Sábado, 19 de abril 2003
La charla de Ana trataría sobre la Pascua vista a los ojos de la Virgen, era el día dedicado a ésta en espera de la Resurrección, un día sin actos litúrgicos; el día perfecto para que saliéramos al campo, no tanto para que nos perdiéramos como para un encuentro con nosotros mismos en el tercer día de la Pascua. El paseo fue de casi una hora, caminamos de manera relajada y todos juntos, aunque dentro del grupo cada cual escogiera su compañía. Me quedó claro que Ana no me contaba entre sus preferencias. No me evitaba, tan solo demostró mayor afinidad con sus amigas y prefería esa tranquilidad porque estaba algo nerviosa de cara a la charla. Dado que, aunque la llevase bien preparada, era consciente de que alguno se pasaría de gracioso y le preguntaría para ponerle en un compromiso, cuando no para que aclarase alguna duda de la que ni ella misma tuviera una respuesta, aunque demostrase que sabía de lo que hablaba.
Cuando llegamos a donde se había previsto que pasaríamos el día, se nos pidió que dedicásemos el resto de la mañana a la reflexión personal, dicho de un modo más vulgar: “ancha es Castilla”, estábamos a campo abierto. Nos dispersamos por la zona, unos buscaron un sitio con sombra y otros quisieron un rincón más o menos escondido. Para Ana fue un sitio que reuniera ambas condiciones y le proporcionase tranquilidad. El sacerdote que iba con nosotros se puso a disposición de quien quisiera confesión, dirección espiritual o una charla amistosa, si en algún momento aquel desierto resultaba desalentador. Yo no era de los que me quedaba mucho tiempo parado, por lo que me pasé aquellas dos horas y pico en todas partes y en ninguna, tan incómodo me resultaba quedarme sentado mirando el paisaje como yendo de un lado para otro como si no tuviera sitio propio en medio de aquel campo, aunque en ningún caso fuera una molestia ni interrupción las reflexiones o lo que hicieran los demás si nos encontrábamos.
Nos juntamos a la hora de la comida. Fue una comprobación de que nadie se hubiera perdido de verdad y una excusa para un cambio de impresiones. No importaba el hecho de que la mayoría reconociera que eso de encontrarse con uno mismo había sido secundario. Hubo quien, sin tapujos, reconoció que había sido una total pérdida de tiempo, dado que, en medio del jaleo mental de cada uno, en medio de aquella aparente tranquilidad, no era tan difícil esa conclusión. Frente a los agobios cotidianos, aquellas dos horas de ociosidad para no hacer nada eran todo un descanso. La conclusión fue que se había conseguido lo que se pretendía: aun estando dispersos por aquel campo. Esa soledad no era tal porque siempre sabíamos que había hermanos cerca. Lo que trasladado a nuestra vida diaria tenía todo el sentido. Cada cual sería como fuera, pero no olvidaba que los demás contaban con nosotros tanto o más que nosotros con éstos.
Tras la comida, una hora de siesta o de tiempo libre, según se considerase, lo cual después de las dos horas de desierto era lo mismo de antes. Sin embargo, estábamos en mitad del campo y poco más se podía hacer, aun cuando no nos dispersásemos ni escondiésemos, aunque de nuevo Ana lo hizo, buscó un poco de tranquilidad e intimidad. En esa ocasión no lo hizo sola porque una de las chicas de su parroquia se fue con ella. Por mi parte, me quedé allí sentado, no tanto por cansancio como por aburrimiento o evitar que mis paseos incomodasen. Allí estaba con todos y resultaba más fácil la conversación. El hecho de que fuera tiempo para la siesta no significaba que hubiera silencio absoluto, aun siendo innegable que, después de varios días, más de uno agradecía ese tiempo por haber dormido poco o no muy bien a causa del horario o que se echaba de menos la comodidad de su cama.
A continuación fue la charla, el mismo tema de todos los años en boca de una persona distinta. Con esa pesadez se sentó más de uno a escuchar, sin que les faltase razón para ello, aunque no era tanto la valoración el tema como el planteamiento y el esfuerzo innegable con que se hubiera preparado. Se quiso que todos tuvieran una idea más o menos clara del sentido de la Pascua, de aquel sábado, en apariencia vacío de contenido después de dos días intensos, y la espera de una noche más intensa aún con la Vigilia y la Resurrección.
