Viernes, 18 de abril
La sorpresa vino cuando el sacerdote nos propuso que reviviéramos la escena del Lavatorio de los pies, dado que durante los Oficios habíamos sido meros espectadores y era fácil comprender que la mayoría no había pasado por esa experiencia, entre ellas las chicas, por cuestiones litúrgicas. Nos fuimos a uno de los salones y nos ofreció la posibilidad de celebrar así la fraternidad que nos unía, porque era Jueves Santo, el día del Amor fraterno. Sentiríamos esa actitud de servicio en carne propia y en los demás. Habría que lavarle los pies a un hermano y dejarse lavar. Para que aquello no pareciera impuesto, dejó que cada uno eligiera a quien quisiera, con la única condición de que el hermano o hermana escogido no nos hubiera elegido a nosotros. Es más, se imponía que tuviéramos un motivo para esa elección, como si se le pidiera perdón por algo o para que las diferencias que hubiera entre los dos se superasen.
Mi primera elección fue Ana, recordé como ella me había dado la paz y zanjado así nuestras discrepancias. Sentí la necesidad de esa reconciliación con ella, en realidad conmigo mismo por cómo vivía aquella Pascua. Sin embargo, aquella hubiera sido la peor de mis torpezas, se hubiera avivado algo que parecía superado y olvidado. No era prudente que ese tema se retomase por enésima vez y mucho menos en un momento como aquel y en presencia de los hermanos. Era evidente que aquella ocurrencia del sacerdote no era improvisada y, en cualquier caso, mis sentimientos o pensamientos no eran tan relevantes para los demás. Por lo que más que un lavado de pies, lo necesitaba de ideas y era mejor que Ana se mantuviera al margen.
Ella se debió dar cuenta de mi inquietud, ya que zanjó la cuestión porque encontró a alguien que le lavase los pies antes de que yo tomase la iniciativa. Por respeto hacia sí misma y su integridad prefirió que sus pies estuvieran lejos del alcance de mis manos. De hecho, fue tal el jaleo que se armó que fue fácil que alguno se despistara y con todo disimulo evitase ese compromiso, no se consideró tan humilde como para que le lavaran los pies o ser quien se los lavara a los demás, más cuando la falta de interés de éstos favorecía esa actitud, ya que en esas circunstancias se prefirió la complicidad del amigo antes que la fraternidad con el hermano. De hecho, las parejas de novios se saltaron la norma y se lavaron los pies entre ellos, lo que hasta cierto punto estaba más justificado.
Tras el Lavatorio se recobró la compostura y se iniciaron los turnos de vela. Se dio libertad para que cada cual hiciera lo que considerase más oportuno, según sus fuerzas y necesidades; la iglesia se quedaría abierta y el sacerdote no reprimiría a nadie el impulso de quedarse rezando ante el Monumento, aparte de que ello fuera un aliciente para la gente del pueblo. Ana fue la primera en que se marchó, mientras que los demás aguantamos según nuestras fuerzas. Su marcha me sorprendió bastante, después de lo centrada que había estado durante la mañana.
Por la mañana el despertador sonó a las nueve para quienes a esas horas estuviéramos todavía metidos en el saco. El panorama que encontré entre los chicos fue que ninguno había sido capaz de pasar toda la noche en vela, quien más tarde se había acostado lo había hecho a las cinco de la mañana y la verdad es que me quedaba la esperanza de que alguna de las chicas hubiera tenido más fuerza de voluntad que nosotros, al menos con el madrugón, y que la iglesia no quedase vacía durante aquellas últimas horas.
Para que nadie se sintiera condicionado por las prisas ni los horarios, esa mañana no hubo rezo de Laúdes y el desayuno fue por libre, se dejó preparado para que cada cual se pasara por allí y comiera lo que quisiera, se tuvo en cuenta que era día de ayuno y abstinencia. Hasta las doce, que sería la procesión del Vía Crucis, no había nada previsto. Yo tomé un vaso de leche y después, ante el hecho de que no tenía nada pendiente y me remordía la conciencia por mi falta de resistencia, consideré que debía aprovechar esas dos o tres horas de oración en la iglesia y así lo hice.
