Manuel, Silencio en tus labios (1)*4

Domingo, 20 de abril de 2003

Concluida la Vigilia la gente del pueblo salió a la plaza, la celebración litúrgica había terminado, sin embargo, los dieciocho miembros del grupo nos quedamos sentados, cada uno donde estaba, sin poder esconderse entre la multitud, a pesar de no estar demasiado dispersos ni distantes unos de otros, habíamos querido vivir juntos la ceremonia. Parecía como si se nos hubiera pegado el culo al asiento o esperásemos a ver quién era el primero en levantarse, sin que nadie tomara la iniciativa. Irradiábamos felicidad y un deseo no reprimido de dar gracias con nuestra oración personal por lo que habíamos vivido, como si ya no importara tanto el chocolate con churros o la idea de tener una velada fraternal en el comedor hasta que el cansancio nos venciera. Los dieciocho parecíamos tener la fiesta montada allí mismo. Más alegría y felicidad no podíamos haber encontrado aquella noche ni por pensar que no íbamos a sentirnos tan dichosos ni el día de nuestra boda. Nuestra vocación estaba clara. Aunque evidentemente era verdad que el paseo de regreso al pueblo no había servido para formar parejas sentimentales, las que había eran de antes, pero era el día para que cada uno se encontrase a sí mismo.

Si oráis 
Cuando oréis escondeos,
que no suenen las palabras,
que nadie escuche la oración,
cuando oréis meteos dentro,
escondeos en vuestro corazón,
nadie os ha de sentir orando,
porque la oración es sólo con Dios.
Si oráis hacedlo en silencio,
que ni las piedras se enteren,
porque si alguien ha de enterarse,
ha de ser la roca, el Hijo de Dios.
Si oráis rezad desde dentro,
rezad como latidos del corazón 

La primera que salió a la calle fue Ana, después de casi una hora de silenciosa oración. Se fue sin decirle nada a nadie y pasó inadvertida. Parecía que ya había dado bastantes gracias por todo o que sencillamente se hubiera cansado de estar en el banco, e incluso habría quien pensara que, a pesar de la Vigilia, había algo que todavía le inquietaba y que no compartía con el resto, prefería llevárselo a otra parte. La Vigilia llenaba de felicidad, pero no provocaba amnesia selectiva ni, en su caso, cambiaba de manera tan drástica los sentimientos del corazón; en todo caso, animaba a la reflexión. Aunque ciertas cuestiones se quedasen a medias, daba la suficiente fuerza interior como para enfrentarse a los problemas y cruces que cada uno llevara encima. Es decir, salió a la calle porque dentro de la iglesia se sentía amordazada y necesitaba encontrar un sitio donde resolver cierto asunto personal que consideraba inaplazable por más tiempo.

Ni un instante 
Ni un instante de mi vida borrar
ni un segundo de tanto pecado,
no quieres Tú quitarme nada,
no quieres curarme la herida,
no dejas que se siente aquí otro,
ni cambiar mi cara del espejo.
Tú eres un sí completo, pero nada,
Tú eres afirmación, pero aceptas,
no consientes que me robe el mundo,
que mi herida quede olvidada.
Quieres mi herida para curarla,
pero dejas cicatrices en mis manos,
como herida queda en el costado,
atravesado por perdonar mi pecado.

Cuando salí fuera me encontré con que Ana no estaba en la plaza, lo cual me preocupó, dado que no me pareció que aquello tuviera mucho sentido. No podía seguir con aquella actitud previa a la Vigilia como si nada hubiera cambiado en su corazón, ya no sólo por mí, sino también por los demás. Yo había aceptado mis errores, pero no entendía que ella mantuviera ese comportamiento, ese juego conmigo cuando los demás ya se estaban percatando de que sucedía algo. Su discreción empezaba a no serlo. Ella misma se convertía en el centro de atención de todo el mundo, con sus susurros en mi oído o sus desapariciones injustificadas. Yo sabía lo que le pasaba, pero los demás estaban confundidos y les estaba estropeando la noche. Ya que, si se hablaba de unidad, no se entendía que ella se alejase del grupo o actuase como si todo le fuera indiferente cuando en realidad no era así. Admitía que quizá yo me mereciera aquel trato, pero no que los demás se vieran afectados por esa venganza fría.

Quienes no sabían nada y les preocupaba preguntaron primero a sus amigas, a las que todavía seguían allí, sin que éstas estuvieran demasiado enteradas del tema y como último recurso recurrieron a mí como persona más enterada. Suponían que Ana me habría dicho algo porque la habían visto hablando conmigo. Por lo que a mí respectaba, aquello no era grave ni había razón para que se preocuparan. Ana estaba bien en todos los sentidos, tan solo se comportaba así por motivos personales que no tenían que inquietar a nadie más. Tampoco quise entrar en detalles, dado que ni yo mismo era capaz de explicarme aquel comportamiento después de lo que me había dicho. De hecho, esperaba que tras la Vigilia hubiéramos hablado con calma, si los demás nos daban un poco de tranquilidad. Sin embargo, nuestros planes no coincidían, aunque eso contradijese lo que ella misma me había dicho y reiterado para que me quedara claro. En todo caso, ella no estaba presente y no consideré oportuno hacer públicas esas palabras e intenciones.