Nos sentamos en círculo, pero eso no impidió que Ana escogiese su sitio, tanto para que todos la viéramos como para ella sentirse cómoda, necesitaba de esa tranquilidad personal durante la charla. De hecho, supuse desde un primer momento que no se sentaría frente a mí y, por supuesto, no lo hizo. No quería que se cruzasen tan directamente nuestras miradas, aunque tampoco se alejó demasiado, quería que la escuchase, como si hablase para mí. Que los demás le prestasen atención era importante, pero, si tenía que pensar en alguien que la escuchara, parecía ser yo la persona elegida, como si de nuevo nos encontrásemos los dos solos aquella tarde de febrero en la avenida, y me hablase con esa seguridad en sí misma. Si dos meses antes a mí me había llamado “tonto” con todas las letras, aquella tarde compartiría su visión mariana de la Pascua con esa misma firmeza y convicción.
Como nos dijo, el sábado no era el intermedio publicitario de lo que estábamos viviendo, dado que tampoco éramos meros espectadores de cuanto se celebraba aquellos días, pasaba de verdad. El sábado era como si estuviéramos en el aire cuando damos un salto y queremos que nuestras manos rocen el cielo; era el momento más intenso, porque nosotros sabíamos lo que iba a vivir en la Vigilia y nos preparábamos para ello; era el momento de llegar a la iglesia el día de la boda y que se escapase un suspiro de alivio porque el novio esperaba en la puerta.
Por cómo lo explicó cualquiera hubiera querido ser el novio en la boda de Ana, dado que ella parecía muy enamorada y dispuesta a vivir así aquel acontecimiento, aunque, en principio, no se le conociera ningún pretendiente formal y, en cualquier caso, por cómo había pasado los últimos meses, era más fácil creer que no tenía un buen concepto de los chicos en ese aspecto. Con uno no se había entendido, y después de tres años había roto su relación, y al otro no quería que se encontrase muy cerca, porque se había creado una impresión equivocada de su amistad. La expresión de aquellos sentimientos era como si desahogara todo lo que llevaba dentro. Relacionar mi interpretación personal de sus palabras con ese punto de vista de la Pascua no tenía tampoco mucho sentido. Sin embargo, escuchándola, sentía envidia de quien fuera merecedor algún día de esa pasión reprimida.
Dejó a más de uno sin habla, quizá alguno de los ejemplos utilizados para dar a entender la importancia de aquel día dentro de la Pascua no fuera tan acertado, pero no era tanto lo dicho como la intención dentro de ese contexto, el sentido que se le diera hasta el punto de que alguno cayó en la cuenta de que esas dos horas de desierto y soledad durante la mañana a nivel particular podrían ser tan relevantes como los Oficios, salvando las distancias. Sin embargo, Ana le había sabido encontrar semejanzas a la Pascua con el día de la boda o el hecho de dar un salto. Todo parecía posible estando bien argumentado y siempre que tuviera una buena interpretación, ya que en caso de dudas era mejor la dirección espiritual antes que la influencia de unas ideas inadecuadas. La vivencia de la Pascua, de la fe de cada cual, era una cuestión muy seria. Era en realidad lo que Ana quiso que comprendiéramos, como si nos estuviéramos jugando nuestro futuro en ello. Ese era un consejo para todos en general y cada uno en particular planteado a la luz de la Pascua.
La pregunta indiscreta del típico gracioso, lo que rompió con la tensión del momento, estuvo referida a esa impresión de chica enamorada que nos había causado a todos. Para su tranquilidad no fui yo quien abrió la boca ni cometió esa indiscreción. Si dos meses antes había respondido con su silencio a ese tipo de comentarios, aquella tarde no lo hizo. Se sentía segura, hablaba para todos y su contestación no pudo ser más rotunda: todavía no tenía novio, pero el día que se casara, esperaba que su boda fuera como aquella noche porque entonces sabría de la disposición del corazón de su prometido hacía ella. Menos amor no esperaba ni exigía.
