Ana. Silencio en tus labios (2)

Julio, 2003

A principios de mes mis amigas acudieron a hacerme una visita, por eso de que aún no estaba recuperada del todo y me moría de curiosidad por saber de primera mano todo lo sucedido en el retiro y que me pusieran al corriente de los planes que el Movimiento tuviera para el verano, aunque más o menos tenía una idea aproximada de todo, pero no una implicación directa, por lo cual sabía lo mismo que mis amigas o menos. Éstas me confirmaron que Manuel les había preguntado por mí y no le habían dado demasiadas explicaciones con respecto a que yo no hubiera ido, más allá del hecho de que estuviera enferma, por lo cual éste no tenía demasiado claro si yo había cambiado de parecer con respecto a lo nuestro, como tampoco mis planes y expectativas de cara al verano. Por lo que ellas sabían, se le había planteado la posibilidad de que acudiera a la convivencia de novios que tendríamos en la Casa de Ejercicios a final de mes; ese verano lo organizábamos nosotros para todo el Movimiento. A lo cual no era seguro que él se animara acudir, pero, por lo que mis amigas me comentaron, al menos se lo pensaría. Por coherencia con esa posibilidad, yo debía actuar en consecuencia, ya que, si venía, quizá se plantease que nos viéramos, que mantuviéramos esa conversación que no habíamos tenido durante el retiro.

Había acudido a la convivencia del año anterior y por cuestiones de agenda para acudir a la de aquel año tampoco me encontraba con muchas dificultades, salvo el hecho de que mi situación sentimental pendía de un hilo, pero con la ventaja de que la convivencia sería a dos pasos de mi casa, ante lo cual tampoco era tan imprescindible que me quedase a dormir ni que fuera todos los días. En cualquier caso, no me parecía prudente que Manuel se amparara en la excusa de la convivencia para reencontrarse conmigo. Era mejor que, si se apuntaba, lo hiciera bajo su responsabilidad, de tal manera que le pedí a los organizadores que, en el supuesto de que éste les preguntase por mí, le dijeran que no sabían de mis intenciones. La experiencia de la Pascua no había sido tan desastrosa y, hasta cierto punto, tenía interés en que los dos acudiéramos como pareja y se afianzaran nuestros sentimientos. Sin embargo, para que fuéramos juntos, antes me lo habría de proponer y no tentar la suerte de encontrarse allí conmigo y que, sin más, nuestras pequeñas discrepancias quedasen olvidadas.

Pocos días después, una de mis amigas de Toledo me llamó para informarme que Manuel tenía intención de acudir a la convivencia y entre sus planes para ese fin de semana estaba que nos viéramos, exigencia sin la cual prefería no moverse de su casa, por lo que necesitaba que le confirmasen que no le daría con la puerta en las narices, en caso de que nos encontrásemos por sorpresa, dado que suponía que no tendría ganas de verle ni en pintura. Organizaba todo aquel lío para asegurarse de que no saldría corriendo en cuanto le tuviera delante; buscaba la complicidad de todo el mundo; ponía en evidencia que entre nosotros había esa falta de comunicación y, en vez de hacer un nuevo intento por hablar conmigo, pretendía crearme una encerrona y dejarme sin escapatoria. Quizá la intención fuera buena, porque los de mi parroquia me habían visto por la ciudad como alma en pena con el anhelo de su amor; que, si no hubiera sido por aquel problema de salud, hubiera acudido al retiro y permitido que Manuel me comiera a besos, una vez hubiéramos hablado. Sin embargo, la manera en que se había planteado que superásemos nuestras discrepancias era de lo más inapropiada.

Como buena hija y amiga que se supone que soy, compartí mi parecer sobre todo aquel planteamiento tanto con mis amigas como con mi madre. Mis amigas, como broma, estaban dispuestas a lo que fuera. En cierto modo, eran de la opinión de que Manuel se merecía un buen escarmiento, conscientes de que, si al final había reconciliación, todo el mundo se reiría de aquello. Mi madre, por su parte, se mostró un poco más sensata en sus respuestas y sugerencias sobre cómo debía resolver aquel tema. Lo de los escarmientos no le parecía tan buena idea, aunque tampoco que aquel asunto se solventara sin más. De hecho, fue ella quien me sugirió que no confirmase mi asistencia a la convivencia mientras no hubiera superado mis discrepancias con Manuel, porque pasar un fin de semana juntos, cuando no había entendimiento entre nosotros, supondría una tortura.