Manuel, Silencio en tus labios (1)*4

El caso es que no hubo palabras previas, se acercó a mí, me susurró algo al oído, se dio media vuelta y entró en la casa sin dar tiempo a que reaccionase ni le dijera nada. Parecía tener bastante con lo que me había dicho; por cómo lo había hecho, estaba claro que era mejor que no le contestase por si alguien nos observaba. Era un secreto entre los dos, al menos hasta la hora de la cena en que nos encontraríamos de nuevo y ella vería cuál había sido el impacto que me había causado aquel susurro, si es que no me quedaba allí mismo paralizado y sin reaccionar.

Para tranquilidad de todos, me marché a la casa donde estábamos alojados los chicos. La puerta estaba abierta y no encontré obstáculo para entrar. De hecho, estaba tan aturdido que si hubiera entrado por una ventana o atravesado la pared no hubiera notado la diferencia. Lo que Ana me había susurrado al oído me había dejado sin sentido y lo peor de todo era que me lo merecía, tanto por lo dicho como por la forma dentro del contexto. Si no me perdí yendo de una casa a la otra fue porque éstas no estaban tan distantes, bastaba con seguir aquella calle. De lo contrario hubiera acabado en las afueras pueblo sin tener muy claro cómo enmendar ese despiste. Mi actitud había resultado molesta para Ana y ella me había servido la venganza en frío y con peores efectos secundarios, dado que yo le había quitado las ganas de hablar, pero yo por ella había perdido el sentido y se me había quedado una cara de tonto que me delataba.

Los demás chicos llegaron a la casa alucinados con respecto a su experiencia del paseo por parejas, como si nunca antes hubieran sintonizado así con otra persona, aseguraban que habían encontrado a un amigo o amiga para toda la vida. Si los milagros eran posibles, ellos eran la prueba evidente. El paseo se les había hecho muy corto, tanto como si hubieran recorrido en coche la distancia que había desde la casa de las chicas hasta aquella. Había sido la guinda del pastel para la Pascua, que alguno había creído no vivía con suficiente intensidad, pero a quienes se les habían abierto los ojos de golpe. Dado que mi cara lo decía todo, no me preguntaron. Quienes eran conscientes de mi torpeza veían una pérdida de tiempo cualquier alusión y los demás se sentían tan llenos de felicidad fraternal que no veían posible que alguien hubiera pasado por una experiencia tan poco afortunada. La vida era maravillosa, si se compartía con un hermano o hermana.

A mi grupo le correspondía la preparación del comedor y la cena, de manera que no me entretuve demasiado con la ducha, lo justo para que se refrescasen las ideas y no sólo me limpié el sudor y el polvo del camino; había que ir presentable a la Vigilia y después de mi torpeza debía hacer méritos para recuperar todo lo perdido, aunque después de haber escuchado lo que Ana me había susurrado al oído, no sabía cuánto había perdido ni si iba a ser tan recuperable esa limpieza de conciencia; respeto hacia ella y hacía mí mismo; valor para mirarme al espejo y creerme lo que había provocado por estúpido. Lo más preocupante de todo es que no convenía que se lo contase a nadie porque era algo tan grave que ni el sacerdote tendría tiempo para atenderme antes de la Vigilia, dado que no estaba seguro de si aquello era pecado o una simple incompetencia por mi parte, por pasarme de listo o de tonto cuando no lo pretendía. El caso era que Ana no se había quedado impasible ante ello y me había respondido con firmeza.

Cuando llegué al comedor ya estaban allí las cuatro chicas de mi grupo, habían sido más ágiles que yo a la hora de arreglarse. Por cómo me recibieron, estaba claro que Ana no les había dicho nada. Su inquietud era más atribuible al hecho de que se nos venía la hora encima y había mucho que hacer aquella tarde, porque la Vigilia era después de la cena y convenía que nos diera tiempo a dejarlo todo recogido antes de dirigirnos hacia la iglesia, aunque de eso se encargaría otro grupo, pero cuanto más contribuyésemos nosotros a agilizarles el trabajo, menos agobiados se encontrarían después. De hecho, al tercer grupo también les convenía cenar pronto porque participaban en los actos de la Vigilia y necesitarían tiempo para organizarse, de tal manera que las siguientes tres horas resultaban un contraste con respecto a la tranquilidad de todo el día. Sería como Ana había dicho, el nerviosismo de los últimos momentos, comparado con una boda, aunque se plantease de una manera muy literal; a mí no me apetecía ser la novia precisamente. Sin embargo, no era momento para individualismos ni tonterías personales.

