Se nos hacía tarde para irnos a la Casa de Ejercicios, por lo que echas las presentaciones, como aún tenía que cambiarme de ropa y recoger la mochila, hacer tiempo para que Manuel pensara que me apuntaba a la convivencia en el último momento, porque, si seguía convencido de que no me había apuntado, me pediría que le llevase con el coche e intentaría que aquella primera cita se abreviara. En realidad, no había ningún problema en que yo acudiera a la convivencia y durmiera en mi casa, me hubiera salido más económico, salvo por la molestia del coche y los horarios, por lo cual prefería vivirlo con la misma intensidad que todo el mundo; más cuando era la ocasión de pasar un par de días con Manuel, sin la sensación de abandonarle al caer la tarde para reencontrarnos por la mañana. Si pretendía que todo el mundo se convenciera de que nos tomábamos aquella relación en serio, era mejor que los dos nos implicásemos y con mi estancia en la Casa de Ejercicios se subsanaba el que no nos hubiéramos puesto de acuerdo con antelación.
Otro de los motivos de haberle traído a mi casa, aparte de que mi madre le conociera, tuviera la oportunidad de hablar con él y se diera cuenta de lo maravilloso que era o que Manuel me conociera un poco más, es que se hiciera idea de cómo era mi familia en persona o por las fotos que había de éstos en el comedor, porque para mí iba a ser más cómodo que perder una tarde con explicaciones. Lo cierto es que muchas ganas de hablarle de la díscola de mi hermana no tenía y a los demás de una manera u otra, antes o después, los acabaría por conocer, ya fuera en aquella ocasión o en futuras visitas, al igual que yo confiaba en conocer a sus padres y hermanos el día que me invitase a su casa, lo que aún no me había planteado, pero era de suponer que una vez que habíamos recuperado nuestra relación y la comunicación ese conocimiento mutuo resultara imprescindible.
Mi madre me había prometido no ser demasiado intransigente con sus primeras valoraciones ni trato con Manuel, por lo que me planteé con cierta tranquilidad el hecho de que se quedasen solos en el comedor, aunque en el fondo temía que fuesen a saltar chispas porque ésta no dejaba de tener a Carlos idealizado y por debajo de éste no parecía que ningún otro chico le gustase para mí. Por lo cual sería complicado que Manuel le fuera a dar motivo para que cambiara sus preferencias en ese sentido, aunque mi madre asumiera el hecho de que lo mío con Carlos ya no tuviera vuelta atrás, entre las muchas objeciones que le pusiera a Manuel para considerarlo el novio perfecto para mí. La realidad era que éste era el chico que yo había escogido, del que estaba enamorada y que me correspondía en esos sentimientos. Quizá pudiera aspirar a alguien mejor y es posible que al vernos juntos mi madre pensara que en ocasiones es cierto eso de que el amor es ciego. Sin embargo, estaba dispuesta a que nos diéramos una oportunidad. Confiaba que con el tiempo, a poco que conociéramos un poco más y mejor a Manuel, éste nos demostraría sus muchas cualidades.
El piso era grande, pero no lo suficiente como para que desde mi habitación no se escuchase la puerta principal al abrirse, por lo cual tomé conciencia de que debía darme prisa en terminar de arreglarme cuando escuché que entraban mi padre y mi hermano, que, como era su costumbre, José tan solo se había acercado por acompañar a nuestro padre y saludar a nuestra madre. No es que ellos estuvieran muy al corriente de mi vida, pero entendía que entre mis padres no había demasiados secretos en ese aspecto. En ocasiones tenía la impresión de que mi padre se enteraba antes que yo de mis éxitos y fracasos, por lo cual en aquella época debía haberle llegado algún comentario sobre la posibilidad de que Manuel nos viniera a visitar y anduviera con la mosca detrás de la oreja, a la espera de ese acontecimiento, como si se considerase en la obligación de ser él quien diera su beneplácito a la hora de que saliera con un chico u otro, porque mis gustos en ese sentido los entendía casi como si cada vez que me había planteado algo serio con alguno le hiciera una entrevista de trabajo, porque a medio o largo plazo mi padre estaba dispuesto a hacerles un sitio en el organigrama de la empresa. Pero, con más facilidad que yo, se olvidaba del tema cuando entendía que aquella relación no tenía futuro. Era fácil comprender que el encuentro de aquella tarde mi padre se lo planteaba con aquella intención y que Manuel no estaba mentalizado para ese tipo de situaciones.
