fuera tan importante como yo; dado que en la vida real sabía comportarme y en mi imaginación, aunque me lanzase, que por lo menos respetase su dignidad y los principios sobre los que se fundamentaba nuestra relación, para que no fuera contando barbaridades por ahí.