A la hora prevista, en esa ocasión sin retraso, ya estaban allí los demás, tanto ellas como ellos. Salvo quienes habían ido emparejados con los de mi grupo, parecía que todos habían hecho un paréntesis en su camino, se habían aseado y vuelto a juntar, y así entraban en el comedor. Fue un detalle curioso, pero evidenciaba lo positivo de la experiencia. De hecho, hasta los de mi grupo recibieron el saludo de sus acompañantes del camino, lo cual parecía algo de lo más natural y nada forzado. Realmente todos se sentían muy unidos. Yo estuve atento a la llegada de Ana por si ésta se hubiera contagiado de esa fraternidad o hubiera sido sincera con lo que me había susurrado al oído y que no me terminaba de creer por lo inapropiado del momento, aunque, dadas las circunstancias, tal vez fuera mejor que se aclarase todo definitivamente para que se repitiera aquel incidente ni otro derivados de ese asunto.

La entrada y actitud de Ana cuando entró por la puerta fue la mantenida durante el paseo. Llegó la última, más por su tranquilidad natural que por su tardanza en arreglarse. Además, como era la responsable de las llaves, se había esperado a cerrar, lo que se tomó con calma. Es decir, entró en el comedor sin buscar a nadie, sólo una silla libre, una que no estuviera en su rincón, y hacia allí se dirigió con paso decidido, ajena al bullicio que se había formado porque los demás parecían encantados de conocerse y estar juntos. Ella, por el contrario, no parecía muy orgullosa de sí misma y sabía que de su estado de ánimos sólo había un culpable, que le había fastidiado la tarde pasándose de listo como siempre, alguien que desde hacía una hora y media conocía sus sentimientos porque ella misma se los había susurrado al oído y de lo cual parecía que nadie más tenía constancia, aunque su cara de desánimo resultaba premonitoria y como anticipo previo a la vuelta a casa, estaba claro que no sería de otra manera. Me lo merecía por tonto; no tenía otro calificativo.

Había tres mesas de seis y no se cenaba por grupos de manera que cada cual se había sentado donde le había parecido. Aquella era la noche perfecta, se celebraba la fraternidad que nos unía y no tanto la amistad o la celebración de la Pascua. Es decir, la composición al azar de las parejas al final no había sido tan desastrosa ni con las primeras que salieron ni con las últimas, de manera que hasta mis compañeros de grupo encontraron una silla libre al lado de sus acompañantes del camino, sin que a nadie pareciera importarle que Ana no estuviera con quien inicialmente había salido. Se delataba así nuestro cambio de pareja; lo cual, en vista del panorama, tampoco había trascendido, salvo que era nuestra cuarta noche allí, aquella sería la primera vez que había un plato libre en su mesa y a su lado, justo cuando yo todavía no me había sentado y que, dadas la circunstancias y lo sucedido hasta entonces, no parecía lo más prudente. Sin embargo, era la última noche y nadie parecía dispuesto a cederme el sitio. Como si pusiera: “Peligro. Cuidado con Ana”

Cuando me senté, y a pesar de que la gente nos observaba, ella se inclinó hacia mí, apoyó su mano sobre mi hombro para no caerse y me susurró al oído las mismas palabras que me había dicho antes, después recuperó la posición inicial y siguió cenando como si allí no hubiera pasado nada; puñalada trapera por la espalda ante dieciséis hermanos, un sacerdote y un plato de comida tan apetecible como nutritivo. Sin embargo, no tuvo la menor consideración conmigo, disfrutaba con la tortura, con pleno conocimiento. Si no envenenaba la comida, prefería que fuera tal impresión que me quedase sin apetito y me muriera de hambre. Tenía testigos que la amparasen cuando se pusiera en duda su inocencia delante de un juez. Sería yo quien quedase en mal lugar por inoportuno e indiscreto. Ella me estaba matando a base de sustos por la impresión y yo no hice nada en mi defensa ni en respuesta. Me estaba dando mi merecido donde más me dolía.