Me gustaba considerarme una chica tradicional en algunos aspectos de mi trato y relación con los chicos, pero en aquella ocasión no me molestó el hecho de ser yo quien saliera al rescate de mi amado antes de que éste pensara que su charla con mis padres dejaba la nuestra de febrero en algo anecdótico. Tampoco es que éstos tuvieran intención de humillarle y convencerle de que era mejor que se olvidase de mí, porque no le considerasen adecuado, pero para una primera visita con dos o tres observaciones poco favorables, por mi parte, eran más que suficiente. El resto sobraban. Manuel no se había presentado allí con idea de pedirles su beneplácito para que volviéramos a vernos, tan solo a reconciliarse conmigo y que nos diésemos una segunda oportunidad. Era yo quien le había puesto en el compromiso de que se viera sometido a aquella tortura y lo peor es que lo había hecho con conocimiento de causa. Después de todo lo que había pasado con Carlos y de todos mis problemas, mis padres lo único que intentaban era protegerme, pero había cuestiones sobre las que aún no había hablado con Manuel y tampoco era cuestión de que se precipitasen los acontecimientos. No tenía interés en perder aquella relación mientras no hubiera razón para ello. Lo que sentía era que estaba enamorada y éste me correspondía con sinceridad, a su manera.
Su expresión de alivio cuando aparecí por la puerta fue la evidencia de que se sentía salvado y, en cierto modo, una recriminación porque no me hubiera dado más prisa. Supongo que, en cierto modo, notó el cambio en mi vestuario y aspecto, que me parecía un poco más a la chica de la que se había enamorado, más natural, aunque para mí aquel aspecto resultase un tanto informal. Si de verdad nuestra relación era tendente a perdurar en el tiempo, él se habría de habituar a aquellos cambios y, sobre todo, a verme como estaba antes porque aquella era mi verdadera personalidad, no como la chica despreocupada que iba a los retiros y donde el Movimiento la convocase. De hecho, me inquietaba un poco pensar en la impresión que le causaría cuando me viera vestida para trabajar en el despacho de la gestoría, con esa formalidad y seriedad. En definitiva que en vez de haberse enamorado de una chica, se tendría que hacer a la idea de que se trataba de unas cuantas o de la misma, pero con distintas personalidades o un vestuario muy extenso. En todo caso, confiaba en que sus sentimientos fuesen en respuesta a los míos, que no cambiaban ni dependía en modo alguno de la ropa o el aspecto que tuviera en cada momento.
Aunque me presentase vestida para salir y no ocultase el hecho de que ya me había preparado la mochila para pasar el fin de semana en la Casa de Ejercicios, mi madre nos planteó que nos quedásemos a cenar porque ya era tarde y, de todas maneras, algo tendríamos que comer. Por lo que previamente había hablado con mi madre, ésta sabía que mi idea era que me iría en cuanto Manuel viniera a buscarme, salvo que la actitud de éste me agobiara, por lo que no me planteaba que aquella reunión familiar se alargase más de lo necesario. A diferencia de Manuel, yo conocía a mis padres y prefería evitarle la tortura, que éste preferiría mil veces más que fuera yo quien le recriminase sus torpezas antes de que mis padres le echasen en cara las pocas cualidades que le encontraban para ser mi pareja porque para mí era evidente en aquellos momentos el criterio de mis padres y mis gustos no eran demasiado coincidentes, pero ello se debía a que aún no le conocían lo suficiente, y porque yo con el tiempo le había sabido encontrar encanto y apostaba por nuestro futuro por encima de quien no fuera tan optimista.
La salvación para los dos fue comentarle a mi madre que había llamado a los responsables de la convivencia y éstos me habían confirmado que aún quedaban plazas libres en la Casa de Ejercicios, que, por lo tanto, nos esperaban y llevábamos algo de prisa. En realidad, lo lógico hubiera sido que le aclarara a Manuel que tenía hecha mi reserva desde principio de mes y que, en caso de que la hubiera rechazado, casi me hubieran ido a buscar para que me lo pensara mejor, pero tampoco quise quitarle el mérito a sus gestiones, que se creyera que gracias a su correcto planteamiento tan solo faltaba que les aclarase mis intenciones para aquel fin de semana. La torpeza por mi parte habría sido que ya hubiera llevado allí la mochila y saliera de mi casa de vacío, porque la verdad era que mi decisión final dependía en gran medida de mi reconciliación con Manuel, que acudiera los tres días o que me hubiera acercado tan solo a saludar para que nadie pensara que me escondía de todo el mundo por causa de nuestro desencuentro.
No hizo falta que le preguntásemos si le apetecía quedarse a cenar, dado que tardó poco en demostrar su caballerosidad a la hora de hacerse cargo de mi mochila y con ello dar a entender a mis padres que coincidía conmigo en las prisas por marcharnos, aunque más que salir huyendo de mi casa, lo correcto es que demostrara interés por volver, que mis padres le habían causado buena impresión, estaba encantado de conocerles y confiaba en que volvería a verles en cuanto surgiera una nueva ocasión, que ya se hacía a la idea de que mi casa se convertiría en su segundo hogar o al menos a donde vendría cada vez que planeásemos algo en la ciudad. Tal vez mi madre no fuera demasiado partidaria de ofrecer alojamiento a mis amistades, pero con Manuel estaba segura de que no le importaría hacer una excepción, sobre todo porque así se cercioraría de que los dos pasaríamos allí la noche. No se trataba de que mi madre dudase de mi sentido común, más bien, desconfiaría de que Manuel lo tuviera, por mucho que su alegato de defensa fuera que se trataba de un chico al que había conocido en un ambiente religioso. En ese sentido Carlos, como cualquier otro, no se diferenciaba de los chicos menos comprometidos.