Me encontré con ella en el comedor y allí descubrí la causa de su desaparición. Ella y dos de sus amigas se habían ocupado de la preparación del chocolate caliente para todos. En realidad a ella no le hubiera correspondido esa responsabilidad, pero se había apuntado voluntariamente, no tanto por estar un rato a solas con sus amigas o por hacer algo por los demás, como por evitar encontrarse conmigo en la puerta de la iglesia. Era mejor hablar de ciertas cuestiones en frío o, en todo caso, acompañados de una taza de chocolate caliente y en unas circunstancias algo más apropiadas que la plaza principal del pueblo. Si teníamos que hablar, era mejor que nos sentásemos sin llamar demasiado la atención. Yo ya sabía lo que ella quería decirme, de manera que no habría sorpresas ni motivos para alterarse. Ninguno de los dos se pondría en evidencia delante de los demás, como yo había estado haciendo aquellos días de la manera más estúpida o ella aquella noche mientras me dejaba claro que aquella situación era insostenible: nos estábamos haciendo daño sin pretenderlo y ella no lo aguantaba más.

Para que no me despistase, me recibió en la puerta y, antes de que dijese nada, me felicitó la Pascua, lo propio de aquella noche, me dio dos besos. Se había pasado toda la tarde con cara sería y en actitud distante, por lo que en aquellos momentos su sonrisa y su cordialidad resultaban más coherentes con lo que había entendido de sus palabras e indirectas. Le había hecho sufrir durante varios días y ella se conformaba con unas horas para estar segura de lo que pretendía y que a los demás les sorprendería tanto como a mí; aunque tal vez en aquellos momentos todavía no fuera prudente una confesión pública sobre lo que me había susurrado al oído. Sin embargo, le miré a los ojos y fue como si me insistiera sobre ello, como si esperase una contestación por mi parte. Del “Te quiero, tonto. Luego hablamos” pasaba a:”Te quiero, tonto. ¿Tú qué me dices?”. Yo era su media naranja, al menos me había comido la mitad que ella me había dejado durante la cena y en aquellos momentos quería una confirmación, si aquello tenía algún sentido o simplemente estaba jugando con sus sentimientos y persiguiendo una obsesión.

Como estábamos allí, en la celebración de la Pascua, con los del grupo, y no para romanticismos, le contesté de manera que me entendiera y no resultase demasiado llamativo. Le di otros dos besos, uno de disculpa, si le había fastidiado un poco la Pascua y el otro de gratitud porque, a pesar de todo, quería que ese fuera el inicio de nuestra relación, aunque sus motivos para obrar así se debían a que quería evitar malentendidos, en vista de que yo no me lo estaba planteando totalmente en serio. Como no me atrevía a decirle nada ante el temor un nuevo rechazo, ella misma era quien me allanaba el camino porque, de lo contrario, la daba por pérdida cuando, en realidad, estaba enamorada de mí y padecía en silencio aquella tortura, dado que, si a mí me molestaba escuchar de sus labios que no éramos novios, a ella no le sentaba mejor oírmelo decir a mí cuando estaba claro que buscaba su compañía y, después de todo, conmigo no se sentía tan mal.

No hablamos nada porque hubo gente que quería felicitarle la Pascua e ignoraba sus sentimientos, de modo que, con la interrupción, creían ser sus salvadores cuando se trataba justo de lo contrario. En cualquier caso, tuvimos que aguantarnos porque no era momento para romanticismos, sino de vida en fraternidad y en el fondo la intención de los demás era buena. Ana llevaba desde la media tarde con una cara muy larga e iba siendo hora de liberarla de preocupaciones; si yo era una de ellas, mejor que corriera el aire entre nosotros. ¡Ya la había atosigado bastante y se merecía un descanso! Si la hubieran mirado a los ojos y visto a través de éstos sus verdaderos sentimientos, quizá nuestros hermanos no hubieran sido tan impulsivos. Sin embargo, no merecía la pena la resistencia. Pronto se desentenderían de nosotros y como imanes volveríamos a juntarnos. Sólo era cuestión de paciencia, aunque el momento se retrasara contra nuestra voluntad; quedaba mucha velada por delante y el nerviosismo se iría apaciguando. Ana no se marcharía sin escuchar de mis labios una respuesta clara a sus palabras, era lo menos que me exigía, dado que ella se había sincerado.

