Por la mañana la oración de laudes, según el horario, era a las nueve, por lo que mi despertador sonó una hora antes y no tardé mucho más en sentir que había movimiento en las habitaciones contiguas, la de uno y otro lado eran chicas, porque los chicos se encontraban en el piso inferior, aunque los matrimonios estaban repartidos entre las dos plantas, por lo cual tampoco sería tan extraño salir al pasillo y encontrarme con alguno de los chicos ya casados, aunque, para mi tranquilidad, la mayoría de las habitaciones disponía de su propio cuarto de baño, lo que evitaba tener que compartirlo y, sobre todo, que hubiera que esperar turno en el pasillo. No me apetecía que me vieran con mi aspecto de recién levantada, porque por muy fraternal que fuese mi trato y relación con todos, conservaba mi privacidad matinal. Sobre todo confiaba en que Manuel no tuviera la ocurrencia de subir a darme los buenos días por tener un detalle de romanticismo conmigo. Para mi tranquilidad no le encontré en el pasillo cuando abrí la puerta.
Cuando bajé a la capilla ya era casi la hora, pero me asomé por la puerta y entre la gente que había allí no distinguí a Manuel, por lo cual, en lugar de esperarle dentro, preferí quedarme en la puerta. Quería darle los buenos días y que entrásemos juntos, que no sucediera como siempre que nos habíamos tenido que buscar, aunque tan solo para confirmar que uno y otro había acudido al retiro o dónde sentarnos para que ello no fuera motivo de incomodidad. La noche anterior ya habíamos rezado juntos. Si nos habíamos planteado aprovechar aquella convivencia como pareja, debíamos compartir esos momentos de oración como tal. En cierto modo, quise demostrarle que todo lo que nos habíamos dicho el día anterior era en serio y que el despertar de aquella mañana no era fruto de un espejismo, sino que de verdad estábamos juntos, habíamos superado ese primer bache en nuestra relación y nos esforzábamos porque hubiera un futuro para nosotros, que mi actitud había cambiado y ya no tenía motivos para mostrarme huidiza.
Fue de los últimos en bajar, aunque no le pedí que se justificase. Para mí era bastante verle y descubrir su cara de sorpresa al encontrarme allí, al ver que le esperaba. Me gustó la sonrisa que me dedicó, que hasta cierto punto entendí como una recriminación porque sentía que debió ser él quien me hubiera esperado, por lo que, hasta cierto punto, sentí algo de remordimiento por su tardanza. En cualquier caso, si la despedida de la noche había resultado un tanto fría, aquella mañana no tuve reparo en darle los buenos días con un beso en la mejilla, para aprovechar el momento y cogerle de la mano. En su caso no traía diurnal y tenía las dos manos libres, pero ese pequeño detalle tampoco era demasiado relevante porque compartiríamos el mío. La cuestión es que aquel beso y aquellas manos cogidas expresaran todo el amor que afloraba de nuestros corazones y la disposición de compartir aquel día desde el primer momento. Sobraban las palabras para decirnos que durante la noche nos habíamos echado de menos y que la separación no había enfriado nuestros sentimientos.
En la capilla nos volvimos a sentar juntos, los dos en el mismo banco y en aquella ocasión fui yo quien escogí, él se dejó llevar arrastrado por mi mano, porque no quise soltarle demasiado pronto. Nos fuimos a los bancos de delante, que aún estaban libres, aunque por cómo se había situado la gente la noche anterior, no ocupamos el banco reservado a las guitarras. Lo importante era que rezásemos juntos, que nos arrodilláramos los dos a la vez, sin que me quedara la sensación de que había una separación entre los dos, aunque para esa primera oración individual tampoco fue necesario que las costumbres de uno se impusieran a las del otro. Yo tenía que agradecer aquel nuevo día, que estuviera con Manuel y todo lo que llevaba en el corazón. Ante lo cual supuse que a él le sucedería lo mismo, con la ilusión y expectativa de que con el paso del tiempo, según se afianzara nuestra relación, habría una mayor coincidencia en esa gratitud.