Manuel se cargó mi mochila, yo tomé su mano y salimos del piso sin dar ocasión a que mis padres nos convencieran de lo contrario. Cuando cogí su mano noté su nerviosismo, que estaba algo tenso y no sabía dónde esconderse para escapar de aquella situación tan comprometida, por lo que una vez que nos quedamos solos en el ascensor, y dado que desde nuestro reencuentro las demostraciones de afecto destacaban por su ausencia, no me reprimí más y le di un beso en la mejilla. Fue mi manera de demostrarle mi alegría por el reencuentro, la reconciliación, y aliviarle el susto que llevaba encima tras la charla con mis padres. Éstos eran menos intratables de lo que tal vez le hubieran parecido, tan solo debía conocerlos un poco mejor y comprender que se limitaban a ejercer como tales con todo aquel que se presentase en mi casa con aquellas intenciones. Frente a los precedentes de mi hermana o míos, lo cierto es que Manuel tampoco era de los que salían peor parados y en ese sentido era afortunado.
Acostumbrada a mi casa y al edificio, me bastó con una mano para ir abriendo puertas mientras con la otra me agarraba a Manuel para que éste no se perdiera por el camino, aunque me quedase patente que su interés por marcharnos era mayor que el mío, no fuera que se me hubiera olvidado algo y tuviéramos que volver sobre nuestros pasos. Sin embargo, había dispuesto de tiempo suficiente para prepararme la mochila con idea de pasar el fin de semana de convivencia en la Casa de Ejercicios y compartirlo con él, porque también le había tenido en cuenta. Si hubiera pensado tan solo en la gente del Movimiento, habría escogido otras prendas y cosas, pero se trataba de que me viera relajada y yo me sintiera cómoda. Con alguna diferencia con respecto a mi planteamiento para la Pascua, aquella mochila estaba pensada con idea de que pasaría tres días con mi novio, aparte del resto de la gente. El año anterior me lo había planteado con algo menos de detalle.
Cuando llegamos a mi coche, me ocupé de abrir el maletero, para meter la mochila y, tras cerrar la puerta, le entregué las llaves para que condujera, aunque me dio la impresión de que ya iba con idea de ser el copiloto. Sin embargo, por lo que había hablado con mis amigas, éstas me habían asegurado que ya se había sacado el permiso de conducir y que, por lo tanto, aquella concesión por mi parte era un riesgo controlado. No tenía muy claro el concepto que tenía de sí mismo, pero por mi parte estaba dispuesta a sacar lo mejor de él, que me diera argumentos que contrarrestasen las objeciones que mis padres me dieran el domingo por la tarde cuando me enfrentase a ellos a la hora de tratar el asunto de mi nueva relación. Quizá les hubiera parecido un chico un tanto acobardado, pero, si le había considerado apto para conducir un coche, por mi parte no encontraba razón para que no sintiera que estaba a la altura de las mejores expectativas. No me costó mucho convencerle, aunque al principio se resistiera un poco, pero se trataba de mi coche y yo no estaba dispuesta a conducir aquella noche, por lo que, si tenía prisa porque nos marchásemos, mejor que no discutiera conmigo.
Por la ruta más corta desde mi casa hasta la Casa de Ejercicios no se tardaba más de cinco minutos. Sin embargo, a pesar de lo tarde que se nos hacía, me pareció buena idea que diésemos un rodeo, una vuelta por el barrio, tal y como me hubiera hecho ilusión que hiciéramos en aquella visita del mes de mayo para la que me había dado plantón. Quería y necesitaba que conociera un poco más, el lugar donde me había criado y se hiciera una idea un poco más clara de cómo era la chica de quien se había enamorado, que mi vida no se había limitado a ir a misa a la parroquia del barrio ni a alguna que otra escapada a Toledo. Era una chica con un pasado, con una vida que no había compartido con él y de la que no tenía muy claro que estuviera muy enterado. Por allí estaba la panadería donde compraba el pan a diario; mi colegio; mi instituto; el parque donde jugaba de pequeña; donde quedaba con las amigas y por donde me gustaba pasear; el bar donde alguna que otra vez me reunía con las amigas a charlar; la tienda donde acostumbraba a comprarme la ropa. En definitiva, mi vida cotidiana, incluso nos acercamos por el edificio donde estaba la gestoría de mis padres en la que trabajaba. No pude aludir a mi etapa universitaria porque ésta había sido en otra ciudad y, de hecho, Manuel no me hizo ninguna mención al respecto, por lo que supuse que daba por sentado que sabía que mis padres no me tenían en la gestoría como chica de los recados ni como una simple secretaria. Ocupaba un puesto de responsabilidad, al igual que mi hermano José.