Manuel me debió ver tan confundida y capaz de cometer alguna locura que me pidió las llaves del coche para ser quien condujese. Consideró que era la hora de que regresásemos a mi casa porque se nos hacía tarde para cenar y mis padres ya debían estar preocupados por los dos, al no saber dónde nos habíamos metido. No parecía muy dispuesto a complicar más la situación porque ya se sentía bastante culpable y mal por ello. De nuevo afloraba ese mal concepto que tenía de sí mismo. Si hubiera tenido un poco más de carácter, lo más lógico hubiera sido que lo demostrase, que no hubiera aceptado con esa resignación que le dijera la opinión que mis padres tenían de él, pero su reacción era la misma que en febrero cuando me desahogué. Tal vez lo que más me sorprendió fue que, a pesar de todo, estaba dispuesto a llevarme a casa, que eso le parecía más oportuno que la idea de escaparnos, porque tampoco me dio la impresión de que en esos momentos pensara que sus padres nos fueran a rechazar, en caso de que nos hubiéramos presentado en su casa sin previo aviso, más cuando ya debía haber avisado que regresaría un día más tarde de lo previsto el viernes.
Cuando llegamos a mi casa, aparcamos el coche en la calle y, una vez que sacamos las mochilas, me devolvió las llaves, ante la posibilidad de que se quedaran en su bolsillo cuando se marchara, porque me advirtió que en ocasiones era un tanto despistado. Mi respuesta fue de complicidad, le pedí que no se olvidara de mí ni de lo mucho que le quería, lo que quizás en aquellos momentos fuera importante que lo escuchara de mis labios porque nos enfrentaríamos a mis padres y al menos yo no era demasiado optimista ante la expectativa de que aceptaran de buen grado mi decisión de mantener aquella relación, de creer que nos merecíamos una segunda oportunidad, porque Manuel sería capaz de demostrarles que estaría a la altura de sus exigencias en cuanto a mis pretendientes. En mi caso no me había enamorado del chico perfecto, tan solo de uno que había demostrado que correspondía a mis sentimientos, porque confiaba en él. Si alguien tenía alguna razón para ser crítico con mis razonamientos era yo misma y, a pesar de ello, apostaba por nuestro futuro como pareja.
Fue mi padre quien nos abrió la puerta del piso y por su expresión y lo tarde que era resultaba fácil intuir su preocupación y el alivio al saber que los dos nos presentábamos allí, sobre todo que yo seguía sana y salva. Era comprensible que ante nuestra tardanza se hubieran inquietado porque no era muy habitual que después de una convivencia en la Casa de Ejercicios e incluso de alguna actividad en la parroquia, me presentase a esas horas en casa y menos cuando sabía que me esperaban para cenar, que tal vez hubieran intentado localizarnos por teléfono, pero el hecho de que la noche anterior les hubiera llamado había sido una excepción a mi costumbre de tenerlo desconectado cuando estoy en oración, no tanto porque me aislase del mundo como por evitar que sonara en el momento más inoportuno, aparte de que lo había dejado en la habitación tampoco lo escuchaba. De ese modo quienes me llamaban sabían que no estaba en situación de atenderles. Además, tan solo se trataba de un fin de semana y aquella tarde de domingo tampoco había estado con ánimos para saber nada de nadie.
Dado que aún seguía un poco nerviosa por la conversación con ellos, me limité a saludar a mi madre y me fui directa a mi habitación, necesitaba una ducha y relajarme antes de pensar en otras cuestiones. Me sentía en casa y a salvo, sabía que mis padres no iban a ser tan drásticos con nosotros como para echarnos por haberles dado aquel susto o no haber atendido a sus recomendaciones. Ellos mismo me habían dicho que Manuel se podía quedar aquella noche y en cualquier caso ya no tenía remedio porque éste no tenía manera de regresar a Toledo ni ningún otro sitio donde pasar la noche, ni aunque por mi parte hubiera recurrido a la disponibilidad de algún amigo, pero era mejor no mezclar las cuestiones familiares con la vida del grupo, por muy segura que estuviera que no sería complicado que alguno nos ofreciera su casa. Sin embargo, era responsable de que se quedara y no tenía intención de desentenderme en ningún momento. Si se hubiera dado el caso, hasta me planteaba la posibilidad de que nos hubiéramos ido juntos. Para mis padres era mejor que nos quedásemos allí y nos dejásemos de tonterías.
Para mí era un descanso saber que estaba en casa, que, por muy mal que se pusiera la situación con mis padres; éstos siempre han tenido un alto concepto de familia y con una hija díscola había suficiente. Además, ya les había demostrado que era una hija responsable y trabajadora. Había terminado mis estudios, trabajaba en la gestoría con la diligencia que se me exigía y tenía mis planes de futuro, por lo que, en la práctica, no tenían nada que recriminarme. Tampoco es que me considerase la hija perfecta, pero al menos tenía las ideas lo bastante claras como para saber lo que hacía con mi vida, tomar mis propias decisiones y asumir las consecuencias. Ya no era ninguna cría a la que tuvieran que proteger. Prefería que mis padres fuesen más dialogantes que autoritarios, que se dieran cuenta que todo el ejemplo y la educación que me habían inculcado desde pequeña era algo que valoraba y les agradecía por encima de todo. El hecho de que estuviera enamorada de un chico que no era de su total agrado no era por contradecirles, se trataba de amor, porque en alguna ocasión también me habían asegurado que eso era lo más importante en una relación de pareja, que debía guiarme por el corazón y no tanto por la cabeza, porque éste rara vez se equivocaba.