La oración comunitaria y el rezo de laudes fue para todos la misma, con la particularidad de que hubo parejas en la que los dos disponían de diurnal o, como en nuestro caso, lo compartían. En nuestro caso fui yo quien lo sostuve, aunque él hizo un intento de ayudarme, pero le retiré la mano porque no era necesario y me dio la sensación de que se tomaba demasiadas confianzas. Con que uno de los dos manejara el diurnal era suficiente y por lo que me daba a entender él no estaba demasiado habituado a ello, por lo cual era preferible que se estuviera quieto y me dejase a mí que ya sabía el día que correspondía, aunque en ocasiones me hubiera confundido por no haber estado atenta al calendario litúrgico. Aquella mañana eran los responsables de la convivencia quienes se ocupaban de esas cuestiones para que nadie se equivocase ni se perdiera con los salmos.
Desayunamos todos juntos en el comedor, las mesas eran largas para dieciséis comensales, quien estuviera acostumbrado a comer en grupo incluso le parecerían cortas. Como ya estaba acostumbrada a estar allí, por las ocasiones anteriores en que había acudido, no me sorprendió demasiado. Sin embargo, él pareció un poco contrariado como si hubiera esperado que nos hubieran reservado una mesa para los dos. Por mi parte prefería tener la oportunidad de compartir con los demás esos momentos, sin que tuviera reparo a que él y yo nos sentásemos en la misma mesa y juntos, compensando ese anhelo pendiente que arrastrábamos desde la Pascua. Me lo planteé como otra oportunidad para retomar nuestra complicidad del último día, para que el desayuno fuese casi como un juego para nosotros y los demás compartieran nuestra felicidad, aunque sin que se perdiera la compostura ni la discreción, porque no me atraía la idea de que nos convirtiéramos en el centro de atención de todo el mundo, aunque por el hecho de estar allí y juntos lo hiciera inevitable.
En aquel ambiente, compartiendo el desayuno y la conversación con quienes se habían sentado a la mesa con nosotros, cuando el momento no podía ser más perfecto, el entusiasmo provocó que Manuel hiciera un comentario un tanto jocoso e inoportuno, algo que sin pretenderlo me molestó bastante más de lo que él se hubiera esperado, porque cuando ya pensaba que no habría nada que impediría que se quedara el domingo, aquel comentario para mí fue suficiente como para que no deseara verle en una larga temporada. Ante lo cual, sin que la presencia de los demás me cohibiera, le advertí que se anduviese con cuidado desde ese momento porque tal vez ya no le daría más besos y el de aquella mañana sería el último. Sus palabras me habían ofendido y sentía que en aquellas circunstancias debía tener más cuidado con sus comentarios porque no sabía cómo me afectarían, por mucho que su intención fuese resaltar el hecho de que estábamos juntos y se sentía dichoso por ello, afortunado. Sin embargo, esa alegría era mejor que la expresase de tal manera que no resultase ofensiva ni diera pie a malas interpretaciones. Habíamos pasado la noche en la Casa de Ejercicios, pero cada cual en una habitación.
Por supuesto se disculpó, me pidió perdón, pero entendió que por mucho que le perdonase, que diera el asunto por olvidado, aquello no era algo que nos dejase indiferentes a ninguno de los dos; había puesto en evidencia lo que pensaba de nuestra relación y no era algo que me agradase, sino que desde el primer momento, desde la Pascua, había intentado evitar, dado que la ofensa era contra todos los que estábamos allí o acudieran a cualquiera de las actividades organizadas por el Movimiento. Si era así cómo pensaba, lo mejor era que recogiera su mochila y se marchara, porque carecía de sentido recibir algo en lo que no creía. Sobre todo debía darse cuenta de que nuestra relación era una cuestión que se debía plantear en serio, que no se trataba de otra de esas historias que se creaba para justificar su interés por alguna chica. Lo nuestro, mis sentimientos y compromiso con él eran en serio. Estaba allí, a su lado, tan enamorada que me dolía en lo más profundo del corazón la sola posibilidad de que no me correspondiera de igual modo. Si él lo entendía de una manera fría y egoísta, casi era mejor que se sincerase conmigo y desmontásemos lo que se había creado como una farsa.
