Manuel. Silencio en tus labios ( 2)

Ana me acompañó hasta el comedor y desapareció por el pasillo. Estábamos en su casa y supuse que querría ponerse algo más cómoda después de venir de la calle. Fue su manera de poner un límite a la familiaridad que me tomara aquella tarde para que no se me olvidara que estaba allí de visita y que su madre prefería no quitarme el ojo de encima; ella era su niña y cuando mejor guardara las formas mejor para mi cuello, aunque ya sintiera en esos momentos tal apuro que ni las sutilezas ni encantos de Ana hubieran conseguido que pensara o hiciera algo que pudiera molestar a su madre. Prefería pasar lo más inadvertido posible, para no causar peor impresión de la que se hubiera llevado al verme, dado que la gente del grupo no tenía tanta influencia como la madre de Ana sobre nuestra relación. Era preferible contar con su aprobación o, al menos, que no aumentase el recelo. Madre no hay más que una y yo ya era el segundo novio que Ana presentaba, pretendía que fuera el definitivo.

La conversación que tuve con su madre se resumía como: “Hija casadera busca marido”. Porque me soltó el rollo como si me diera a entender que le había causado tan buena impresión que se sentía obligada a enumerarme las muchas cualidades de Ana para que no la dejase por otra o como si el hecho de que ésta tuviera novio fuera un alivio para todos, al descartarse que se sintiera llamada a la vida religiosa, porque la vida que ésta llevaba no parecía indicar lo contrario, demasiado comprometida con las actividades de la parroquia y el Movimiento, aunque no desatendiera el resto. Como me dio a entender, Ana era una joya en todos los aspectos. De modo que más que la hija que toda madre quisiera tener, parecía la chica que toda mujer debiera tomar como ejemplo. Aunque allí no se la tratase como a una hija mimada ni consentida, lo que conseguía o se le permitía era por méritos propios, habían sabido pararle los pies cuando lo consideraron oportuno, no eran malos padres en ese sentido, pero Ana era su niña.

Tal y como su madre me habló de ella, el único defecto atribuible era haberse fijado y enamorado de mí. Como si la princesa se hubiera dejado cautivar por el bufón de la corte. Sin embargo, se trataría del caso contrario en el supuesto de que hubiera sido mi madre quien estuviera hablando con Ana sobre mí; tal vez yo no sería el príncipe de la casa ni precisamente alguien que destacase en todo o en la mayoría de las empresas emprendidas, pero esa balanza entre Ana y yo no se plantearía tan desequilibrada. En cualquier caso, ni la madre de Ana tenía que convencerme de nada ni la mía a Ana, porque ponerse de acuerdo no resultaba tan complicado; yo me había enamorado de la hija, no de la madre, a pesar de que ésta entrara en el lote porque formaba parte de la vida y la personalidad de Ana y en ningún caso me planteaba desvincular ni apartar a la una de la otra, dado que me arriesgaba a perder a Ana; no quería que eligiera entre su madre o yo.

Como era la hora, no tardaron en presentarse allí el padre y su hermano, éste último simplemente había subido a saludar, porque ya estaba casado y vivía emancipado. Y si el hermano se desentendió de mí después de los saludos, el padre, como era lógico, ejerció como tal; no es que me sometiera a un interrogatorio de tercer grado, porque se mostró afable desde el primer momento. Sin embargo, me dio la sensación de que prefería crearse su propia opinión respecto a mí y no aceptaba que yo fuera tan maravilloso como Ana le hubiera contado. En comparación con Carlos, yo dejaba bastante que desear, pero, si estaba allí, y Ana me había presentado como su novio, alguna virtud me habría encontrado que me hiciera merecedor de la aprobación de su padre. No es que a la madre me la hubiera ganado con mi gracia natural, pero ésta parecía valorar los sentimientos de Ana por encima de los propios o quizá reservase su opinión para cuando yo no estuviera presente por evitar un escándalo. La diferencia estuvo en que uno aludió a Ana como “mi hija” y el otro la llamó por su nombre. Lo que me pareció significativo.

Cuando Ana volvió a dejarse ver, comprobé que se había recogido el pelo y cambiado de ropa. Lo cual le había mantenido entretenida el tiempo suficiente como para que sus padres se formaran una opinión de mí y no hubiera allí nadie que me rescatase. La veía de nuevo como la chica de la que me había enamorado y no con el aspecto de una chica cuya realidad me era desconocida. Fue una visión y un cambio relajante. Me pareció menos fría y distante, más dispuesta a dejarse querer o, al menos, a no reprimir tanto sus demostraciones de afecto, especialmente después de dejarme a solas con sus padres, cuando era lo último que me hubiera esperado para aquella tarde, que ya empezaba a ser una de las peores situaciones a las que me habría enfrentado y frente a la que no había tenido escapatoria posible, por lo que había tenido que aguantar con resignación y pensando que era por el bien de mi relación con Ana, que ella lo valoraría y agradecería.

Me creía ya salvado cuando su madre nos preguntó por nuestros planes y planteó la posibilidad de que nos quedásemos a cenar, lo cual más que un intento por quedar bien, me pareció que pretendía retenernos allí. A mí, en la Casa de Ejercicios, no me esperaban. Había encontrado a Ana y tenía plena libertad, pero la idea de quedarme a cenar en su casa no me resultaba tentadora. Sin embargo, desconocía la ciudad y los ambientes en que Ana solía moverse, por lo cual la decisión quedaba en sus manos, dado que la responsable de llevarme de vuelta a la Casa de Ejercicios sería ella, cuando nos despidiéramos esa noche. Es decir, de nuevo me encontré con un motivo para lamentar esa llamada telefónica que no había hecho antes de organizar nada. Ponía a Ana en una situación comprometida, a la par que mi estancia allí se complicaba por momentos. Si nos hubiéramos puesto de acuerdo, nos habríamos apuntado a la convivencia y ganado tranquilidad. Pero ante mi falta de previsión en ese sentido, Ana me lo estaba haciendo pagar por las malas, aunque con buena intención, dado que no quería librarse de mí tan fácilmente.