El segundo plato me lo comí sin problemas para que me confiara, que pensara que me dejaba tranquilo hasta obtener una respuesta, porque la verdad era que me había dejado sin palabras y en aquellos momentos no era muy oportuno ponerse en evidencia, aunque tal vez ella lo pretendiera, dado que durante los días que llevábamos allí parecía que yo no había hecho otra cosa. A los demás eran felices y daba la impresión de que lo nuestro se lo tomaban a broma o como parte de ese buen ambiente, aunque, como era lógico, hasta que no pasara la Vigilia convenía un poco de moderación. Yo ya llevaba tres días haciendo el tonto y esa noche era Ana quien me provocaba para que rematase mi estupidez, dado que más tonto no llegaría a ser en la vida y ella pretendía confirmarlo ante los presentes. La venganza se sirve fría y aprovechaba la ocasión que se le presentaba; expresó con claridad lo que parecía mi actitud de aquella tarde y de toda la Pascua. Ya no se reprimía porque era nuestra última noche y las ocasiones se reducían.

Me levanté porque la jarra de agua se había quedado vacía y porque yo era el único de mi grupo en ese mesa. En esa ocasión más de uno aprovechó y me preguntó si sabía lo que le pasaba a Ana, dado que su cara de pocos amigos helaba el ambiente. Si los demás estaban comiendo despacio por lo mucho que hablaban y yo porque las palabras de Ana me habían dejado sin apetito, ella lo hacía con intención y saboreaba cada bocado, pero sin que nadie le tosiera porque daba la impresión de que acabaría como parte de su cena, valoración subjetiva que no iba del todo desencaminada, serían el postre, una vez devorado el primer plato.

Me lo preguntaron a mí porque en aquellas circunstancias era el único que estaba enterado, aunque sólo fuera porque hubiéramos hecho juntos el camino de vuelta y se notaba que no había demasiado buen ambiente entre nosotros, como si fuera la excepción a lo que había sido la conclusión general. Era evidente que sabía lo que le pasaba y le quité gravedad al asunto para que ello no alterarse el clima de fraternidad en el que estábamos. La vivencia de la Pascua y la Vigilia no se estropearían por aquello.

Cuando regresé a la mesa, Ana ya se había marchado. Estaba en el grupo de los que preparaban la Vigilia y ya había terminado. Se aprovechó que estaba distraído y no me daría cuenta. De hecho, fue bastante discreta y me reiteró lo que me había susurrado al oído, pero de una manera más gráfica y sutil, menos evidente para los demás. Lo cierto era que en esa ocasión entendí el mensaje con dificultad, me impresionó más el hecho de que no se encontrase allí, como si resaltara más que no quería mi compañía ni presencia en aquellos momentos; prefería centrar su atención en la Vigilia, en la Pascua, como había hecho desde el principio; las cuestiones personales quedaban para después. En todo caso, su indirecta, su mensaje cifrado, me lo dejó allí a la vista de todo el mundo, cuya interpretación sería muy distinta según se plantease, dado que lo único seguro era que aquello parecía premeditado, como su marcha sin aviso previo para que nadie fuera tras ella ni le pidiese explicaciones. Lo importante era la Vigilia y lo demás quedaba aparcado.