Tras el desayuno, tuvimos una primera meditación, por lo cual regresamos a la capilla con los cuadernos y todo aquello que nos ayudase en la oración. A pesar de que nuestra relación pasaba por un momento un tanto delicado, porque él se había dado cuenta de que no le daba la suficiente importancia a nuestra asistencia a la convivencia ni a nuestra presencia allí, dejé que se sentase a mi lado, que compartiéramos el banco; porque, a diferencia de él, yo sí tenía las ideas claras, le quería y por encima de sus torpezas y cualquier otra consideración aún tenía la ilusión de que cuando el domingo por la tarde los de Toledo se montasen en los coches con idea de regresar, su mochila se encontrara en el maletero de mi coche y él a mi lado, que los dos estaríamos en el aparcamiento despidiéndonos de todo el mundo porque él se quedaba conmigo todo el tiempo que fuera capaz de retenerle. La noche anterior se lo había advertido y no estaba dispuesta a cambiar de parecer, aunque después de lo que me había dicho durante el desayuno, me sobraran motivos para replanteármelo.
Estábamos allí los dos, quizá demasiado serios para lo que había sido nuestra actitud de la noche anterior o de aquella mañana, mientras el sacerdote nos daba una meditación sobre la importancia del amor dentro de la relación de pareja, para que reflexionásemos sobre la base de nuestra vida, que era lo que sembrábamos y lo que esperábamos recoger, incluso nos recalcaba el hecho de que también era importante que nos diéramos cuenta de dónde poníamos la simiente de nuestro amor, no fuera a ser que hubiera caído entre las piedras o las zarzas, en vez de en tierra buena que diera fruto en abundancia. Planteamiento que quizá para los matrimonios ya no tuviera demasiado sentido, pero para nosotros se convertía en algo fundamental en aquellos momentos en que empezábamos nuestro caminar como pareja. Más que pensar en que aquellos desencuentros o faltas de entendimiento daban a entender que nuestra historia carecía de sentido, lo que debíamos evitar es no crearnos expectativas a muy largo plazo, cuando debíamos preocuparnos más porque se asentara lo que ya teníamos. Él podía ser un poco torpe en algunas cuestiones, insensible, pero yo estaba enamorada, segura de saber descubrir sus muchas virtudes.
Pensando en mi situación, planteada con la suficiente objetividad, sin que el amor me cegase, no parecía fácil que aquello encajara en mi vida. Estaba todo organizado, sin él mi vida tenía sentido: La familia; el trabajo en la gestoría; los amigos; las actividades del grupo y de la parroquia, mi salud, etc. Todo eran piezas perfectas de un puzzle que encajaban en mi vida diaria y cotidiana. El intento de que Manuel fuera parte de todo aquello era como si pretendiera jugar a los bolos con todo aquello y que nada tuviera sentido. Todo era un estallido para comenzar de cero y cambiar mi esquema de prioridades. Decidir a qué estaba dispuesta a renunciar era como si alguien desde el exterior intentase meter una estaca de madera en mi perfecto mundo de piedra y cada golpe con el mazo resultase más doloroso. Quizá lo único que le daba sentido a todo aquello es que mis proyectos de futuro se habían quedado estancados tras mi ruptura con Carlos; era un lastre del que no me podía desprender, algo que tiraba de mí y me hundía en lo más profundo, por lo que Manuel se convertía en esa tabla a la que agarrarme en medio de la inmensidad del océano para mantenerme a flote. La duda estaba en si de verdad tan solo era una tabla, mientras esperaba un barco que me rescatase, o era ya ese barco de salvamento, aunque se tratase de una barca de remos arrastrada por la corriente más que un yate de súper lujo.
