Recuperadas las llaves, mi prioridad antes de cerrar el coche y seguir los pasos de Manuel con la docilidad de un corderito o la confianza de una chica enamorada, tuve que sacar la mochila del maletero. Tal y como le había dicho antes, me había planeado aquel viaje casi como si se tratara de la asistencia a un retiro, con la diferencia de que, en aquella ocasión, no fuera con idea de pasarme el día en oración sino para disfrutar de la compañía del hombre de mi vida, aunque sin que éste se fuera a entusiasmar más de la cuenta ni se tomara demasiadas confianzas. Como observó mi mochila no era lo bastante grande ni abultaba tanto como para que le fuera a desmentir mis planes e intenciones para aquella tarde. No me quedaría por mucho que me insistiera, salvo que me viera obligada por las circunstancias, pero, aun así, confiaba en que no cambiaría mi suerte en el último momento. De hecho, si esperaba que aquella visita se repitiera casi debería tener más empeño que yo en que me marchara antes de que se hiciera tarde, en vez de hacer que me olvidara de la hora y por prudencia al final me replantease la posibilidad de quedarme.
Ana:¿Se puede saber qué estás mirando con esa cara? – Le pregunté intrigada. – Si esperabas que sacara del coche una maleta, creo que más vale que lo olvides. – Le aconsejé. – No he venido a quedarme. Me marchó esta tarde y depende de cómo me trates de que lo haga antes o después.
Manuel: Te miro a ti. – Me respondió. – Es cierto que esperaba que me hubieras engañado, pero no voy a insistir sobre ello. – Me aclaró. – Te voy conociendo y me temo que ya he aprendido a no hacerme ilusiones contigo en ningún sentido.
Ana: Creo que soy una caja de sorpresas. – Alegué en mi defensa. – Sin embargo, tu imaginación o tus tonterías me superan. – Reconocí. – Si tuvieras un mínimo de sentido común, sabrías que no me iba a quedar en tu casa. De quedarme en la ciudad sería en casa de alguna amiga.
Manuel: Ya lo sé. – Me contestó. – No quiero presionarte, pero yo sí he dormido en tu casa y se supone que es allí donde lo haré cada vez que vaya a verte.
Ana: Tú ponte en plan tonto y quizás no quiera volver a verte. – Le avisé con mi sutileza habitual.
Me miraba con cara de bobo, en cierto modo de desilusión, ante la confirmación de lo evidente, como si se hubiera creado una imagen muy distinta de mí y se hubiera chocado con la realidad. Entendía que mi visita le hubiera sorprendido e incluso impulsado a crearse falsas expectativas, pero desde el primer momento le había dejado claras mis intenciones y no entraba en mis planes mentirle al respecto. Es más, en cierto modo tenía en cuenta su inoportuno comentario de la convivencia y le daba la razón en el sentido de que nadie vería con muy buenos ojos que me quedara a pasar la noche. Bastante era que me hubiera presentado allí sola y por sorpresa. En cualquier caso, como le dije, si me hubiera planteado quedarme, antes me hubiera asegurado de que mis amigas no se quedaban al margen, hubiera recurrido a éstas para tener alojamiento para esa noche. Pero ante la evidencia de que ni mis amigas ni los padres de Manuel se encontraban en la ciudad tampoco había mucho más que pensar. Mi visita sería de un día, para volver a dormir a casa, a pesar de las dos horas de coche y de lo tarde que llegara.
De todos modos, para que Manuel no pensara que le consideraba el último mono en mi vida, que le quería tan solo por el interés o las apariencias, dado que por encima de cualquier suspicacia o duda al respecto estaba mi corazón enamorado y necesitado de su correspondencia, le hice entrega de la mochila para que fuera él quien la llevase, asumiera la responsabilidad. Tal vez aquello le hiciera pensar que me convertía en una novia un tanto aprovechada, que le manejaba a placer, sin que él se resistiera, pero tan solo le daba la ocasión de que me retuviera a su lado, ya que dónde fuera la mochila iría yo, como había sucedido con el coche, aunque me hubiera devuelto las llaves. Tan solo pretendía que fuera un poco más detallista y atento conmigo, que dejase a un lado esa actitud paternalista que no le favorecía en nada, dado que, para que me tratasen así, ya tenía a mi padre. En aquellos momentos buscaba y propiciaba la complicidad con mi novio, que me demostrase su preocupación por mí.