Como era costumbre, el regreso al pueblo se organizó con «el Emaús”. Se nos dividiría por parejas y con una cierta separación entre una y otra para no molestarse. Se evitaron ciertos amiguismos porque la elección de acompañante fue al azar, para que no todos los chicos fueran con una chica, debido a que éstas eran mayoría, ni que de aquel emparejamiento se sacase una idea equivocada, dado que no le resolvería a nadie sus problemas sentimentales. Se trataba de ir comentando por parejas lo que Ana nos había dicho durante la charla y, en consecuencia, no olvidarse que seguíamos de Pascua y nos quedaba por vivir la Vigilia, donde no se celebraría que hubiéramos encontrado a nuestra media naranja ni la reafirmación de la amistad con nuestro acompañante, sino la Resurrección. Caminaríamos en un clima de fraternidad y aquel paseo daría sus frutos dentro del contexto de nuestra vida con los ojos puestos dónde poníamos los pies, pendientes de posibles tropiezos y no en las nubes, porque acabaríamos de bruces contra el suelo. Se caminaría con el corazón abierto, el oído atento y los ojos no más allá de donde nos alcanzara la vista.
El sacerdote nombraba a uno de los presentes y éste nombraría a otro que sería quien escogería pareja, pero sin que pudiera ser ninguno de los anteriores mientras quedase alguno sin pareja o a otro a quién nombrar, dado que cada pareja que se fuera formando iba saliendo, de modo que cada vez quedaría menos gente y menos posibilidades de escoger.
Ana tuvo que escoger a uno de los componentes de la primera pareja, lo cual casi me pareció premeditado, dado que le daba la oportunidad de escoger con quien no sería pareja, aunque en mi caso suponía dar sentido a todo lo dicho para explicar aquello, dado que para mí la tentación de escoger pareja, y que fuera ella, suponía jugar sucio y no tan al azar como se pretendía, pero en ningún caso había descartado que algo así pasara por muy subjetiva que fuera la elección o tan interesada como al final parecía que se planteaba. Si me mandaba por delante, se quitaba de complicaciones y salvaba el pellejo en ese sentido. Me dejaría claro que yo no estaba a la altura de sus expectativas matrimoniales, si es que alguna había puesto sobre mí en uno u otro sentido.
Me di cuenta que me miraba, que, cuando se vio en esa tesitura, se lo pensó. Quizá no quisiera esa responsabilidad, pero el sacerdote la había nombrado, tal vez con esa intención, propiciando la carambola y que yo me marchase por delante. Mi actitud con ella durante aquellos días, dentro de lo que se juzgaba a nivel individual, me convertía en el perfecto candidato para emprender la marcha y sin volver la vista atrás. No sería un escarmiento, porque tampoco tenía nada por lo que ser recriminado, pero se había hecho evidente que no había pasado más tiempo con ella porque no me lo había permitido ni yo había sido tan torpe con mis impulsos o entendía lo inadecuado de estos en todo momento. De manera que ella tenía la oportunidad de darme la patada y reiterarme por cuarta vez que su relación conmigo era simple amistad o fraternidad mientras que no le hartase, porque, si los demás eran pesados con sus comentarios al respecto, yo, con mi actitud, les ganaba con ventaja.
Respondí a su mirada dubitativa con un gesto de resignación. Le di a entender que no me tomaría a mal que me nombrase; me lo merecía y quizá aquello me ayudara a tener los pies en el suelo y no en las nubes o buscándola entre la multitud. Nuestra conversación tras el retiro no había servido de mucho por cómo me había estado comportando. Si no me mandaba por delante, la posibilidad de que nos tocase juntos aumentaba y por mi actitud de aquellos días era poco probable que alguien me quisiera por pareja; méritos para ganarme esa confianza tampoco había hecho, a pesar de que mi relación con todos hubiera sido aceptable y estuviera allí con gente a quien consideraba tan amiga. El compromiso de cargar conmigo hasta el pueblo resultaba demasiado pesado por mucho que fuera día de oración y sacrificio. Si me mandaba por delante, más de uno se lo agradecería. Iba a poder escoger acompañante, con el consuelo de que ella se quedaba allí, se ponía tierra por medio y me demostraba que mi actitud no había sido de su agrado.