Cuando terminé en el cuarto de baño, dejé que pasara Manuel, quien, mientras esperaba, había tenido una charla con mis padres, tan privada como la que yo había mantenido con éstos aquella mañana, aunque confiaba que hubieran sido discretos y se hubieran comportado como buenos padres y anfitriones. Por su gesto, cuando nos cruzamos por el pasillo, no me dio la sensación de que se hubiera agobiado demasiado, lo que para mí supuso un pequeño alivio porque me sentía culpable, ya que no pretendía que aquella noche fuera una pesadilla para nadie. Es más, mis padres debían reconocerle algún mérito, aunque tan solo fuera porque no nos habíamos fugado y había respetado mi integridad. Mis padres, cuando se lo proponían, sabían ser gente amigable y lo que Manuel necesitaba en aquellos momentos era precisamente eso, porque no era responsable más que de haberse enamorado de mí y no estar a la altura de las expectativas que mis padres se habían creado con respecto a mi porvenir.
Mi padre aprovechó la ocasión para que hablásemos con un poco más de tranquilidad y calma que aquella mañana. Quiso saber la decisión que había tomado con respecto a aquella relación y hasta qué punto me había sincerado con Manuel en referencia a mis problemas y los inconvenientes que se planteaban. Tuve que ser sincera y reconocerle que había algunos temas de los que aún no habíamos hablado, porque no me había sentido con ánimo suficiente para ello, pero que, en cualquier caso, mi decisión era que no pensaba renunciar a aquel amor por difícil que se nos presentara el futuro o poco alentador que fuese la situación en aquellos momentos. Ante todo quería y deseaba contar con el apoyo de mis padres, porque, de lo contrario, me sentiría muy desamparada y no quería verme en la tesitura de tener que escoger entre ellos y Manuel, porque antes o después lo lamentaría y sabía que éste no consentiría que renunciase a mis padres por él.
Como habíamos vuelto a casa un poco tarde, mis padres ya habían cenado y tuvimos que cenar solos, mi madre prefirió que lo hiciésemos en el comedor, darle a Manuel el trato que le hubiera dado a cualquier otro invitado. A mí me pareció que con ello se le daba un recibimiento mucho más afable y familiar, porque ello nos daba la oportunidad de estar los cuatro juntos, que conversáramos en un ambiente un poco más relajado, para que mis padres conocieran a Manuel y se dieran cuenta que, además de ser el chico que se había enamorado de mí, tenía otras muchas cualidades. Las segundas o terceras impresiones mejoraban en mucho la primera, porque una vez que se habían puesto tan de manifiesto sus defectos después afloraban sus muchas virtudes, aunque en ningún momento dejase de ser el mismo; de tal manera que mis padres se dieran cuenta de que no intentaba guardar las apariencias para caerles bien, dado que, en tal caso, resultaba poco convincente. A mí me gustaba su naturalidad, aunque en ocasiones fuera preferible que se contuviera un poco.
Como mis padres estaban allí de testigos y consideré que necesitaban alguna evidencia clara del buen entendimiento y la complicidad que había entre nosotros, recurrí a lo que me pareció más adecuado, al robo de comida, aunque mi madre no era muy partidaria de que se jugase con la comida. Aquel comportamiento por mi parte tal vez pareciera un tanto ingenuo, que perdía la compostura, pero lo cierto es que era la mejor manera que se me ocurrió de sacarle de sus pensamientos, porque daba la sensación de que se centraba en comer para intentar pasar inadvertido y no participar de la conversación. A mi madre tampoco le importaba tanto que demostrase tener más o menos apetito, porque tampoco tenía aspecto de pasar hambre. Lo que esperaba de él es que actuara como un hombre que no se asustaba ante lo agobiante de aquella situación. La verdad es que él aparentaba estar un tanto acobardado, que, por muy fluida que fuera la conversación entre mis padres y yo, no tenía nada relevante que aportar.
La despedida de aquella noche, cuando nos fuimos a dormir, me resultó demasiado fría, Manuel se mostró demasiado comedido en sus demostraciones de afecto; cuando se separaron nuestras manos se limitó a decirme “Buenas noches”, sin darme ocasión a que hubiera un intercambio de besos, como si temiera que mis padres nos observaran y mi madre fuese a aparecer por el pasillo en actitud amenazante como a él se le ocurriera acercarse demasiado. Estábamos en mi casa y él parecía haberse mentalizado que, dado que la situación no era demasiado tranquila, al final no había sido tan buena idea que se quedara. Sin embargo, yo estaba encantada, lo consideraba un logro y un paso importante en nuestra relación, que se había ganado un sitio en mi casa, que ya no tenía excusa para no regresar, porque ya tendría donde quedarse. Si tan comprometido le resultaba, todo era cuestión de que nos lo planteásemos con calma y buscáramos otra alternativa, pero que se trataba de mi novio por mi parte no había reparo en que se instalase en el dormitorio de mi hermano, cuando éste ya estaba casado y se había trasladado a su propia casa, por lo cual el dormitorio estaba libre. El mío lo había compartido con mi hermana hasta que ésta se marchó, pero su cama y algunas de sus pertenencias seguían allí a la espera de que se decidiera a volver.