De postre hubo natillas o naranja. En mi mesa entre los seis nos comimos cuatro natillas y una naranja, dado que Ana no se marchó sin haber probado el postre y la verdad es que yo tampoco tenía más apetito. El mensaje que Ana me dejó fue lo bastante impactante como para que reprimiera cualquier impulso. Además, después de la Vigilia, habría chocolate con churros y no me pareció prudente comer en exceso durante la cena. De hecho, me preocupaba más que alguno de los que había allí sentados supiera lo que estaba pasando, por si a Ana les hubiera comentado algo antes de marcharse, más cuando alguno era de su grupo y tampoco demostraban mucha prisa por irse. Sin embargo, Ana era la encargada de las llaves de la casa. Se entendía que antes de la reunión con su grupo necesitase tiempo para lavárselos dientes y que acudiera alguien en quien delegar. En lo referente a mí, me perdía de vista para centrarse en lo importante de aquella noche y que captara su mensaje.

En cuanto pude yo también me fui a lavar los dientes, aunque mi principal intención fuera ir a la iglesia. No quería un buen sitio dentro de la iglesia, sólo necesitaba un rato de oración personal antes de la Vigilia. Después de los acontecimientos de las últimas horas, me parecía lo más adecuado y, de algún modo, admitía mi preocupación e inquietud. Me había puesto nervioso, aunque quizás no tanto como yo a ella. De hecho, me daba por aludido con el contenido de su charla, me replanteaba si había estado aquellos días viviendo la Pascua o estaba haciendo el tonto, como si, siendo la novia, aún pudiera cambiar de opinión y no presentarme en la iglesia. Sin embargo, con o sin mí, la Vigilia se celebraría, mi presencia o asistencia no era tan relevante; aun así, de algún modo, dependía de cómo llevara el corazón, cómo me fuera sentir esa noche. Sería la novia, un invitado más o un mendigo que pidiera limosna en la puerta.

Como toda iglesia antes de la Vigilia, aquella parecía apagada, falta de luz, aún era Sábado Santo y no causaba otra impresión. Sin embargo, había bastante movimiento de gente, unos se ocupaban de los preparativos para la celebración; otros habían entrado y buscaban un buen sitio antes de que la iglesia se llenara, pero también había  quien, como yo, tan solo quería un momento de oración y recogimiento, me sentía como aquella iglesia, vacío por dentro, pero esperanzado ante los acontecimientos de aquella noche, mientras las preocupaciones rondaban por la cabeza; algunas ideas se afianzaban, había dudas sobre las que no sabía qué partido tomar y que no me quitaba de encima; temía que los problemas gordos llegasen de golpe porque tendría que ordenarlos como pudiera. Lo de Ana no sabía definirlo si como algo situado en buen lugar o como una duda tan intensa que necesitaba tiempo de reposo y meditación, para convencerme que, después de todo, mis torpezas de aquellos días y las últimas horas no serían tan graves como para no poder estar y celebrar la Vigilia. No había obrado así por maldad, sólo por estupidez.

Lógicamente Ana y los de su grupo estaban allí y el sacerdote con ellos, concretaban los últimos detalles, dado que la celebración sería como todos los años, pero cada uno sabría su cometido para que hubiera un mínimo de coordinación entre todos y no se produjeran despistes demasiado evidentes. El caso fue que ante aquella coincidencia pensé que quizá hubiera buscado el sitio menos indicado para mis oraciones de última hora. Ella estaba concentrada en los preparativos y mi presencia le pondría nerviosa o daría una impresión equivocada de mis intenciones. Sin embargo, me había visto y seguía a lo suyo, como si nada hubiera cambiado, parecía segura de querer ser la novia en aquella boda; tenía la conciencia muy tranquila, a pesar de lo que me había dicho y la indiferencia con la que me trataba. Había tirado la piedra y escondido la mano, les cantaba a los demás eso de “¡Pío, pío, que yo no he sido!”. Aunque, debido a su discreción, nadie pensaría que había sido capaz de algo así y que tampoco tenía remordimientos por ello, mientras que yo me daba cabezazos contra la pared.

