Ana. Silencio en tus labios (2-1)

Agosto 2003

Dado que tras aquel fin de semana estaba dispuesta a que nuestra historia de amor poco a poco se afianzara y me había quedado con la sensación de que nos faltaba tiempo para hablar y tratar asuntos que nos afectaban a los dos, tardé poco tiempo en enviarle una carta. En aquella ocasión no fue mi reflexión sobre los acontecimientos de aquellos días, como había ocurrido tras la Pascua, porque había sido algo que los dos habíamos compartido y resultaba absurdo que me repitiera. Manuel ya sabía lo mucho que le quería y de las reticencias planteadas por mis padres a nuestra relación. La intención de aquella carta era la de comentarle mis planes de futuro, para que también se implicase o, en todo caso, me pusiera al corriente de los suyos y nos pusiéramos de acuerdo con la hora de escoger lo que fuera más conveniente para los dos en cada cuestión. Aunque no se trataba tanto de que nos habláramos sobre el número de hijos que pensábamos tener o la educación que les daríamos, dado que planteado con la frialdad de la carta, pensé que tal vez lo entendería en un sentido muy distinto al pretendido, a pesar de que fuera un tema que antes o después habríamos de tratar, confiados en que no habría discrepancias al respecto o que estás serían subsanables.

Le expliqué que tenía planes y proyectos que había iniciado durante mis años de relación con Carlos, que no había abandonado tras la ruptura y que espera retomar con él. Tampoco eran cuestiones distintas a las que le hubiera planteado cualquier otra chica en mis circunstancias, con estabilidad laboral y proyectos de tener una vida propia e independiente de los padres, dado que no era mi intención quedarme para siempre a vivir con éstos. Prefería seguir el ejemplo que mis hermanos habían tomado, en especial José, dado que lo de Marta me resultaba un tanto alocado e inoportuno. En cualquier caso, quise que Manuel entendiera que aquellos planes eran míos, que los compartía con él y que mi familia no estaba implicada de manera directa, aunque tuviera el respaldo de mis padres, porque, de otro modo, me lo hubiera planteado con un poco más de moderación.

La cuestión más importante que le recalqué fue lo referente a la cuenta vivienda, al hecho de que se me daba un plazo no superior a dos años para conseguir una o perdería todos los beneficios fiscales que ello me reportaba. En aquellos momentos tenía bastante dinero invertido, el suficiente como para que los dos nos lo tomásemos en serio, con la particularidad de que parte de ese capital se lo debía devolver a Carlos, dado que éste antes o después me lo reclamaría. Como le quise dejar claro, para que no se agobiara ante la expectativa de que tuviera que cubrir la parte que le fuera a dar a Carlos para saldar esa deuda, era suficiente con que aportara la cuantía que pudiera. Según mis cálculos y expectativas, necesitaba que la inversión media anual estuviera en torno a los nueve mil euros anuales desde la apertura de la cuenta hasta la fecha en que dispusiéramos de dicho capital. Lo que con mi sueldo resultaba factible, pero gracias a las aportaciones que hiciera Manuel sería menos dinero que tendría que destinar de mi sueldo y con lo que me sería más fácil saldar mis deudas con Carlos y mejorar mi capacidad de ahorro. La verdadera cuestión de fondo estaba en que cuánto más se implicase en mis proyectos, menos objeciones y argumentos tendrían mis padres para oponerse a nuestra relación, dado que éstos dudaban de sus capacidades, sin embargo, yo estaba segura de que no me defraudaría en esa cuestión, aunque tampoco esperaba que me sorprendiera.

En caso de que aceptase mi propuesta, asentaríamos nuestra relación sobre algo más palpable que nuestros sentimientos, sería un compromiso más formal y por supuesto pretendía que todo quedase aclarado antes de que se implicara más, para que no supusiera que, en caso de ruptura, él recibiera la mitad del capital invertido, sino lo que en proporción le correspondiera, dado que no era mi intención, ni esperaba que la suya, que aquel acuerdo se basara en una mera cuestión económica. Se lo ofrecía y proponía para que los dos compartiéramos un mismo sueño, que se sintiera parte de mi vida, como yo anhelaba serlo de la suya, por lo que no me importaba tanto su capacidad de ahorro ni lo que aportase a esa cuenta vivienda, sino el hecho de que lo hiciera con idea de que sería algo de los dos, tanto mío como suyo. Lo que hasta cierto punto era como empezar a planificar nuestro futuro, aunque en aquellos momentos aún nos pareciera que quedaba un poco lejos. Le aclaré ese punto porque tampoco esperaba que entendiera que en nuestra siguiente cita me hiciera una proposición de matrimonio, dado que aún ninguno de los dos estaba mentalizado para dar ese paso y antes debíamos conocernos mejor el uno al otro.