Ana dijo: “Mamá, he llamado a la gente y me han dicho que todavía hay plazas libres”.

Para mí fue como escuchar música celestial. De hecho, podía decirse que, de manera extraoficial, ya se contaba con la asistencia de Ana a la convivencia, de manera que aquella llamada, aquel cambio de parecer en el último momento, no suponía mayor problema y yo respiré aliviado. De nuevo todo volvía a su cauce y Ana entraba en razón. Se daba por satisfecha con aquella tortura, aunque la verdad era que resultaba difícil creer que hubiera cambiado de idea con solo verme. Era más creíble pensar que tuviera la mochila preparada y que no hubiera confirmado su asistencia hasta no haber hablado conmigo, tal y como me había asegurado en el portal. Era lo lógico, si yo me encontrase allí, alguien debía haberlo hablado antes con ella, ejerció de intermediario, sin que Ana se comprometiera en principio a nada más que a hablar conmigo, si nos veíamos. El resto dependía únicamente de cómo se desarrollara ese reencuentro.

Cargar con aquella mochila pesada y abultada para mí fue un sacrificio pequeño, si se me permitía salir de aquel piso con vida y antes de que a alguno se le ocurriera invitarme a pasar la noche o alguna sugerencia por el estilo. Para ser la primera visita ya tenía bastante y se podían dar por satisfechos, aunque ya me temía que, salvo cambio de última hora, volvería el domingo para despedirme. Pero, hasta entonces, tenía dos días por delante para que mi relación con Ana se estabilizase y me recobrase de aquel susto. Sabría a qué atenerme y ésta se daría cuenta de lo comprometido de la situación en que me ponía y dejaba. Teníamos dos días por delante para conocernos mejor y se asentara esa complicidad, que Ana se diera cuenta de que yo no era su otro novio y quizá tuviera que tratarme con algo más de paciencia y desconfianza porque todo era nuevo para mí y a cada paso que daba me sentía más perdido y desorientado, especialmente en un ambiente que me era desconocido.

Cuando nos quedamos solos en el ascensor, no evité respirar aliviado, dado que por fin me relajaba y olvidaba aquella pesadilla. Ana se dio cuenta y se limitó a darme un beso, consideró que era mejor que reposara los nervios antes de hablar del tema. Si hubiéramos hablado en caliente, habríamos discutido y no le apetecía. Al menos el trance de presentarme a sus padres lo habíamos superado. Éstos tendrían dos días para sacar sus propias conclusiones y nosotros las nuestras al respecto. Si el domingo seguíamos teniendo claro que nos entendíamos, la opinión de sus padres no sería demasiado vinculante y, en caso contrario, tal vez tampoco porque ya no habría nada que decidir. En principio tanto Ana como yo apostábamos por nuestra continuidad, por no rendirnos ante la primera dificultad, siempre y cuando aprendiésemos de los errores para no cometerlos de nuevo. Por mi parte estaba seguro que no habría más visitas sorpresa ni planes que no hubiéramos organizado entre los dos desde el primer momento, dado que la experiencia no me estaba dando tan buen resultado.

Su coche estaba aparcado en la calle de modo que no hizo falta bajar hasta el garaje, bajamos al portal y salimos por allí, yo cargado con su mochila y ella cogida a mi mano para que no me perdiese entre la gente ni por aquellas calles, porque de verdad no estaba muy seguro de cómo se llegaba hasta la Casa de Ejercicios ni siquiera a la suya, aunque fuese volver sobre mis pasos. De todas maneras, el coche no estaba lejos y llegamos enseguida.

Lo que me sorprendió fue que me propusiera que fuera yo quien condujera. Era su coche, su ciudad y era ella quien conocía el camino, pero no le importaba ese riesgo, era un voto de confianza, de complicidad, la evidencia de que aún no estaba mentalizada de que yo no era Carlos y para mí todas aquellas circunstancias me superaban por mucho que me esforzase en estar a la altura. Como me insistió, me convenció, así se descargaba responsabilidades y era algo que compartía conmigo, consciente de que yo era capaz de manejar aquel coche sin problemas. Sólo debía vencer mis recelos.

Conducía yo y ella me indicaba por dónde. Nuestro destino era la Casa de Ejercicios, pero ello no era objeción para un pequeño rodeo por la ciudad y que aquel paseo se convirtiera en una ruta turística por la vida de Ana, para que conociera aquello que aún no conocía de ella. Lo que su madre me había contado con palabras, ella me lo contó con hechos. Aquella era su ciudad y allí tenía su vida, quería que empezara a formar parte de todo aquello, que sus recuerdos del pasado se actualizarán con mi presencia o paso por aquellos lugares, aunque no nos bajásemos del coche. A ella le había hablado de mí la gente del Movimiento y se daba cuenta de que me faltaba criterio para valorar mis sentimientos, si de verdad estaba seguro de querer ser su pareja o me lo pensaba mejor y rompíamos con aquella historia antes de que alguno se hiciera daño. De todas maneras, ella parecía tenerlo claro y así se lo había dado a entender a sus padres y me lo hizo ver a sí. “Todos los tontos tiene suerte y tú te cruzaste en mi camino.” Y aunque en aquella conquista hubiera sido un actor pasivo, algún mérito se me atribuía para merecerme su corazón.