La celebración se iniciaría en la calle, en torno a una hoguera, el interior de la iglesia se quedaba a oscuras, por lo cual todos los que estábamos dentro tuvimos que salir. A mí me lo comunicó Ana, quien, después del aviso, me dijo lo que me había susurrado en dos ocasiones aquel día, aunque en aquella ocasión no fuera tan silenciosa; después se desentendió de mí, comprendí que lo importante en aquellos momentos era la celebración y no había un doble sentido a lo que allí sucediera; cada cual lo viviría a título personal, aun siendo plenamente conscientes de lo sucedido entre nosotros de modo que quiso que lo tuviera muy presente. Ella no cambiaría ni de actitud ni de opinión. En días anteriores había mantenido las distancias conmigo durante los Oficios y aquella noche no sería distinta, dado que, además, tenía una participación activa y esa distracción no sería muy prudente. Mi grupo había participado en los Oficios del jueves y por años anteriores sabía las cuestiones personales se quedaban para después. Había que olvidarse de uno mismo y porque la participación activa en la Vigilia se hacía por todos los presentes, aunque sólo fuera una de las lecturas.

Afirmar que mi situación en torno a la hoguera fuera premeditada, con intención de estar más o menos cerca de Ana, hubiera sido una apreciación equivocada, aunque entendiera la relevancia de aquel momento y el sentido que se le daría, aparte del litúrgico, sobre todo después de la charla que Ana nos había dado a todos con sus alusiones románticas. Allí no se casaría nadie ni se sellaría ningún compromiso sentimental, tan solo cumplíamos con la liturgia; de aquel Cirio Pascual se encenderían todas las velas y en caso de no hacerse del cirio, a causa de las aglomeraciones, sería de la transmisión de esa luz por parte de quienes hubieran encendido su vela del cirio o recibido de aquellos. Era la transmisión de la fe, la misma que nos unía a todos. Mi vela apagada por la Pascua volvería a prender como todos los años. El problema que se me planteaba era saber quién pondría su vela encendida para prender la mía, ya que no siempre la encendía directamente del cirio.

Recordé lo sucedido en el retiro de enero, cuando Ana y yo nos dimos la paz, casi esperaba que aquella transmisión de luz tuviera ese mismo sentido entre nosotros después de mi torpeza de aquella tarde, compartiría esa luz y se superarían las discrepancias, nos demostraríamos que estábamos unidos por la fe y que todo se perdonaba, tenía disculpa por las debilidades o estupideces humanas. Si surgía la ocasión, le ofrecería mi vela encendida a Ana, en caso de que se hubiera encendido primero y la suya siguiera apagada y la acercase; en principio no lo descartaba, aunque en vista de los precedentes creados aquellos días tampoco me hice muchas ilusiones, ni siquiera en base a sus últimas palabras. La Vigilia era para todos y no únicamente para nosotros, por idílico o fraternal que resultara.

Mi vela al final no se encendió de la llama del Cirio pascual, como tampoco de la vela de Ana, aunque sí de uno de los miembros del Movimiento, como de mi vela se encendió la de algún otro. De hecho, me di cuenta que Ana no me buscó entre la multitud, más bien, evitó que nos cruzásemos, como llevaba haciendo toda la noche o quizá supusiera mis intenciones y prefiriera no dar pie a éstas antes de tiempo. Las disculpas serían entonces, si aún me sentía con ánimos para pedirle perdón por mis torpezas, sobre todo, si me las seguía teniendo en cuenta.

Ana sólo leyó el segundo de los textos del Antiguo Testamento. La ceremonia la oficiaba el párroco y su grupo tampoco hizo más de lo necesario, pero, aun así, me extrañó que se tuviera esa consideración con Ana, dado que los demás se mostraron algo más colaboradores. Supuse que como había dado la charla aquella tarde, tampoco se le exigió que aportara mucho más, de modo que cumplido con su cometido regresó al banco y allí se quedó sentada el resto de la ceremonia. No es que se escondiera de mí, pero, como llevaba haciendo toda la noche, optó por la discreción, por restarse protagonismo cuando no lo tenía. Lo importante para todos y cada uno de los que estábamos allí era la ceremonia, lo que se estaba viviendo y celebrando, lo demás podía esperar hasta después.