Su respuesta me llegó por carta a mediados de mes. Tal como esperaba, me decía que se lo había pensado con calma y  llegado a la conclusión de que no estaba en situación de hacer grandes aportaciones a esa cuenta vivienda, pero, que dentro de sus posibilidades, estaba de acuerdo en la idea de que aquel proyecto debía ser de los dos por pequeña que fuera su implicación, aunque sobre ese respecto ya le había advertido que para mí no tenía importancia, porque lo verdaderamente relevante era que, a pesar de las dos horas en coche que separaban nuestras ciudades, aquella sería la prueba de nuestro compromiso. En realidad, lo que eché de menos en su carta, en su respuesta, fue el hecho de que no hiciera la menor alusión a que también tuviera abierta una cuenta vivienda o se hubiera planificado de algún modo esa capacidad de ahorro de cara al futuro, como si hasta entonces no se hubiera planteado en serio el hecho de tener algo tangible que ofrecer a quien compartiera su vida con él, como si todo se lo hubiera planteado de una manera platónica, lo que de algún modo justificaba las opiniones poco favorables de mis padres, la idea de que no tenía nada que aportar a mi vida, por lo cual lo lógico es que me replantease nuestro futuro, lo que no pensaba hacer.

Tras leer su carta, preferí llamarle por teléfono, antes que mandarle otra carta que tardaría varios días en llegar hasta sus manos. El teléfono me resultaba más directo e inmediato, aparte de que sentía el anhelo de escuchar su voz y sentir su proximidad, ya que, tras su marcha, tampoco es que hubiera habido mucha comunicación entre los dos, como si me hubiera olvidado, aunque sabía y sentía que me tenía presente en sus oraciones, como él lo estaba en las mías. Le llamé porque de algún modo necesitaba recordarle nuestros buenos y mutuos propósitos de siempre y que los dos parecíamos haber olvidado porque no sabía nada de él desde que le había visto montarse en el autobús de regreso a Toledo. Hasta cierto punto fue una recriminación tácita, dado que, si a mí no se me hubiera ocurrido comentarle el asunto de la cuenta vivienda, casi daba la impresión de que no teníamos nada que decirnos, aunque estaba segura de que a su manera tenía mucho que compartir conmigo, pero no me daba la oportunidad de que fuese participe de ello.

En referencia al capital que aportase, le aclaré que me era indiferente que, en comparación conmigo, lo suyo tan solo sirviera para costear la compra de los tornillos de la puerta principal de nuestro futuro hogar, mientras que con mi dinero se pagarían los ladrillos, dado que al menos tendríamos una puerta. Lo importante es que sería nuestro hogar, de los dos. Me era indiferente si al final no reuníamos el dinero para comprarnos una vivienda de lujo y nos teníamos que conformar con vivir bajo un puente o bajo las estrellas. Lo relevante es que aportase lo que pudiera y que, cuando llegase el momento de comprar la vivienda, hubiéramos sido capaces de reunir tal cantidad de dinero que ninguno fuera capaz de determinar la cuantía aportada cada uno, lo que faltase se cubriría con la solicitud de una hipoteca a pagar durante los años que hicieran falta. Si por el contrario sobraba dinero, ya encontraríamos la manera de aprovecharlo.

Mi padre me advirtió que no esperaba que Manuel estuviera en condiciones ni dispuesto a hacer una gran inversión, por muy buena predisposición que tuviera. Sabíamos de su situación laboral, por lo cual su aportación inicial debía ser algo simbólica, salvo que contase con el respaldo de sus padres. Según el mío, si éstos eran tan sensatos como se les suponía de antemano, porque alguien debía plantearse nuestra relación con un mínimo de sentido común, porque nosotros no lo demostrábamos, encontrarían una y mil reticencias para no respaldar aquella locura. Mis circunstancias no eran las mismas que las de Manuel y mis padres tampoco me ayudaban tanto, al menos no más que a mis hermanos, por lo que de la cuenta vivienda era más una manera de justificar mis ahorros, antes que tenerlos guardados en el banco sin que me aportasen nada y con el riesgo de que tuviera un capricho tonto en un mal momento y dispusiera de ese dinero. El dinero de la cuenta vivienda era para comprarme una vivienda, para que tuviera un futuro y no me quedara en casa de mis padres para siempre.