Nuestro primer desencuentro se había debido a una falta de comunicación, de entendimiento, porque había hecho planes sin tener en cuentas sus circunstancias y aquel nuevo enfriamiento se debía a su falta de moderación en la expresividad de su alegría. La primera discrepancia había provocado que estuviéramos tres meses sin vernos; dos, de no haber sido porque mis problemas de salud me retuvieron en casa e impidieron que fuera al retiro, aunque lo relevante es que Manuel tampoco demostró demasiado interés en solventarlo por su cuenta y riesgo. Aquella segunda, en caso de que no fuésemos capaces de superarlo, supondría que se marcharía el domingo por la tarde, sin que hubiéramos fijado una fecha para volver a vernos, dado que a mí se me habían terminado las vacaciones y él, en vez de quedarse en casa cruzado de brazos, debía encontrar un trabajo que de momento no tenía, aunque los ahorros de los años previos le permitieran pagar los costes de asistencia a la convivencia. Lo cierto es que no podía exigirle ni esperar más de lo que estuviera dispuesto a darme. De manera que, si nuestra relación se basaba en constantes tropiezos y reconciliaciones, no se asentaba en algo seguro, no llegaríamos a ninguna parte. Tal vez lo más grave de todo fuera que, a pesar de esas dificultades, nos queríamos y a mí me pesaba más la idea de un nuevo fracaso en mi vida que aquella falta de entendimiento.
La mañana transcurrió así entre meditaciones y largos ratos de oración en la capilla, como si se tratase de un retiro o unos ejercicios espirituales. Sin embargo, más que el hecho de que el sacerdote hablase y que después tuviera un rato largo para repasar lo poco o mucho que hubiera escrito en mi cuaderno para reflexionar sobre ello con más calma y que me ayudase en mi ratos de oración, lo relevante para mí era que él estuviera sentado a mi lado, unas veces más tranquilo que otras, reclamaba una complicidad que no le daba porque a mí me bastaba con que compartiéramos la oración, que los dos fuésemos capaces de aguantar aquel esfuerzo en silencio. Como era su costumbre, y no se reprimió en aquella ocasión, durante los ratos de oración escribió algún que otro poema, plasmó sus oraciones en su cuaderno. Pero también hubo momentos en los que me dejó sola, en los que su aguante en el banco había llegado a un límite y necesitaba salir de la capilla. En su defensa y para mi tranquilidad no fue el único y dado que las ventanas de la capilla daban al patio alguna que otra conversación se escuchaba.
Una de esas veces en que me dejó sola, me aproveché que se había dejado el cuaderno abierto sobre el banco, confiado en que lo dejaba bajo mi cuidado, y tuve el atrevimiento de echarle un vistazo, de intentar leer alguno de aquellos poemas, aunque más que el temor a que le molestase mi osadía, me encontré con la dificultad de entender su letra, lo que, en cierto modo, me dio una razón por la cual nadie más que él sabía de aquellos poemas, salvo por contadas excepciones. Lo habitual entre la gente, sobre todo entre aquellos con conocimientos musicales, era que escribieran canciones que después compartían con los demás y que, en caso de que gustasen, llegaban incluso a popularizarse. Sin embargo, debido a que sus poemas quedaban sobre el papel y no era algo que compartiera con demasiada gente, aquello no pasaba de ser algo suyo, aún no había sabido de nadie que hubiera tomado aquellos poemas como parte de su oración personal.
Sólo un corazón Cierra mis ojos, si ven pecado, cierra mis oídos, si oyen palabras, cierra y no me dejes ya abrir, no consientas que el sentir dañe, que confiese el no amar por ti, no permitas que mi mente olvide, porque sólo tú debes reinar en mí. Escóndete, oculta de mí la tentación, niega conocerme, si te hice daño, si no sientes por mí una pasión, si lo que busco en ti no es nada porque me abrasaré en tu mirada, recorreré tu belleza sin quererlo, y lo que quiero está en el corazón.
