Ana. Silencio en tus labios (2)

Llegamos a la Casa de Ejercicios casi a medianoche, aunque sin demasiado remordimiento por la tardanza y sin que la gente pareciera muy preocupada ni inquieta por nuestra ausencia. Daban por sentado que aquella noche no se contaba con nosotros para nada, que antes de encerrarnos allí a rezar y escuchar meditaciones sobre las relaciones de pareja a la luz del Evangelio, teníamos que aclararnos las ideas. De hecho, más que presentarnos allí con idea de meternos en la capilla y unirnos al grupo, buscábamos un sitio tranquilo donde cenar y continuar con nuestra conversación porque no tenía mucho sentido que diéramos más vueltas por la ciudad, ya que resultaba un tanto imprudente que le distrajera con mi conversación y lo mucho que tenía que ver, si además debía estar pendiente del tráfico. Consideraba que ya me había demostrado sus cualidades como conductor y que mis expectativas no se habían visto defraudadas, pero para él aquel voto de confianza debía tener un límite.

No puse ningún reparo en que me acompañase a subir la mochila hasta la que sería mi habitación durante aquellos tres días, las dos noches que tendría que dormir allí. Ocasión que aprovechó para explicarme cómo se habían distribuido los dormitorios y aclararme que el suyo no se encontraba en la misma planta. Me recalcó el hecho de que ocuparíamos dormitorios separados y distantes, en alusión a cómo había sido en la Pascua, aunque la separación entre chicos y chicas no estuviera tan clara, por el hecho de que a aquella convivencia habían acudido matrimonios y con éstos se tenía un trato diferente, como ya había comprobado el año anterior. A Manuel y a mí aún nos faltaba bastante vida de pareja y confianza como para que se nos tuviera esa consideración. Por mi parte, de momento, prefería que se mantuvieran las distancias. Aún no me sentía tan mentalizada como para que durmiera tan cerca de mí en ningún sentido. Ya me había cohibido bastante su visita a la casa de las chicas el domingo de Resurrección, aparte que ya no era ningún secreto el hecho de que éramos pareja y, como la novedad del momento, era comprensible que todos los ojos estuvieran sobre nosotros, con esa inocencia e ingenuidad en el comienzo de toda relación, aunque en mi caso ya fuera la segunda que me tomaba con esa seriedad y quizá tuviera el inconveniente de que me lo planteaba con un poco menos de entusiasmo.

Como era tarde, teníamos que cenar y no queríamos molestar a nadie con nuestra conversación, nos salimos al patio. Por suerte para Manuel eso de que se alimentaría sólo con verme, porque ese parecía su planteamiento ante su falta de previsión o que los acontecimientos no se hubieran desarrollado como esperaba, se quedaría en mera intención, dado que yo fui bastante más previsora, a riesgo de que preparase cena para los dos y encontrarme con que se hubiera traído la suya. Entre los avisos para aquella convivencia estaba que la cena de aquella noche cada cual se la debía traer de su casa, pero como su idea inicial era verse conmigo no supo muy bien cómo resolver aquella disyuntiva. Yo estuve encantada con el hecho de compartir la cena con él, porque además sería una excusa para acortar distancias, que era lo que llevábamos haciendo desde nuestro encuentro frente al portal de mi casa. Me daba la oportunidad de que fuese yo quien cuidara de él, ejercí de novia, aunque él no se hubiera mostrado muy detallista conmigo en aquella reconciliación; echaba en falta que hubiera demostrado que había pensado en mí. Por la manera en que se había presentado daba la sensación de que era un tanto egoísta en ese sentido.

Sentados en aquellos escalones, a la luz de la farola, quise que compartiera conmigo la impresión que le habían causado mis padres y, en cierto, modo justificar la actitud con la que éstos le habían recibido. Mi madre aún soñaba con que encontrase al chico perfecto y pensaba que había echado por tierra mi mejor oportunidad, a pesar de que hubiera sido yo quien tratase con Carlos y tuviera suficientes motivos para haber tomado aquella decisión, los cuáles no le detallé porque no me pareció que fuera el momento ni el lugar, aunque más o menos le dije los inconvenientes que seguro le pondría, como sus dudas a la consistencia de nuestra relación porque la principal recriminación que mi madre tenía en su contra es que no se hubiera presentado en mi casa al día siguiente de que le hubiera colgado el teléfono, después de que él me hubiera dado plantón con respecto a mis planes para aquel fin de semana, que tres meses era demasiado tiempo para no habernos visto. Por mi parte le dejé claro que también me sentía dolida por ello, pero que comprendía sus razones y asumía mi parte de responsabilidad.

Frente a la actitud crítica y desfavorable de mi madre, que hasta comprendía, porque no era ningún secreto para ninguno de los dos que Manuel había conseguido alterarme los nervios en más de una ocasión antes de iniciar nuestra relación y durante el tiempo que habíamos estado sin saber nada del otro, tenía a mi padre, quien, a pesar de su seriedad, por encima de cualquier otra consideración y de esa idea de que mi pareja se tendría que implicar en el negocio familiar, valoraba el hecho de que fuera feliz y con un poco más de criterio creía saber lo que me convenía, de tal manera que hasta la fecha no había estado muy de acuerdo con ninguno de los chicos que se habían interesado por mí. Se había mostrado bastante poco optimista con respecto al futuro. Sin embargo, en cuanto me presentase en casa con un chico que a él le cayera en gracia, daría igual que todo el mundo se pusiera en nuestra contra porque tendríamos su apoyo incondicional. Quizá aquella noche por un exceso de optimismo y para que no pensara que ya lo tenía todo perdido de antemano, le insinué que tal vez le hubiera caído en gracia, a pesar de los recelos y la desconfianza inicial.