En cierto modo, mi padre quiso que su beneplácito a mi relación con Manuel dependiera de la cuantía y procedencia del dinero. Si le convencía, tendría su aprobación para que me tomara aquella relación con la suficiente seriedad y me dejase de hacer el tonto, porque para mi padre no tenía otra calificación lo sucedido hasta entonces. Esperaba y pretendía que me pusiera sería con Manuel y consiguiera que éste empezara a estar a la altura de las expectativas, que, si tan segura estaba de que él era el hombre de mi vida, me lo demostrase con algo más que buenas intenciones, dado que no estábamos en edad de jugar a ser un par de adolescentes. Supuse que dado que mi padre ya tenía asumido que no pensaba rechazar mis sentimientos ni romper con aquella relación, fuera el día a día lo que pusiera a cada uno en su sitio. En cualquier caso, como le había asegurado a Manuel, una vez que teníamos ganado el favor de mi padre, nuestro porvenir se presentaría con mucho más optimismo.

Por lo que sabía de Manuel su mayor virtud o defecto estaba en su costumbre de escribir, de dejarse llevar por su imaginación, lo cual, hasta cierto punto, no era algo que a mí me desagradara, pero por los comentarios que había escuchado de alguna de mis amigas de Toledo, a los cuáles no sabía si dar tanta credibilidad como éstas habían pretendido, porque entonces aún no me había planteado muy en serio que Manuel y yo llegásemos a ser pareja, eran más mis quejas que mis halagos, Manuel acostumbraba a incluir en sus historias a gente real con los que de algún modo se sentía vinculado, lo que ya me podía dar por aludida y el hecho de que fuese su novia, me llevo a temer que esa imaginación resultase excesiva e inapropiada. Ante lo cual, si aquellos escritos alguna vez llegaban a malas manos, mi dignidad y orgullo quedarían por los suelos. El hecho de que invirtiera en mi cuenta vivienda, que compartiéramos algo, no le daba derecho a contar de mí lo primero que se le ocurriera.

En cuanto recibí la transferencia en el banco, le mandé una carta, llena de cariño, pero, por otro lado, seria, para que entendiera que se la escribía desde el corazón, como la chica más enamorada del mundo, en la que le dejaba claro que quería ser parte de su vida y de su mundo interior, como él estaba dispuesto a implicarse en mis proyectos de futuro, sin que las distancias supusieran un obstáculo insalvable. Quería conocerle y compartir cuánto escribiera, siempre que considerase que era apropiado para que yo lo leyera y diera mi opinión al respecto. Que estaba dispuesta a aceptar el hecho de que mi inclusión en sus novelas fuera la manera de demostrarme su amor incondicional, pero me quería sentir identificada con la imagen que diera de mí y no permitiría que esa imaginación se le fuera de las manos. Para él sería preferible considerar una pérdida de tiempo el escribir esas tonterías antes que plantearse la posibilidad de que ello provocase que perdiera mi cariño, lo cual confiaba en que no se tomase como una amenaza, sino como una prueba de mi cariño.

Tardó poco en responderme y por supuesto que se comprometió a respetarme, a no escribir ninguna tontería, porque, más que escribir, prefería compartir una vida real conmigo, de tal manera que no fuera necesario que aflorase su imaginación. Para ser sincera, su respuesta me la creí a medias, dado que no resultaba muy convincente que fuera a renunciar a su manera de ser por mucho que me quisiera, aparte que me había enamorado de él con todos sus defectos y virtudes. En contra de lo que la gente pensara, no pretendía que cambiara hasta el extremo de no reconocerle. Su cambio debía estar en el hecho de que se mentalizara que ya estaba comprometido conmigo, se olvidara de buscarse otros amores platónicos o pusiera en duda esa fidelidad que me procesaba y a la que correspondía. Tampoco es que me convirtiera en el freno de sus ocurrencias o en el alivio de las demás. Más bien, pretendía que nos entendiéramos, anhelaba esa complicidad entre los dos porque sabía que aspirábamos a lo mismo, cada cual desde sus circunstancias.