Comimos juntos, todos a la vez y como había hecho durante el desayuno, me senté a su lado, porque la costumbre era que todo el mundo comiera con su pareja y que los asientos que quedasen libres en la mesa fueran ocupados por quienes estaban solos. Tal vez él hubiera esperado que en ese ambiente más distendido me mostrase más afable, pero me mantuve centrada en mis pensamientos, sin parecer demasiado fría o distante, porque disfrutaba de su compañía más que de los demás, pero necesitaba que me viera centrada y no hubiera ocasión para que hiciese otro comentario inoportuno. Me mostré un tanto retraída, como si por un día necesitara que fuese él quien cuidara de mí; me demostrase su madurez y su sentido común, como si después de haberle permitido que condujese mi coche, le hubiera dado las llaves de mi vida, confiada en que no tendríamos ningún percance. Lo mejor de todo es que logró que me sintiera a gusto; que, en contra de valoraciones previas menos optimistas, supe descubrir ese encanto oculto que se le presuponía, que desvanecía cualquier duda que tuviera con respecto a nuestro futuro, aunque no por ello dejase de ser él con su personalidad.
La tarde transcurrió con el mismo planteamiento que la mañana, como si en un único día se tuviera que concentrar todo, aunque en determinados momentos el agotamiento me hubiera llevado a desear que aquello fuera un poco más distendido, que no me hubiera importado que la convivencia se hubiera programado para dos o tres días más en vez de concentrarlo todo en un fin de semana. En cierto modo, las meditaciones y ratos de oración de la tarde se plantearon más como el tiempo de desierto del Sábado Santo. Se facilitaba que quien lo necesitara, se saliera al patio e incluso subiera a la habitación a echarse una siesta no demasiado larga. Fueron más momentos para compartir con los hermanos y descansar. Él se levantó en varias ocasiones; se salía al patio y al cabo de una media hora regresaba para volver a mi lado porque a mí parecía que se me había pegado el culo al banco, aunque alguna que otra vez me levantara para ir al servicio e incluso me saliera al patio para que me diera el aire, sin que coincidiéramos, dado que tampoco era algo que nos propusiéramos el uno al otro. Él parecía empeñado en que nuestro esfuerzo y compartir debía centrarse en la oración, aunque a mí no me hubiera importado que saliéramos al patio a sentarnos en los escalones de la entrada y dedicar diez o quince minutos a compartir impresiones, como pudimos hacer con los demás. Eché en falta un poco más de complicidad y entendimiento entre nosotros, que no se esforzase tanto en demostrarme que se tomaba la convivencia tan en serio como para haberse olvidado de que estábamos allí para compartirla, tanto dentro como fuera de la capilla.
Aquella tanda de meditaciones y ratos de oración concluyó con la misa, que el sacerdote nos prometió que no tendría una homilía demasiado larga porque ya había hablado bastante. Promesa que cumplió, aunque se hizo evidente que le hubiera gustado añadir algún que otro comentario e incluso que enlazara el evangelio de aquel sábado con el sentido de la convivencia, pero como entendió que casi todos estábamos agotados, continuó con la misa con normalidad. Todos más o menos ya teníamos idea del mensaje y de lo que aquellas meditaciones aportarían a nuestras vidas, que, en cierto modo, era lo mismo de siempre, pero desde el punto de vista de la vida en pareja. Lo que no por repetitivo dejaba de ser novedoso y hasta cierto punto aleccionador.
Después de habernos pasado todo el día en la capilla, a la hora de la cena, a mí me hubiera apetecido que nos hubieran dado la oportunidad de cenar de pie, que nos olvidásemos de las sillas y las mesas, que aquella cena hubiera sido como un ágape en el que tratásemos todos con todos sin que nada lo impidiera, pero, por otro lado, me sentía cansada y lo que menos me apetecía era que Manuel se desentendiera de mí. Necesitaba de su cercanía y compañía, que nos olvidásemos de las diferencias o falta de entendimiento que a lo largo del día nos condicionaba. Éramos demasiado fríos el uno con el otro y aunque se hubiera creado esa falsa impresión, no estaba molesta ni enfadada con él; no era necesario que me demostrase que de los presentes él era quien más provecho pretendía sacarle a aquel fin de semana, como si en compensación por su torpeza del desayuno, ya no tuviera que pedirle dos veces que se quedase, que lo tenía asumido. Sin embargo, se olvidaba que, si había decidido quedarse, debía ser por los dos, que mi opinión también contaba.