Mayo, 2003
El primer desencuentro fue antes que el reencuentro a causa de un malentendido y de las distancias, aunque no creo que ninguno de los dos fuera responsable de ello, al final lo pagamos el uno con el otro por pura impotencia ante el hecho de que no nos veíamos ni lo hablábamos con calma. Nos faltaba esa complicidad de novios, dado que en esos momentos lo nuestro no era más que un sentimiento compartido que una realidad palpable, ante lo cual aquella discrepancia era casi inevitable. La Pascua, en ese sentido, nos había sabido a poco y necesitábamos confirmar lo que sentíamos el uno por el otro de una manera más plena.
La cuestión fue que varios días después de recibir mi carta, el 11 de mayo, me llamó para planificar un encuentro el fin de semana siguiente, anterior al retiro, de manera que nos viéramos dos fines de semana consecutivos, para lo cual había puesto toda su ilusión. Había pensado hasta en el más mínimo detalle, salvo mi punto de vista, mis planes para aquellas fechas. Lo organizó todo como si aún estuviera saliendo con Carlos, de modo que no había encontrado ningún problema, salvo que yo no era él y, por lógica, aunque hubiese querido complacerla, rehusé su propuesta, lo cual no le sentó nada bien. Hubiera sido nuestra primera cita como pareja y se quedó en papel mojado, sin que ella fuera capaz de entender mis explicaciones ni justificaciones.
Es decir, después de sólo tres semanas sin vernos, con el constante anhelo del reencuentro, como ella pretendía y a mí no me hubiera importado, si ello hubiera sido viable, tuvimos que esperar varios meses porque, aparte de aquella primera crisis en nuestra relación, se interrumpió la correspondencia y las llamadas telefónicas habidas hasta entonces, un silencio que duró algunas semanas porque ninguno de los dos estaba seguro de seguir con aquello, si antes el otro no planteaba la reconciliación por el temor de no obtener respuesta.
Como estaba enfadada conmigo, su manera de evitarme fue quedándose en casa. No acudió al retiro, el 24 de mayo, ni a nada donde cupiera la menor posibilidad de cruzarse conmigo. Aquella era la justificación para incumplir su promesa de vernos ese día. Un mal comienzo para lo que un mes antes los dos habíamos tomado con tanta ilusión y esperanza. Llegábamos a un punto al que ninguno de los dos hubiera querido llegar, porque sin ser novios no habíamos dejado que nuestros sentimientos nos condicionan, pero una vez que ya lo éramos, parecía que nada positivo nos reportaría el hecho de serlo.
Por descontado, no me planteaba una visita a su casa, no sabía cómo me recibiría ni a quién acudir, en caso de encontrarme con la puerta cerrada, ya que, si no contestaba al teléfono ni respondía a mis e-mail, con menos motivos tendría ganas de tenerme delante, más cuando a mí no me resultaba tan fácil hacer ese viaje cuando me apeteciera. Ella, por lo menos, tenía el recurso de sus amigas y la excusa de que participará en las actividades del Movimiento.
Nos enfrentamos a la cruda realidad y, en cierto modo, los dos nos rendimos sin esfuerzo, aunque en el fondo nos quisiéramos y supiéramos que habíamos discutido por una tontería, por la falta de complicidad entre los dos. Necesitábamos más tiempo para tratarnos y conocernos, hasta el punto de que no teníamos muy claro quién de los dos debía disculparse primero ni cómo hacerlo, aunque deseásemos que aquello se superase cuanto antes para reanudar nuestra relación. Sin embargo, si ella había dado el primer paso para confesarme que me quería, no sería siempre quien tomase esa actitud, también quería que fuese yo quien me ganara su corazón. Lo cual a mí, en la práctica, no me parecía tan sencillo, dadas las circunstancias personales de cada uno, no encontraba por mi parte las facilidades que, sin embargo, ella sí tenía conmigo. Mi única opción era presentarme directamente en su casa, pero sus padres no me conocían y ante aquel panorama tampoco me recibirían con los brazos abiertos, en la vida familiar de Ana yo aún no contaba formalmente.