Despertar del domingo 20 de abril
Los chicos nos despertamos a las nueve, no tanto por cuestiones de horario o falta de sueño como por la tradición o costumbre de otras convivencias, debíamos rondar y despertar a las chicas. Era nuestro último día y después de todo lo que habíamos vivido, alguna licencia en ese sentido se nos permitía en ese espíritu de fraternidad. Era una continuación de la alegría nocturna o, más bien, la alegría pascual que aún nos embargaba. Era nuestro cuarto despertar allí y el hecho de marcharnos sin esa visita a su casa hubiera sido una torpeza, más aun sabiendo que no nos recibirían escoba en mano, sino dispuestas a permitirnos la entrada, siempre y cuando mantuviéramos la compostura, lo cual se daba por sentado. Lo más grave que nos recriminarían sería la hora en que las despertábamos, si íbamos un poco más tarde no habría tiempo para el desayuno sólo para la misa de Resurrección a las doce. Fuimos en actitud fraternal, asumíamos que ellas se lo esperaban y estarían convenientemente presentables.
“Éstas son las mañanitas que cantaba el rey David. Despierta, mi bien, despierta…”, Fue lo que las chicas nos oyeron mientras cantábamos con voces no muy afinadas por mucho que la guitarra sonara bien. Alguno había salido del saco sin tiempo para lavarse la cara, pero los ocho íbamos ya vestidos. Lo cual iba a desentonar un poco con el panorama que esperábamos en la casa de las chicas, porque el recibimiento en la salida a la calle en pijama no nos pareció muy prudente. Ellas no tuvieron que salir, bastaba con que nos abrieran la puerta y dejaran entrar, dado que ese era el objetivo de aquel despertar; queríamos darles los buenos días y marcharnos para que se asearan y acudieran al rezo de laúdes o directamente al desayuno, dependiendo de la pereza que tuvieran aquella mañana, ya que, de hecho, entre los chicos ya se contaba con que alguno, después de aquello, se volvería a meter en el saco; se caía de sueño y no le importaba el desayuno, aunque de la asistencia a misa no se pudiera escaquear, por no quedar mal ante el resto.
Se nos permitió el acceso a la casa, no así a los dormitorios, dado que no sólo encontramos a más de una aún dormida, sino que, además, consideraban que tampoco estaban muy presentables para que las viéramos, aunque no evitaran que nos asomásemos para que, quienes aún no se habían levantado, supieran que los chicos estábamos allí. Llevamos esa fraternidad a un plano más familiar, de manera que tanto ellas como nosotros nos sintiéramos como en nuestra casa y entendiésemos algo mejor eso de llamarnos “hermanos” unos a otros, aunque el concepto de maternidad o paternidad del que se derivaba fuera distinto por el sentido a nivel sentimental que había en sí mismo. Dentro de eso, a nivel personal, cada cual tenía sus sentimientos, siempre que lo uno no fuera en contradicción con lo otro, desde el punto de vista en que el novio o la novia también es un hermano en la fe y merece la misma consideración que aquellos con quienes no estábamos emparejados. No era darle a unos más ni quitarle a otros menos.
Ana fue una de las que aún estaba metida en el saco y a la que contemplé desde la puerta de la habitación, lo que, en todo caso, para mí suponía una novedad encontrarla tan natural una mañana en la que aún no tenía claro si lo sucedido durante la noche había sido en serio o la llegada de Carlos había alterado sus planes y sentimientos. Éste no había aludido a ello ni yo le había preguntado al respecto por no dar trascendencia a algo que quizá se hubiera desvanecido en la noche. Aquella naturalidad me encantó, impulsado por la esperanza de que lo nuestro siguiera siendo una realidad, que hubiera que dar a conocer a los demás porque me negaba a ver algo negativo en ello, cuando ante mí, ante los dos, se presentaba un futuro prometedor. Pensar que se estaba burlando de mí no me parecía viable y menos en una noche como aquella y después de lo sucedido a lo largo de la tarde. De modo que aquel panorama, su indefensión y naturalidad para mí fueron como la evidencia de la sinceridad en su corazón, en sus palabras.
El gesto de su cara para mí fue de lo más evidente. Ella tomaba plena conciencia de la relevancia de aquella situación y, en cierto modo, se sintió avergonzada, invadida en su intimidad; se me daba la oportunidad de verla en pijama antes de haber escuchado una respuesta a sus palabras de amor. Mis besos de aquella noche no tenían ningún valor, si no iban a acompañados de una declaración sincera que ella aún no había escuchado. Además, Carlos estaba allí, posiblemente ella se sintiera obligada a darme una explicación, a aclarar mis dudas, para que mi confesión de amor fuera tan libre y sincera como la suya. No era el momento más idóneo para que la viera en pijama, si ella no había descubierto las intimidades de mi corazón, pero me había presentado allí con los demás, no únicamente por verla, aunque sin duda esa fuera mi principal razón, confiaba en que aquella mañana no me evitaría, agradecería que tuviera ese detalle con ella.