Aquella tensión se vio rota cuando de sus labios se escuchó otro nombre, de alguien que sabía no se daría aquel paseo conmigo, salvo que no le hubiera quedado otro remedio. Todos somos hermanos y nos queremos incondicionalmente, pero también personas, individuos con sentimientos propios, que, mientras no supongan una contradicción con ese espíritu de fraternidad y de amor al prójimo, se consideran admisibles. Podría resultar irónico, pero pensar que cada uno estaba dispuesto a dar la vida o sus ratos de oración por otro hermano y, sin embargo, si teníamos recelos para juntarnos y dar aquel paseo, lo asumíamos con normalidad. Ana jugó con eso, no quiso que recayera sobre su conciencia aquella patada en mi trasero, con su mirada me había dejado claro que le molestaba mi actitud hacia ella, pero una recriminación en aquellas circunstancias hubiera provocado que fuera ella quien no obrase con corazón fraterno. Tal vez no le entusiasmase la idea de ese paseo conmigo, sin embargo, impulsada por ese espíritu de fraternidad, asumía a su manera que daba la vida no dándome la patada en persona. Prefirió que esa responsabilidad la asumiera otro con menos motivos.
Fui yo el siguiente que se encontró en la misma disyuntiva que Ana y de algún modo me ayudó a comprender lo mal que lo había pasado; la responsabilidad que ello conllevaba. Era mi oportunidad, si la mandaba por delante y le quitaba esa preocupación de encima; le demostraría que era capaz de decidir con objetividad y no me condicionaba por cuestiones personales. No sería una petición para que se fuera conmigo, sino lo contrario, reprimiendo mis propios impulsos. Ella había podido librarse de mí, pero no lo había hecho; me correspondía a mí hacer lo propio en sentido contrario, aunque me apeteciera mantener mis opciones, renunciaría a éstas de manera voluntaria, sin esperar a que fuera otro quien nos separase. Negarme a ello sería un acto de cobardía, pero, si asumía esa responsabilidad, me sacrificaba, porque iba a renunciar a todo, aunque con ello asumiera que entre Ana y yo no había ningún futuro por mucho que me obsesionara con esa idea. A disgusto, dije su nombre y con ello consideré que hacía lo más justo para los dos.
¡Si las miradas matasen o fueran el impulso con el que se da a otro una patada en el trasero…¡
Me fijé en los ojos de Ana y me temo que poco más me hubiera faltado para volar desde allí hasta el pueblo y rebotar hasta el infinito. No fue un gesto de alivio ni de agradecimiento, fue algo cuya definición aún no está escrita en el diccionario. Mi presunta heroicidad o demostración de renuncia personal se convertía en la mayor de las estupideces, dado que ella no quería escuchar su nombre de mis labios en ningún sentido, ya que yo mismo me estaba poniendo en evidencia delante de todo el mundo. Comprendí que hubiera preferido que la olvidase, de igual modo que ella había hecho conmigo. Nuestro espíritu de fraternidad y todo ese sentido dado a esa elección de pareja por azar perdía todo su sentido al nombrarla a ella, renunciaba de raíz a que pudiéramos ir juntos, si se hubiera planteado esa circunstancia, si nos hubiésemos quedado los últimos, salvo que antes no se hubiera atrevido a escoger a otro como acompañante. Ella lo habría aceptado todo, o casi, menos la salida que yo había tomado.
¿Dónde te has metido? ¿Dónde estás? ¿Dónde te has metido? ¿Cómo has podido llegar hasta allí? Ahora siento haberte dado la espalda, haber pasado por aquella desilusión, haber dicho que no te podías marchar, pensando que no te irías ya jamás, pero detrás de mi espalda no estás, ya no te veo dejando huellas a mi paso, ya no formas parte de mi otra realidad, mis esperanzas han perdido el sentido, mi corazón no te siente en los oídos, te has ido y yo no te había perdido, te dejé y tú misma saliste corriendo, cerraste las páginas de aquel cuento y como el tiempo todo lo dejaste atrás
Y dado que nada parecía que fuera salir bien aquella tarde, detrás de Ana salí yo. Me escogieron como acompañante porque quien me eligió quería ir con quien era pareja con Ana. Mis buenas intenciones del camino se quedaban en eso. Una vez emprendida la marcha, salvo que los dos miembros de la pareja se concienciaran, mantuvieran las distancias o aceptasen al compañero que nos hubiera correspondido, el resto no tenía mucho sentido. Ciertamente ni Ana aceleró el paso ni yo frené el que se me marcaba, por lo cual, en apenas unos dos o tres minutos, les dimos alcance. La conversación que llevábamos no era amena porque yo no me sentía muy hablador, me lamentaba por haber cometido una torpeza tan gorda y, como suele decirse, tenía la cabeza en las nubes, con más ganas de retroceder en el tiempo y enmendar mi error que por llegar al pueblo, donde no me sentiría demasiado orgulloso de mí mismo y menos aún porque mis miradas se cruzarían con las de Ana, para quien el asesinato a sangre fría sería considerado más una virtud capital que un pecado mortal, siempre que yo fuera la víctima y ella la asesina.