Como era una de las encargadas del reparto del chocolate, se aprovechó, cuando me acerqué a por mi vaso, recurrió a una de sus sutilezas. Los demás cogieron el vaso de la mesa, pero a mí me lo entregó ella personalmente, con la particularidad de que primero echó un sorbo. Como había hecho con la naranja, compartió el chocolate, aunque la verdad fue que aquello no me pareció tan discreto. Sin embargo, era la evidencia de que ya no tenía reparos y reconocía abiertamente sus sentimientos. Que la vieran beber de mi vaso tampoco era tan grave, siempre y cuando yo no hubiera cometido la torpeza de protestar o la hubiera puesto en evidencia. Aquello no era una falta de educación o respeto hacia mí, sino una sutileza afectuosa que no se permitiría con nadie más. Fue su manera de que entendiese la unión surgida entre nosotros y que con los demás no se planteaba y sobre lo que esperaba fuera de la misma opinión, aunque los demás pensaran que todavía seguíamos enfadados o que sus sentimientos hacia mí no eran tal y como me lo había confesado. La verdad era que me quería.

Si la confesión de Ana me había sorprendido por inesperada, la entrada de Carlos me dejó boquiabierto. El hecho de que gente del Movimiento visitara a quienes estábamos de Pascua no tenía nada de particular, pero se trataba de su ex novio y acudía solo. Según se mirase, su ruptura parecía muy reciente o lejana y allí había más gente de su parroquia por lo que no había nada sospechoso en dicha visita. Sería tan fraternal como la de cualquiera, pero para Ana no tenía que agradarle. Por mi parte, una vez que ella me había dicho lo que sentía, tampoco había ningún temor. Por lo que sabía al respecto, él ya estaba saliendo con otra chica y su ruptura se había debido a la falta de entendimiento. Sin embargo, no dejaba de ser alguien del pasado que reaparecía en la vida de Ana en el momento menos oportuno, cuando ella empezaba a rehacer su vida y superaba todos los conflictos personales en ese sentido. Si Carlos no se hubiera presentado solo, yo no me hubiera inquietado, pero parecía estar allí para enmendar aquel desatino y sorprender así a Ana.

Sentí en su cara la tensión, estaba claro que no saltarían chispas por parte de nadie. Aquella era una reunión de hermanos donde no había cabida para las discrepancias personales ni por culpa de una chica ni por nada. Sin embargo, la disyuntiva se le planteaba a ella. Los demás no sabían nada de lo nuestro y la idea general era que no me quería ni en pintura. Por otro lado, allí estaba Carlos, solo y con quien nadie dudaba que, en su día, hiciera buena pareja, no se descartaba que retomasen aquella relación. Es decir, en aquellos momentos y llevaba las de perder porque nadie hubiera apostado por mí. Mi única opción estaba en que Ana no dudase cuando lo nuestro estaba empezando a ser una realidad. No se lo había dicho tan directamente como ella a mí, pero se sobreentendía que mi respuesta no sería negativa. La culpa no era sólo mía, si hasta aquella noche ninguno de los dos había hablado claro. Ana sólo me había dado calabazas.

Los dos se salieron fuera, a la calle, y yo me quedé allí al margen de aquella conversación, confiado en que aquello tuviera un final feliz para todos y consciente de que Ana tenía más en común con Carlos que conmigo. Nosotros ya habíamos hablado, ella ya me había dado su opinión no muy favorable sobre mí. En el tiempo que nos conocíamos prácticamente nos habíamos tratado desde la distancia, evitando malos rollos porque los había habido mientras ella superaba la ruptura con un ex-novio. Sin embargo, para ella todo aquello había quedado atrás y que, por encima de todo, había encontrado algo positivo en mí, en lo nuestro, y había apostado por ello justo el día en que Carlos aparecía para recuperar el tiempo perdido y seguir donde lo habían dejado después de que éste hubiera estado saliendo con otras, aunque no se sintiera demasiado dolido por esa ruptura, lo que para Ana había sido poco menos que una pesadilla de la que finalmente parecía despertar, había aceptado otro amor en su vida para no mirar atrás.

No volví a saber de Ana durante el resto de la velada, aunque sí de Carlos que había venido con intención de quedarse y terminar la Pascua con nosotros; como era lógico, le encontramos instalado y dormido en la casa donde nos alojábamos los chicos. Deduje que al final su conversación con Ana no había sido tan larga, pero sí lo suficientemente tensa como para que ninguno de los dos hubiera regresado al comedor, ante lo cual me quedaba la duda de saber qué habrían decidido, dado que me sentía relegado y perdido. Aquel no era el fin de fiesta que me había imaginado ni esperaba. Confiaba que, al menos, Ana se hubiera pasado por el comedor a despedirse, aunque comprendía que, si Carlos estaba dormido, ella tampoco tendría ánimos para ver a nadie y menos aún para dar una explicación al respecto. Eran algo más de las cuatro de la madrugada y no nos quedaba mucho tiempo para el descanso; la Pascua aún no había acabado. Que Ana ahorrase esfuerzos estaba sobradamente justificado.