Fue Carlos, quien se aprovechó que estábamos allí, sin que nadie le preguntase, confesó con cierta jocosidad que su intención había sido reanudar su relación con Ana, pero ésta le había dejado claro que entre ellos no había nada porque ya estaba con otro chico, sin mencionar su nombre. Con aquel comentario descartó cualquier especulación con respecto a lo que hubiera entre ellos dos para que nadie se llevara a engaño ni pensara que eran pareja otra vez. Su ruptura ya era definitiva, aunque como tal tampoco fuera ningún secreto. Él ya había estado saliendo con otra en los meses previos, aunque no hubiera ido muy en serio y pretendiera volver atrás como si nada, era un error. Carlos no era un mal chico y una rectificación a tiempo hubiera tenido futuro en su relación con Ana, pero no se habían entendido y ella se había cansado de ese juego, por lo cual había tomado el camino y la postura más firme. No sólo rompía con él, sino que anulaba cualquier posible reconciliación porque había encontrado quien la entendiese y correspondiera a sus sentimientos y expectativas, quien la respetase.
Si la Resurrección, por sí sola, ya era la noticia del día, aquella aclaración fue lo más destacable y relevante del momento. Carlos seguía siendo el exnovio y en el corazón de Ana había otro chico, lo cual confirmaba los rumores del retiro de febrero y lo poco o mucho que se hubiera comentado sobre el tema entre sus amistades de la parroquia, Movimiento y vida cotidiana, y que, sin embargo, aquella mañana me dio la impresión dejó boquiabiertos a casi todos los presentes. De manera que comprendía la discreción con la que había llevado el asunto, dado que, si Carlos hacía aquella confidencia era señal de que hasta el último momento se había creído con posibilidades y, por consiguiente, desconocía ese detalle. Es decir, así me enteraba de cómo Ana guardaba un secreto y tenía engañado a todo el mundo de la manera más sutil; afortunadamente, sin que ello se considerase una tragedia para nadie, en vista de cómo lo aceptaba Carlos, lo cual le honraba y daba todo el sentido a lo que Ana sentía, que no era por los celos de nadie.
Como la curiosidad mató al gato y era una indiscreción que una chica se sometiera a un interrogatorio cuando aún no se había levantado ni aunque lo hubiera hecho, para que les desvelara el nombre de su amado a las demás; a los chicos se nos echó a la calle sin miramientos. Salvo Ana y yo, ninguno se planteó que el afortunado se encontrara entre los presentes. En cualquier caso, se presuponía que no sería yo y, en consecuencia, era mejor mantenerme alejado, no fuera a reaccionar de malas maneras llevado por los celos y mis falsas ilusiones. Sin embargo, aunque así hubiera sido, me habría controlado. Aceptaba las calabazas y las derrotas, aunque no fuera una situación fácil de superar porque me hubiera dejado en blanco, sin castillos en el aire, sin horizonte hacia el que dirigir mi futuro sentimental.
Se puso en práctica el dicho: “Los últimos serán los primeros”. El último en la supuesta lista de pretendientes de Ana sería al primero a quien descartaban como chico afortunado, porque según todos, y no sin razón, a mí me sobraban méritos para que se me echase a los leones para alegría de Ana. No sería sólo uno menos, sino la confirmación de que por fin ella se quedaba tranquila, dado que por todos era sabido que ella había reiterado que no me quería ni en pintura y que, si me aguantaba, era por sus ansias de santidad a base de paciencia y con el alivio de que sólo nos veíamos unos pocos días al año. De hecho, en aquella Pascua, habíamos superado las estadísticas, cuatro días juntos. Mientras que en los retiros apenas habían sido unas horas soportadas con más resignación que paciencia, al menos hasta donde ellos entendían que había sido su actitud.
En lo escondido Perfume para olerte de lejos, bombones para ser tu dulzura, pero sin llegar a marcar tu vida, flores para ponerme en tu pelo, para acercarme a tu nariz y una foto bajo la almohada, para no molestar en tus sueños. Soy yo quien me quiero dar, quien quiere estar en tu collar, escondido como todos los demás, para que tú sepas que yo he sido, el que hoy te ha querido más, porque otro te pone en la calle y sólo a mí me haces callar.