Ana. Silencio en tus labios (2)

27 de julio, domingo

Como el día anterior el despertador sonó a las ocho de la mañana y desperté con la expectativa de escuchar algún sonido procedente del pasillo, dado que, si los chicos respetaban lo que era una tradición en todos los encuentros del Movimiento, aquella mañana tendrían que subir a rondarnos, como habían hecho en la Pascua, con la diferencia de que lo único que se interponía entre ellos y nosotras eran los dos tramos de escalera. Me sentía de buen humor e incluso estaba dispuesta a permitir que Manuel llegase hasta la puerta de mi dormitorio y de nuevo me viera en pijama. Sin embargo, la tranquilidad o el nivel de ruido eran similares al del día anterior, como si el hecho de que estuviéramos en una casa de ejercicios les hubiera acobardado o complicado que se pusieran de acuerdo, a pesar de que aquello era algo en lo que participarían por igual solteros y casados e incluso quienes estuvieran allí sin pareja porque todas las chicas lo agradeceríamos por igual. Panorama ante el cual me desilusioné un poco, en especial en lo referente a Manuel, quien por primera vez tenía la ocasión de compartir un momento así sin que tuviera nada que esconder.

Cuando salí de la habitación con idea de bajar a la capilla, me encontré con que todas las chicas se encontraban en el pasillo, incluso las casadas. No hizo falta que ninguna dijese nada para comprender que compartíamos aquella pequeña desilusión, aunque alguna empezó a insinuar que creía haber escuchado movimiento y que tal vez nos preparasen alguna sorpresa, por lo que propusieron que bajásemos todas a la vez, que, si no descubríamos ninguna iniciativa por parte de ellos, fuésemos nosotras quienes les cantáramos, más cuando entre nosotras se encontraba alguna de las guitarristas que amenizaban los ratos de oración, aparte que quien más o quien menos alguna que otra vez se había animado y participado en el coro, por lo que aquella improvisación en principio no había porque pensar que sonara demasiado mal. Comparado con las voces de los chicos incluso hasta podía decirse que en conjunto cantábamos mejor que ellos.

Una vez que nos hubimos organizado, nos decidimos a bajar en bloque y, según nos fuimos acercando al piso inferior, empezamos a escuchar el canto de los chicos que nos esperaban a las puertas de la capilla: “Éstas son las mañanitas que cantaba el rey David…”. A lo que nosotras les respondimos “Despierta, mi bien, despierta, que el día ya comenzó…”. Aunque más que cantarles, cada una le echó una mirada de complicidad a quien era el amor de su vida y aquella que no tuviera pareja a todos en general. Lo que hizo que aquel despertar fuese divertido y tuviera su toque de romanticismo. De tal manera que, según descendíamos el último escalón, cada una fue al encuentro de su amado; quien no lo tenía, entró sin más en la capilla. Ellos aceptaron bastante bien el hecho de que en aquella ocasión nosotras asumiéramos el control de la situación porque era nuestra manera de darles a entender el buen provecho que le sacábamos a la convivencia y que aquel fin de semana suponía una reafirmación en nuestros sentimientos, aunque aquellas que ya hubieran pasado por el altar tuvieran menos motivos para que sus maridos dudasen.

En mi caso, como el día anterior, me agarré a la mano de Manuel y no me reprimí a la hora de darle un beso de buenos días en la mejilla. Aquella mañana en especial sentía que se habían desvanecido todas nuestras dudas, que, tras la convivencia, aquel fin de semana, le habíamos dado a nuestra relación el empujón que necesitábamos. Era consciente de que aún nos quedaba mucho por avanzar y que aquel tan solo era el primer paso, pero habíamos superado nuestras primeras dificultades y tenía la certeza de que compartiríamos los ratos de oración que se nos ofrecieran y superaríamos las dificultades, que, a diferencia de la Pascua o de nuestra coincidencia en los retiros, allí habíamos tenido la oportunidad de demostrarnos la formalidad con que nos tomábamos nuestro compromiso; que cada uno desde sus circunstancias se había esforzado porque nuestro noviazgo tuviera un futuro, que no habíamos tirado la toalla. Me sentía especialmente feliz porque había visto cómo él se esforzaba por los dos, aunque en algún momento se echara de menos un poco más de comunicación y complicidad entre nosotros, pero eran nuestros comienzos y habríamos de aprender de los errores.