Como Ana no estaba muy habladora, a pesar de que escogió a su compañero, aquello más que un alcance para formar un cuarteto, fue un cambio de pareja no muy legal, pero los otros tenían mucho que decirse y no les interesaba la opción del voto de silencio durante el paseo de vuelta, de modo que nos dejaron atrás con pleno conocimiento. Desde ese momento la brisa que soplaba resultaba más escandalosa que nuestra conversación, de modo que, si me hubieran pedido un resumen de todo cuanto nos habíamos dicho, más facilidades no habría habido, ya que ni a ella le apeteció mirarme o saber de mi existencia ni yo encontraba las palabras para justificar mi torpeza, porque ya no me parecía tan tentador la idea de su compañía. Era como ir a la orca con mi verdugo o algo peor. Tampoco es que hubiera esperado que aquel hubiera sido un paseo más romántico en otras circunstancias. Sin embargo, en aquella ocasión me dolían los remordimientos y tenía tantas ganas de llegar como largo se me estaba haciendo, lo que sumado a la actitud de Ana, era como volar hacia el infinito y no poder llegar nunca, no avanzar.
Cuando llegamos al pueblo, fuimos directamente a los alojamientos. Había tiempo para una ducha antes de la cena. Como nos pillaba de paso, hubiera sido una tontería la separación en la entrada del pueblo. La acompañé hasta su alojamiento. Iba con intención de dejarla en la puerta y seguir mi paseo sin detenerme ni mirar atrás; me arriesgaba a encontrarme una cara poco amigable o con un portazo. Lo sucedido aquella tarde no tenía remedio y la solución no se presentaba fácil, aun siendo Sábado Santo. Había metido la pata hasta el fondo y sería difícil que Ana lo olvidara por mucho que lo perdonase. Yo no le había dado ninguna explicación en mi defensa y, dado mi silencio, estaba claro que recaía sobre mí toda la culpa y responsabilidad de su enfado y malestar conmigo. La tranquilidad por mi ausencia y una buena ducha aliviarían en algo el daño causado y quizá aquello no tuviera peores consecuencias. No quería que ninguno de los dos acabara mal la Pascua, pero lo inevitable parecía no tener remedio.
Cuando llegamos, frente a la puerta nos encontramos a las dos parejas que nos habían precedido. Ninguno llevaba las llaves de la casa y no parecían preocupados, daba la sensación de que no les importaba esperar las horas que hubiera hecho falta. En ellos se había afianzado ese espíritu de fraternidad mientras que Ana y yo veníamos de un velatorio porque no daba la sensación de que tuviéramos mucho que decirnos, sino, más bien, ganas de perdernos de vista cuanto antes. Esa fraternidad brillaba por su ausencia y como mediadores en un conflicto bélico no teníamos futuro, en todo caso, como iniciadores de esa guerra, aunque visto lo visto, si se planteaba un enfrentamiento y cada uno se encontraba en uno de los bandos, lo más factible parecía que nunca se produjese con tal de no estar el uno cara a cara con el otro. En definitiva, el contraste entre las otras parejas y nosotros eran más que evidente y nada favorecedor en nuestro caso porque ni siquiera lo disimulábamos. La intención hubiera sido lo más prudente para no desentonar con el buen ambiente creado entre todos. Nuestras diferencias no tenían que afectar al resto, si no tenían tanta relevancia.
Ana llevaba las llaves, de modo que las chicas no esperaron más y las de aquellas parejas no lo hicieron. Sin embargo, Ana se mostró dubitativa, indecisa, y cuando vio que el otro chico se alejaba y que yo no reaccionaba, se acercó a mí con paso decidido y gesto bastante serio. Me dio la impresión de que me cantaría las cuarenta antes de buscar refugio en la casa para llorar su dolor y lamentar toda ocasión en que se hubiera encontrado conmigo en algún momento de su vida. Mi primer impulso fue que mis pies se movieran, la expresión de su cara no parecía muy amigable. Sin embargo, me quedé paralizado por el factor sorpresa, confié en que no acabaríamos tan mal como parecía, si es que algo se solucionaba antes de que fuera tarde.