Cuando entré en la iglesia, en un primer momento, me dio la impresión que no había nadie más que quienes preparaban el Vía Crucis, que nadie rezaba ante el Monumento y ello acentuó doblemente mi sentimiento de culpa. Éramos dieciocho los jóvenes que estábamos allí y vivíamos la Pascua y ninguno había sido más fuerte que los demás ni siquiera para los turnos y que siempre hubiera allí alguien. Sin embargo, mi llegada rompió el supuesto silencio reinante y ello provocó que reaccionara quién en aquellos momentos me había pasado inadvertida porque estaba sentada en el suelo y con la espalda apoyada en una de las columnas, quien, para que la gente del pueblo no la molestase, se había escondido y por su aspecto me dio la impresión de que llevaba varias horas. Se trataba de Ana. Una vez se cercioró de quién era el escandaloso que había irrumpido en la iglesia, retomó su oración y no me prestó más atención.
Seríamos nosotros quienes llevásemos el rezo de las estaciones del Vía Crucis, a mí me habían asignado la de “Jesús carga con la cruz”. La verdad es que no sabía muy bien cómo plantearlo, aunque después me encontrase con aquella soledad ante el Monumento, pensara que ésta era la cruz que había soportado durante la noche, no hacía más que crearme un mal cargo de conciencia. Mi falta de predisposición a quedarme rezando no era algo que me alegrara la mañana. De hecho, en aquellos momentos, hasta me arrepentía de mis malos pensamientos sobre la actitud de Ana porque fue la primera en acostarse, también lo había sido para levantarse y era evidente que tenía la conciencia muy tranquila en todos los sentidos. Había hecho mal acusándola de perezosa cuando quizás hubiera sido quien menos hubiera dormido aquella noche, nada más que una cabezada hasta que la llegada de la demás le despertó y comprendió que habría de tomar el relevo. Yo había sido egoísta, pensado tan solo en mi propio cansancio y en que mi impulso de aquella mañana era por puro remordimiento.
En contra del plan inicial, el Vía Crucis no lo rezamos con la gente del pueblo, aunque sí a la vez que éstos. Lo cual no fue tanto una decisión del sacerdote como una sugerencia por parte de gente del grupo que prefería que lo rezásemos para nosotros, ya que nos habíamos preparado las distintas estaciones y aquella oración nos ocuparía varias horas. El sacerdote accedió, aunque dado que su presencia se hacía necesaria, se aplazó nuestro Vía Crucis para después de los Oficios, para la tarde, de modo que se dio libertad para que quien quisiera se uniera al del pueblo y así no nos quedásemos cruzados de brazos. La única que al final no participo de ese Vía Crucis fue Ana, que se quedó rezando en la iglesia, los demás tuvimos una participación bastante silenciosa dentro de lo que se esperaba.
Nadie se privó de la comida, aunque alguno reconociera que no había desayunado y, en consecuencia, se moría de hambre. El sacerdote nos aconsejó que nos alimentásemos, aunque fuera un día de ayuno, teníamos otras privaciones y lo uno compensaba lo otro, por lo que en cuestión de comidas bastaba con abstinencia y una comida moderada. Yo me privé de cualquier intento de sentarme en la misma mesa que Ana. De hecho, como había sucedido el día anterior, ella le había cogido gusto a aquel rincón, de manera que mis buenos propósitos perdieron parte de su sentido, pero me conformé con ello.
Tras la comida, para quien lo necesitó, se dio un tiempo de descanso, estaba previsto desde un principio, en previsión de que durante la noche la mayoría se hubiera quedado en vela ante el monumento y agradecería recuperar unas horas de sueño con las que aguantásemos despiertos el resto del día. En conciencia me pareció que pocos nos merecíamos esa concesión. Sin embargo, se dejó a la libre elección de cada cual y consideró que ese descanso era necesario. Quien no se fue a dormir, se buscó un sitio tranquilo donde sentarse, a parte quienes optaron por la siesta no se vieran molestados. Yo me quedé despierto, no era capaz de conciliar el sueño por todo lo que estaba rondando por mi cabeza; me dio la impresión de que Ana ya iba dormida cuando se levantó de la silla, por lo cual deduje con facilidad dónde estaría durante aquel descanso. La tranquilidad sería para los dos.
Los Oficios fueron a las seis de la tarde y alguno se despertó con la hora pegada. En mi caso no tuve ese problema, aunque debido a aquella dispersión, salvo los del grupo que tendrían una participación más directa en la celebración, los demás estuvimos bastante desperdigados, de manera que en mi caso me sentí bastante desamparado en ese sentido; sólo tomé conciencia de que estaban allí todos cuando llegó el momento de la Adoración de la Cruz y descubrí dónde estaban sentados. Me di cuenta entonces que era el único que había olvidado que estábamos allí como grupo, que mi actitud de aquella tarde tal vez no fuese tan fraternal como pretendía.