Para el rezo de laudes nos cambiamos de posición, fui yo quien me senté a su izquierda y dejé que sostuviera mi diurnal, aunque, como el día anterior, dio evidentes muestras de sentirse un tanto perdido en su manejo, su falta de costumbre, por lo cual en alguna ocasión se lo tuve que quitar de las manos porque no se aclaraba, pero después se lo devolvía para que no pensara que le retiraba mi confianza. De hecho, entre las demás parejas, entre aquellos que compartían el diurnal, se evidenciaba que no era siempre el chico o la chica quien se ocupaba de éste, por lo cual nuestra actitud de aquella mañana era una muestra de normalidad, de entendimiento entre nosotros, que ninguno tenía más control que el otro. De hecho, a mí me gustaba que Manuel se comportase así, sin parecer tan sumiso ni dependiente, porque en conversaciones que tiempo antes había tenido con mis amigas en referencia a esa cuestión, aquella era la impresión de la mayoría, que esa expectativa le restaba muchos puntos. Sin embargo, en mi trato con él aquel temor no estaba tan justificado.

Desayunamos juntos. Si en ocasiones anteriores me había mostrado un poco más sería con la comida, entonces me reprimí mucho menos, quise recordar y revivir nuestros juegos de la Pascua y que compartiéramos las galletas e incluso el café, sin que me cohibiera el hecho de que tuviéramos testigos y aquello pareciera un tanto infantil o inapropiado. Fue la manera de mantenerle entretenido y que no tuviera ocasión a que hiciera ningún comentario inapropiado. Durante aquellos días habíamos compartido ratos de oración, complicidades y algún que otro disgusto, pero nuestra relación se debía basar en algo más tangible, de manera que más que robarle las galletas, aquello fue un intercambio, que ninguno perdiera y los dos ganásemos. En cierto modo, era mi compromiso de corresponder de igual modo a lo que él hiciera por mí. Si aquella noche se quedaba a dormir en mi casa, a enfrentarse de nuevo a mis padres, yo me comprometía a devolverle la visita, aunque de momento no se fijase una fecha ni tan siquiera para nuestro próximo reencuentro, salvo que él tuviera la ocurrencia de volver porque yo no me podía mover de mi casa y las escapadas de fin de semana en pleno verano no me resultaban muy tentadoras.

Tras el desayuno, como temía que él fuera más rápido a la hora de recoger su mochila, le dejé las llaves del coche, para que no tuviera que esperarme a la hora de guardar su mochila en el maletero. Era el momento del desalojo las habitaciones, porque se esperaba que después hubiera misa y no se sabía si habría tiempo antes de la comida o de la asamblea, porque la gente de Toledo se pensaba marchar pronto. En cierto modo, el hecho de cederle las llaves, de darle aquel voto de confianza fue para que no se sintiera presionado y fuese él quien tomara la decisión de si se quedaba o no aquella tarde, aunque ya se hubiera comprometido a ello. Es más, aquella normalidad le daba un poco más de sentido al hecho de que fuésemos pareja porque era como si entendiera que mi coche era de los dos. Hasta cierto punto hasta yo misma me sorprendí cuando me di cuenta de mi actitud, pero tampoco había motivo para que desconfiara.

Tal vez lo más relevante de aquel voto de confianza fue que los demás fueran testigos de nuestra complicidad. Tuvieron la confirmación de que Manuel se quedaría en la ciudad aquella tarde y que, por lo tanto, nuestra relación había tenido un gran avance. Era un motivo para alegrarse dado que éste no sólo había conseguido que nos reconciliáramos, sino que, además, se alargaría el fin de semana. Si se hubiera mantenido su idea inicial de marcharse, aquella reconciliación habría perdido parte de su sentido, más cuando no era ningún secreto que mis comentarios y opiniones más desfavorables de aquellos meses se habían debido a la distancia, a las pocas ocasiones que teníamos de vernos, por lo cual aquello para mí era una victoria, aunque me supiera a poco porque sería tan solo por una noche. Sin embargo, era mejor un minuto más juntos que la impotencia de la distancia, de no saber cuándo volveríamos a reunirnos, por mucho que confiara que en aquella segunda ocasión no se perdería la comunicación, que nos cartearíamos y hablaríamos por teléfono con mucha más asiduidad.

Una vez que guardó su mochila, más que subir a mi habitación para ayudarme con la mía, porque le causó un cierto reparo entrar en el pasillo de las chicas, me esperó en la entrada y cuando bajé, se cargó la mochila y me acompañó hasta el coche. Era quien tenía las llaves, por lo cual o me las devolvía o me acompañaba, lo que aprovechó para que viera que había metido su mochila en el maletero, que no se había equivocado de coche y con ello reiterarme su intención de quedarse al menos durante un día, aunque en realidad desde aquel momento su regreso dependía de la disponibilidad del transporte público, confiado en que tendría plaza en el autobús al día siguiente. Por mi parte, sin que se lo confesara, casi prefería que surgiera cualquier percance que le retuviera allí varios días más, aunque, por otro lado, no estaba demasiado segura de hasta cuándo dudaría la condescendencia de mis padres, por mucho que la noche anterior se hubieran mostrado tan benévolos.