26 de julio, sábado
Una vez terminamos de cenar y consideramos que ya no había nada más sobre lo que hablar en privado, nos decidimos a acudir a la capilla y reunirnos con los demás para empezar a implicarnos en la convivencia y tomarnos en serio lo que habíamos acordado. Como los dos necesitábamos lavarnos los dientes, acordé con él que nos reuniríamos en la capilla, que no hacía falta que me esperase, porque tampoco tenía claro lo que tardaría en bajar y no había ninguna necesidad de que entrásemos juntos. La gente ya sabía que estábamos allí y habíamos ido para quedarnos, por lo cual era innecesario que escenificásemos el hecho de que estábamos juntos y habíamos superado nuestras discrepancias. Era mejor que nos comportásemos con naturalidad. En cierto modo, necesitaba recuperar mi espacio, disponer de esos diez o quince minutos para relajarme y tomar conciencia de que mi vida sentimental tenía un punto y seguido. Sobre todo debía mentalizarme de la trascendencia de la oración de aquella noche.
Cuando bajé a la capilla, él ya se encontraba allí, como todo el mundo. Había un número bastante numeroso de gente, porque aquella convivencia tenía una buena aceptación dentro del Movimiento, como una alternativa o complemento al campamento. Aquella reunión era para las parejas y los matrimonios jóvenes, aunque, como a mí me había sucedido el año anterior, también había algún que otro soltero que aprovechaba esas ocasiones para mejorar su formación e incluso había quien había acudido solo, aunque tuviera pareja. El caso es que, a pesar de que no quedase ni un solo banco libre e incluso quien había preferido sentarse en el suelo, tal y como ya estaba acostumbrada a ver en los retiros, e incluso en alguna ocasión en la pascua cuando acudíamos a la iglesia para las meditaciones, a su lado había un sitio libre. En aquella ocasión entendí que no era tanto por la indiferencia de los demás, como por el hecho de que éste se hubiera buscado un banco en el que cupiéramos los dos. Lo cierto es que también había otros huecos libres, pero aquella era una invitación que no rehusé porque comprendí que aquel sitio estaba reservado para mí.
Antes de arrodillarme para rezar, busqué su mano para acariciarle y que supiera que ya estaba allí. Busqué ese momento de complicidad entre los dos porque entendí la relevancia de aquel acontecimiento en nuestras vidas, que a diferencia de cómo habían sido nuestros ratos de oración hasta la fecha, no tendría que ver cómo me sentaba en otro banco ni cómo me escondía entre la multitud. Aquella noche me tenía a su lado y lo más relevante de todo es que los allí presentes eran testigos de ello. Aquellos que en algún momento hubieran escuchado comentarios o rumores con respecto a nuestras discrepancias y no se terminaran de creer que estábamos juntos, tenían la evidencia más clara de que había cambiado de opinión, que sin desmentir todo lo que hubiera llegado a comentarles a mis amigas, porque entonces era así cómo lo sentía, aquella noche mi sitio era aquel. Es posible que incluso a mí me resultase un tanto difícil de creer que aquello fuera verdad, en particular por el tiempo transcurrido desde la última vez que había compartido un momento de oración con quien consideraba mi novio. Habían pasado muchos años y no hacía tanto que ni siquiera me planteaba que fuera él quien ocupase ese puesto en mi vida, a mi lado en el banco.
Aquel rato de oración duró poco, dado que habíamos sido los últimos en incorporarnos y los demás ya estaban a punto de terminar, de manera que antes de que me diera tiempo de disfrutarlo, el sacerdote dio por concluido el tiempo de oración con intención de mantener el horario de la convivencia y que todos nos fuésemos a dormir, cada cual a su habitación, porque a diferencia de la Pascua o los campamentos, allí cada uno tenía la suya. No habría tiempo para una última charla, salvo que saliéramos al pasillo y que el bullicio de la conversación despertase a los demás. Por mi parte, tenía la necesidad de compartir impresiones con alguna de las chicas, contarles cómo había sido mi reencuentro con Manuel, porque quienes sabían de mis planes tendrían curiosidad por conocer los detalles, hasta dónde se pudiera contar. Sin embargo, aunque no hubiera voto de silencio, según el horario de la convivencia, era el momento de descanso porque nos esperaba un sábado bastante intenso, aparte de que la mañana del domingo fuera más o menos relajada.
Nosotros nos despedimos en la puerta de la capilla, intuía que se esperaba que le permitiera que me acompañase hasta la puerta de mi habitación o hasta el descansillo de la planta, pero para mí era mejor que la despedida fuese allí, que respetase mi descanso para que toda la atención estuviera centrada en la convivencia y no tanto en nuestros sentimientos. Tampoco es que quisiera asustarle o parecerle demasiado fría después de haber compartido ese rato de oración, pero no necesitaba que me arropara cuando me acostase, dado que mi madre tampoco se lo consentiría, en caso de que hubiera estado allí. Era mejor que mantuviéramos una cierta compostura y no pretendiera más de lo que estaba dispuesta a recibir. En cierto modo, quise que quedara patente que de momento tan solo éramos novios y no teníamos por qué seguir el ejemplo de los matrimonios ni de aquellas parejas que llevaban juntas más tiempo que nosotros, aunque tampoco pretendiera que me tratara como si tan solo fuésemos dos amigos que hubieran coincidido allí. Su trato conmigo debía ser diferente al que tuviera con el resto, pero sin que resultase excesivo ni me agobiara.