Se cenó pronto, necesitábamos tiempo para el rezó del Vía Crucis y que no se nos hiciera demasiado tarde. Se acordó que la cena sería por grupos así nos organizaríamos y prepararíamos mejor el Vía Crucis. Fue lógica mi deducción sobre la mesa en la que se sentaría Ana con su grupo, después de dos días aquella silla ya llevaba su nombre y los demás no tenían objeción al respecto. La verdad es que me pareció que aquella actitud era demasiado inapropiada porque no me afectaba a mí sino también a su grupo y, en realidad, a todos. Sin embargo, en su favor admitía que mi comportamiento tampoco era muy ejemplar en ese sentido, a pesar de que no tuviera una silla reservada, pero sí una tendencia que reprimía dentro de lo que mi fuerza de voluntad me permitía.
El Vía Crucis lo rezamos por los alrededores del pueblo, por el campo, salimos de la iglesia y regresamos a ésta en la última estación, fue como la subida hasta el monte del Gólgota y la bajada posterior al Sepulcro. Un paseo que, en circunstancias normales, no nos hubiera llevado más de media hora y que aquella noche se eternizó, aunque el tiempo se nos escapaba de las manos por la intensidad con la que vivíamos aquel Vía Crucis, ya que, fuera o no premeditado, se puso de manifiesto que vivíamos la Pascua en toda su intensidad, incluso aquellos que parecían más fríos. Cada estación, cada oración, llegaba al corazón.
El Vía Crucis no terminó en la puerta de la iglesia, para que nos fuésemos a dormir, sino con un acto de adoración a la Cruz, no sólo con un beso, sino con la entrega de algo de nosotros mismos, como habíamos planteado el Lavatorio de los pies la noche anterior, con libertad a que, quien quisiera, lo compartiera con los demás o lo hiciera en silencio. Cada cual optó por aquello a lo que se sentía impulsado. En mi caso fue en silencio, asumía que en aquellos momentos era mejor callar, no tanto por una negativa a compartir lo que llevaba en el corazón, como porque sentía que no aportaba nada a los hermanos. A los pies de la cruz hubiera puesto toda mi vida, me hubiera entregado por entero, pero de cara a los demás bastó con dejar algo mío. Recordé la inocencia y sinceridad de mi primera Pascua, en la que dejé algo que pensé ya no recuperaría, inocencia ya superada, pero que entonces me ayudó a entender la importancia de aquel ofrecimiento a los pies de la cruz. Entonces sí que ofrecí algo mío.
Después de que todos pasamos ante la cruz, a los pies de ésta quedaba lo que cada cual había dejado, no era tanto su ofrenda personal o su oración escrita en un papel o representada en algún objeto, a los pies de la cruz estábamos cada uno de nosotros, que en lugar de sentarnos en los bancos, nos quedamos allí sentados en el suelo en torno a la cruz, renunciábamos a la comodidad por el disfrute de esa cercanía compartida. Nos convertíamos, de algún modo, en los guardianes del sepulcro, a la espera de la Resurrección, confirmábamos que aquella entrega personal era sincera y sentida.
Al cabo de un rato de oración, el sacerdote nos pidió que nos fuésemos a dormir, aunque, como había sucedido la noche anterior, dejaba plena libertad, la iglesia se quedaría abierta. Sin embargo, nadie se sintió demasiado motivado ante esa posibilidad, ya era tarde y nos vencía el sueño. Por así decirlo era la única noche en que descansaríamos, con mayor razón con vistas a lo tarde y agotador que se nos haría el día siguiente, por la Vigilia, aunque en general el día fuera tan agotador como los dos anteriores.
Por caballerosidad o porque no quisimos que la velada concluyera demasiado pronto, los chicos acompañamos a las chicas hasta la puerta de su casa. Era de noche y, aunque no fuera necesaria aquella molestia, nos causaba pereza la separación, como si quisiéramos que se mantuviera esa unidad fraternal que habíamos encontrado ante la cruz, aparte de que alguno aprovechase la ocasión para una despedida un poco más larga con su novia, con el inconveniente de renunciar a esa complicidad entre ellos a causa de los testigos, lo que, por otro lado, favorecería que ésta no se alargase demasiado, dado lo comprometido del momento. Ana fue la primera que desapareció por la puerta, evidenció que entre los presentes no se encontraba el amor de su vida y, en cualquier caso, no esperaba una declaración apasionada aquella noche.