Mientras llevaba mi mochila colgada al hombro y nos encaminábamos hacia su casa, bordeábamos aquel edificio, se sacó el llavero del bolsillo, lo que entendí como algo premeditado, como me había visto hacer a mí cuando nos encontramos en el portal. En su caso debía ser la confirmación de que no habría nadie en el piso, no le contestarían en caso de que llamase al portero automático. La osadía o atrevimiento por mi parte estuvo en que no tardé en quitarle el llavero de las manos, un pequeño hurto sin resistencia por su parte, aunque se viera un tanto sorprendido por mi ocurrencia. Lo apropiado hubiera sido que le dejase que me llevara hasta su piso, que me tomara de la mano y tirase de mí, tal y como dos meses antes había hecho yo con él. Sin embargo, no iba mucho conmigo eso de ser tan dócil, prefería tomar el control de la situación. Si le había dejado las llaves de mi coche, lo justo era que me correspondiera y me dejase las llaves de su casa, que me permitiera abrir cuantas puertas nos encontrásemos a nuestro paso. Tal vez estuviera algo nerviosa y el hecho de tener algo entre las manos sirviera para que me relajara.
En mi bolso acostumbro a llevar varios llaveros, juegos de llaves, el de casa, el del coche, de la oficina, etc. Cada juego de llaves en un llavero y por separado para que no haya confusiones y, en caso de perder alguno, no quedarme sin poder entrar en ninguna parte, además que de ese modo siempre he pensado que es más fácil de manejar. Sin embargo, en su llavero había siete llaves y en el supuesto de tratarse de las llaves del piso temí que me encontraría con muchas cerraduras y que no sería tan fácil descubrir la llave que correspondería a cada cual. De hecho, me preocupó la expectativa de que en aquellos momentos me convertía en la persona más importante, ya que sin mí él se quedaba en la calle. Yo lo más que perdería sería la mochila con su contenido, pero aún conservaba mi bolso y me marcharía a casa sin mayor problema. Se me planteaba la posibilidad de que le hiciera chantaje emocional, aunque su suerte estaba en que me moría de curiosidad por ver su casa y no me consideraba tan mala como para dejarle allí desamparado, a pesar de que no muchos meses antes quizá no tuviera el ánimo para ser tan considerada.
Lo que provocó que reprimiera cualquier impulso o idea de ser un poco traviesa fue el hecho de que, cuando nos detuvimos delante del portal, me di cuenta de que estábamos a la vista de todo el mundo, habíamos dado la vuelta al edificio y donde antes tan solo había visto la parte de atrás de los bloques, allí tuve la sensación de que tenía la mirada de todos los vecinos puestas sobre nosotros, aparte de la gente que fuera por la calle. En cierto modo, me sentí tan desamparada como Manuel cuando le traté con aquella indiferencia en plena calle. Allí no teníamos el cobijo de los coches ni del tránsito de gente, porque estábamos solos, pero había un montón de ventanas desde las que se nos podían estar observando, aparte de las miradas de la calle, que sí parecía una de las principales avenidas de la ciudad, aunque tuviéramos un pequeño parque que se interponía entre la calle y el portal.
Acerté con la primera llave y la cerradura cedió con facilidad, por lo cual tan solo hubo que darle un pequeño empujón a la puerta para que se abriera. Dado que los buzones estaban allí mismo, no en un pasillo aparte, como en mi casa, fue irreprimible el impulso y la curiosidad por saber cuál era el suyo, en el que se habían depositado tanto las primeras cartas de advertencia para que se olvidase de mí como las últimas en las que le había confesado un amor incondicional y el deseo de que me correspondiera porque le entregaba mi corazón. En cierto modo, quise que se diera cuenta de la ilusión con que le había escrito mis últimas cartas y no menos la que ponía mientras esperaba su respuesta o cuando la encontraba en mi buzón. De algún modo, esperaba que compartiera aquella confidencia conmigo, pero, dado que era sábado y durante el fin de semana no había reparto, aquello no tenía demasiado sentido. Lo curioso habría sido que mi última carta hubiera llegado a la vez que yo, pero lo que le tenía que contar prefería que fuera en persona y sin opción a que me contestara con una negativa.