Le confesé que en uno de los peores momentos de mi vida, cuando me recuperaba de aquella ruptura y necesitaba alejarme de lo que había sido mi vida y planteamiento hasta entonces, para lo que había encontrado el apoyo y la comprensión de las amigas de Toledo y mi mayor implicación en el Movimiento, más allá de la vida de la parroquia, porque todo lo anterior parecía carecer de sentido, él se había cruzado en mi vida. Lo que en un primer momento había entendido como un darme de bruces contra la realidad y entender que habría de ser un poco más comedida en mis expectativas. Sin embargo, con el paso del tiempo, en nuestros sucesivos encuentros o tropiezos, había descubierto que, por debajo de esa impresión poco favorable, de esas irreprimibles ganas de mandarle a hacer gárgaras, había aflorado un amor, un cariño, mucho más fuerte, por lo que aquel chico con el que hubiera preferido no cruzarme, no permitir que se entrometiera en mi vida, se había convertido en el dueño de mi corazón. Tal vez no fuera el chico perfecto ni yo demasiado exigente con mis expectativas, pero me había enamorado.

Tras aquella declaración de amor e intención que ni él mismo se hubiera esperado escuchar de mis labios y para la cuál no encontraba palabras con las que responderme y que me sintiera correspondida, no me reprimí a la hora de preguntarle sobre sus intenciones para el domingo, para después de la convivencia, porque, si como entendía estaba de vacaciones y no tenía prisa por regresar a Toledo, cabía la posibilidad de que se quedase, ya que en mi casa la habitación de mi hermano estaba libre y no esperaba que mis padres fueran a poner excesivos reparos en ese sentido, ni para que me tomara el lunes libre en el trabajo y que lo pasásemos juntos. El paseo de aquella noche me había sabido a poco y tenía mucho que enseñarle, teníamos mucho de lo que hablar todavía. Era nuestra oportunidad para que mis planes para aquel fin de semana de mayo no se quedasen como un mal recuerdo en nuestra relación, aparte que en la Pascua nos habíamos hecho el propósito de buscar ocasiones para vernos y desde entonces, debido a esa falta de entendimiento, daba la sensación de que nos distanciábamos más.

No me pareció que mi propuesta le convenciera demasiado y en un primer momento temí que me fuera a dar las mismas excusas que en mayo, por lo cual nuestros propósitos de aquella tarde, del reencuentro quedarían en nada. Él se conformaba con el fin de semana de la convivencia y le atemorizaba el reencuentro con mis padres y más el hecho de pasar un minuto de más en mi casa. Al menos de sus excusas entendía que no tenía una razón de peso para regresar a Toledo el domingo por la tarde, más allá del hecho de que le resultara improvisado y comprometido. Deduje que le apenaba tanto o más que a mí la idea de separarnos de nuevo hasta una próxima ocasión que ninguno tenía claro cuándo se produciría y no sería fácil que nos pusiéramos de acuerdo. Por lo cual, ante su propia frustración e indecisión, era como si esperase que fuera yo quien le dejase sin escapatoria, o conseguía que se quedase contra toda lógica o para volver a estar juntos tendría que marcharme con él; posibilidad ésta que por mi parte descartaba, porque tenía trabajo atrasado en la gestoría y debido a mis problemas de salud ya me había tomado. El mes de agosto era para que mi hermano se fuera de vacaciones y como era un hombre casado se entendía que la elección de esas fechas no era algo improvisado.

Dado que su idea era que coincidiéramos en la convivencia y no me pondría fácil que le convenciera para que se quedase el domingo, se me ocurrió proponerle algo que en realidad sería bueno para los dos, porque confiaba en que no repetiría sus torpezas de la Pascua y se tomaría aquellos días en serio. Como pareja, por mi parte ya tenía asumido que no sería tan fácil que me concediera demasiado tiempo para que estuviera tranquila, pero se me ocurrió que era algo de lo que me podía beneficiar con todo descaro. Le sugerí que los dos nos tomásemos la convivencia en serio y que, si el domingo se quedaba con la sensación de que no le había sacado el suficiente provecho, dejaría que se marchara. Sin embargo, si, por el contrario, terminábamos la convivencia con la sensación de que nos sentíamos más unidos y reafirmados en nuestros sentimientos, en el buen provecho que le habíamos sacado a esos días, se quedaría. Tampoco es que pusiera nuestro futuro como pareja pendiente del resultado de aquellos días, no era esa mi pretensión, tan solo que no se tomara aquel fin de semana como si fuera una cita de pareja, sino como lo que era, nuestra oportunidad para encontrar el verdadero sentido a nuestra vida en común.

Reconozco que la idea no le convenció demasiado y que, si aceptó mi sugerencia, fue a regañadientes, porque no se sentía muy capaz estar a la altura de las expectativas que me había creado o le exigía. Por mí estaba dispuesto a hacer el esfuerzo y sacrificios que hicieran falta, pero sus malos hábitos eran conocidos por todos y temía mis reacciones en caso de que me sintiera demasiado vigilada. Teníamos el precedente de la Pascua y los retiros, con la particularidad de que no tendría el refugio de mis amigas, aunque sí el de las demás chicas asistentes a la convivencia. Era plenamente consciente de todo ello, pero tampoco esperaba que viviera aquel fin de semana con tal intensidad que me dejase al margen de su vida, tan solo que intentara estar un poco más centrado, dado que estaba dispuesta a permanecer a su lado y tomarme sus manías con un poco más de condescendencia, que pasaría aquellos días con mi novio y todo lo que ello implicara. Me preocupaba más que el hecho de que hubiera ese acercamiento entre los dos favoreciera que descubriera mis defectos y manías que también las tenía.