Si la primera llave era la del portal, por lógica la siguiente sería de la puerta de su casa. Ese supuesto y el ansia por llegar al piso fueron los que me animaron a acelerar el paso. Manuel no parecía muy interesado en retenerme en el portal y la expectativa de que nos cruzásemos con sus vecinos me atraía tanto o menos que a él. Además, me sabía la dirección de memoria y, en caso de duda, la identificación del buzón la había resuelto. El único problema era no equivocarme de puerta y confiar en que las indicaciones en ese sentido estuvieran claras. En mi casa, el indicativo de la planta se encontraba sobre la puerta del ascensor y la letra de cada piso sobre ésta. Supuse que allí sería lo mismo, de manera que tampoco hubo mucho que pensar y me fui directa a la planta y puerta correspondiente, mientras que Manuel se dedicaba a seguirme en silencio y con gesto de asombro por mi seguridad y de preocupación por la impresión que ello causaría en caso de cruzarnos con alguien.
En cuanto se abrió la puerta, saqué la llave de la cerradura y le devolví el llavero, como evidencia de que ya había cumplido con el objetivo que me había marcado. En cierto modo, fue para librarme de la responsabilidad, porque confiaba en que no se molestaría, si entraba en su piso sin que me hubiera invitado a pasar, aunque se sobreentendiera. La evidencia de que no había nadie en el piso fue lo que me ayudó a ganar confianza y dado que allí no había quien me impidiera el paso, entré sin más. En su primera visita a mi casa, él se había quedado en el comedor. Sin embargo, me tomé la misma libertad que me había dado para explorar el chalé. En cierto modo, entendía que después de su estancia en el campo, necesitaría tiempo para asearse y antes que quedarme en el comedor, sentada en uno de los sillones y cruzada de brazos, me atraía más la idea de seguir con mis indagaciones y descubrir un poco más de su vida privada y familiar.
Las diferencias entre el chalé y el piso eran evidentes. Allí no había tanta amplitud y hasta cierto punto era más fácil determinar quién ocupaba cada dormitorio. Sobre todo me llamó la atención la presencia de las literas en dos de los dormitorios, lo que de algún modo me confirmaba la idea de que eran muchos hermanos, aunque deduje que no todos vivieran allí en aquellas fechas. De hecho, no me sorprendió demasiado descubrir cuál era su dormitorio ni el hecho de que al mirar por la ventana, descubriera mi coche aparcado en la calle. En cualquier caso, el aspecto de aquel dormitorio no desentonaba en exceso con la personalidad o idea que tenía de cómo era Manuel tanto en privado como en su vida social. Lo peculiar del caso es que me alegró comprobar que también había padecido lo de tener que compartir dormitorio con uno de sus hermanos, por lo cual lo único relevante estaba en que en su caso aquel era un dormitorio de chicos y, por lo que me pareció deducir, su hermano ya se habría emancipado algunos años antes y ya tenía todo el dormitorio para sí. Si aquella mañana antes de irse al chalé hubiera previsto que tendría visita, tal vez se habría molestado en poner un poco más de orden y limpieza, pero era mejor sorprenderle.
Dado que habíamos ido al piso a comer y tras nuestra conversación me había ofrecido a ocuparme de la comida, tras aquella primera exploración por el piso, decidí irme a la cocina. En realidad, pensé que se sentiría un poco cohibido por la idea de saber que yo andorreaba por el piso y con ello le quitaba libertad para moverse por el piso. No me había explicado con mucho detalle cuál era su idea sobre el aseo de aquella mañana, pero entendía que de encontrarme en su situación no me atraería demasiado la idea de darme una ducha y que nos cruzásemos por el pasillo. La situación resultaría un tanto embarazosa, más cuando en mi caso acostumbraba a vestirme en el dormitorio. Prefería no tener ese tipo de encuentros con mi novio, en general con nadie, y suponía que a él le sucedería lo mismo. Aún era demasiado pronto para que nos diéramos ese tipo de confianzas.
Si aquella mañana le sorprendí cuando me presenté en la verja del chalé, en el piso la sorprendida fui yo cuando se abrió lo que había supuesto que sería la puerta de la despensa y apareció Manuel recién salido de la ducha, aunque, para mi tranquilidad, ya estaba debidamente vestido. Había localizado el cuarto de baño de aquel piso junto a los dormitorios y había supuesto que la cocina sería el lugar más adecuado para mí en aquellas circunstancias, sin plantearme el hecho de que en ésta hubiera un cuarto de aseo con ducha, aunque con la idea de que eran una familia numerosa me extrañaba un poco que tan solo hubiera un cuarto de baño y un aseo sin ducha. En realidad, entiendo que la sorpresa fue para los dos, porque él me sorprendió a mí con la comida a medio preparar, en unas condiciones muy diferentes a cómo me había visto hasta entonces, sin tener en cuenta las tareas domésticas de la pascua, pero allí estábamos en su casa, en un ambiente más hogareño e informal.
Mi intención, por no ensuciar más de lo necesario, era que comiéramos en la cocina, amplitud no nos faltaría. Sin embargo, insistió para que nos trasladásemos al comedor, con el argumento de que estaríamos mucho más cómodos. Hasta cierto punto entendí que la opción de la cocina no le resultaba muy convincente y dado, que se trataba de su casa y que yo era la invitada, esperaba darme la atención que como tal me merecía. De no haber sido porque él ya se había quedado una noche en mi casa, no habría pasado del comedor, como mucho por el aseo, por lo que no pretendía ser menos considerado conmigo y ofrecerme lo mejor que tenía. Desde la cocina, por la ventana, tan solo tendríamos el panorama de la calle de atrás, mientras que por las ventanas del comedor el paisaje era mucho más alegre, no nos provocaría la impresión de que nos escondíamos o hacíamos algo inapropiado por estar allí los dos solos. Además, habíamos ido allí a comer y a estar relajados por lo que la elección del sitio estaba fuera de toda discusión.
En el comedor, el mobiliario era más o menos típico de cualquier casa, con más o menos estilo, con una peculiar mezcla de muebles modernos y antiguos, según me justificó, por las mudanzas que había habido en la familia y las mejoras que a lo largo de los años se habían sucedido en aquel piso. Lo cierto era que los muebles que había visto en el comedor del chalé me habían parecido bastante más antiguos que aquellos, sin que hubiera tal mezcla, de ahí que no me hubiese llamado tanto la atención. Lo que de algún modo era la prueba que daba credibilidad a lo que me había contado cuando llegamos, aunque por mi parte aún no entendía demasiado bien eso de que la familia hubiera prosperado y, sin embargo, considerase que aquel era su barrio desde siempre. Me parecía un contrasentido, porque esa prosperidad debía haberles llevado a barrios mejores, e incluso a mudarse a otra ciudad, pero, por lo que me daba a entender, parecía como si se hubieran mudado y arrepentido en el último momento, por lo cual habían regresado al piso.
Más que conversación sobre el mobiliario, sobre su historia familiar, que en principio no parecía que tuviera mayor relevancia en comparación con la de mi familia y la influencia que había tenido la evolución de la gestoría, lo que me llamó la atención fueron las fotos que había repartidas por el comedor, de manera un tanto improvisada, como si se hubieran puesto para rellenar huecos y que no quedasen espacios vacíos. La primera deducción lógica es que quienes aparecían en aquellas fotografías eran sus hermanos y él, contaban la historia de la familia de los años previos e incluso había algunas que se remontaban a su infancia, por lo que se apreciaba cómo habían crecido y quiénes ya se habían casado por aquellas fechas. Para mi tranquilidad, no había ninguna fotografía en la que Manuel apareciera emparejado. Aquello confirmaba que tenía varios hermanos y hermanas, que a alguno me parecía haberlo visto en las fotografías de alguna de las actividades del Movimiento o porque me habían hablado de éstos. En cualquier caso, Manuel se permitió saciar mi curiosidad hasta donde consideró oportuno y prudente. De sus palabras entendí que eran una familia bastante unida, aunque cada cual tenía su vida, Eran algo así como mi hermana, pero sin que se hubiera perdido el contacto, aparte de que él no fuera el único que aún viviera allí.
Cuando terminamos de comer, y me insinuó que tal vez uno de sus hermanos o hermanas se presentaría por allí de un momento a otro, me costó poco convencerle para que nos fuésemos a dar un paseo, a pie, por la ciudad, por ese otro barrio donde, según él, estaba todo aquello que a ese le faltaba, aunque, como tuvo a bien aclararme, por allí también había algunos establecimientos comerciales y una entidad bancaria. Tenía interés en que me contase su vida con algo más que palabras, que me justificara eso de que su familia había prosperado, pero no se habían movido del barrio, más cuando aquella me parecía que era una zona de expansión de la ciudad, que, como la mayoría en los últimos veinte o treinta años, habría crecido. Mis padres siempre que lo habían considerado oportuno se habían trasladado a un barrio más moderno, aunque ya hacía más de diez años de la última mudanza y no se planteaba una próxima.